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05-07-2011

Literatura
No hay espinas sin rosas
Carlos Sampayo

Recién a los 76 años, este autor judío sefardí publicó su primera novela, El Pentateuco de Isaac, y desde allí desarrolla una obra entre el desasosiego y la inquietud.

Cuando Angel (léase Anguel) Wagenstein publicó su primera novela, tenía 76 años. Era autor de guiones de más de cincuenta filmes del cine búlgaro y había dirigido algunos. Nada de esto se conocía en "Occidente". La revelación del novelista Wagenstein, judío sefardí, lleva por título El Pentateuco de Isaac, y es una ficción sobre el siglo XX a través de un personaje que vivió con cinco nacionalidades sucesivas: austrohúngara, polaca, alemana del III Reich, austríaca de la república y soviética y, como él dice, en tres campos de concentración. Un judío de Galitzia que sostiene y resuelve su dramática existencia con chistes de judíos incorporados a la narración; allí los chistes asumen el papel de realidad mientras que los hechos, de tan atroces, toman la apariencia de ficción. Nada menos que un Job del siglo XX, pero sin fidelidad a Dios, algo difícil de entender si no nos atenemos a una tradición cultural que ha demostrado que todo lo puede. En esta risa de Isaac no hay olvido, todo lo contrario, y la peripecia concluye con una apelación al final de Stefan Zweig, frascos de somníferos en la mesa de luz, sin confesarnos si repetirá el gesto o no. El libro, en su consistencia etérea transmite desasosiego y enseña qué es el amor y cómo se acomodan los recuerdos en lo que se conoce como conciencia. Es una bofetada, un golpe certero para dejarnos sin aliento.

El siguiente título es Lejos de Toledo (2002). Un profesor bizantinólogo emigrado a Israel vuelve a su ciudad natal en la Bulgaria poscomunista y se encuentra con su amor de juventud y con un anciano fotógrafo griego que en su taller "La eternidad" guarda testimonio de todo lo ocurrido, en un registro de la minucia cotidiana, desde las fiestas de cumpleaños hasta las ejecuciones de partisanos y colaboracionistas. El profesor y su amada recorren espacios de memoria y rincones escondidos de donde afloran todas las crueldades y no pocas devociones y ternuras. El personaje central de las reminiscencias es el abuelo del profesor, un judío transgresor, tolerante, mitómano y juerguista conocido como El Borrachón, que dice haber sido amigo de Robespierre. Lejos de Toledo habla del destino de los que fueron expulsados de Sefarad en 1492, de la conservación de la lengua judeoespañola, de la comida, las relaciones familiares y, como en la primera novela, del amor y sus reflejos y proyecciones ominosas. La novela es extraordinaria porque relata una desventura como si aventura fuera. El aspecto es ligero, el efecto demoledor.

Adiós, Shanghai
, narración de horror e infortunio, refiere unos acontecimientos reales de los que la historiografía apenas si guarda datos. De las tres, es la novela que tiene mayor relación con hechos acaecidos, y sintetiza varios géneros con discurrir no forzado: la novela de crónica política (que incluye datos de época, fechas y acontecimientos), la novela de espionaje (con Richard Sorge incluido), la narración de reencuentros, la indagación en las relaciones de clase, la narración sobre la naturaleza de la expresión artística en situaciones normales y excepcionales, el libro de viajes y de éxodo. Todo ello podría inducir a pensar que Wagenstein ha querido abarcarlo todo, y en algún sentido es verdad: los momentos más trágicos del siglo veinte necesitan de varias narraciones para ser comprendidos. Los acontecimientos son en realidad uno, porque varias líneas confluyen en él: la formación de un gueto para judíos alemanes y austríacos en la Shanghai ocupada por los japoneses desde 1937 hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los actores de una parte del drama son un violinista judío y su esposa "aria", ambos célebres; una joven actriz que escapa después de conocer a un médico japonés en París; el mismo médico, ya coronel de las fuerzas de ocupación en China; un rabino y su esposa; varios agentes de diversas potencias, que dan pie a redes de información y sabotaje; y un carterista obeso y casi enano, de encantadora nobleza. Y, por supuesto, la ciudad de Shanghai, ya entonces urbe única en el mundo, que desde 1842, por exigencia británica, fue "concedida" a la voracidad del comercio internacional. En la época de los acontecimientos referidos por Wagenstein, Shanghai era la quinta ciudad más poblada del mundo y hasta la llegada de los refugiados contaba con 80 mil extranjeros debidamente atrincherados en sus privilegios. Después de la Batalla de Shanghai pocos de los desdichados del gueto quedarán con vida. Pero el gueto fue un último refugio y tomó la forma de una esperanza.

En las tres novelas, que no tienen pretensión de continuo narrativo, Wagenstein utiliza diferentes técnicas, aunque en todas advertimos la penetración del ojo observador, el instrumento que sostiene una suerte de montaje cinematográfico, la importancia de la secuencia y la interrelación entre lo exhibido, los hechos, y la opinión del personaje que narra, siempre rememorando. En la rememoración se sitúa un corpus moral, una suerte de humanismo transmitido por lo que se ha perdido y que la memoria (viva, febril) recupera. Esta moral se sirve de la maldad, la deshonestidad, la traición y la obediencia a lo injusto para asentarse en la rectitud y la nobleza. Aunque Wagenstein sabe divertir y entretener al lector, no le ahorra inquietud e incomodidad. Su sentido de la justicia pasa por un recorrido a través de los hechos pequeños y los decires insignificantes, que van dando forma a un modo de piedad que no restringe la crueldad inherente a toda verdad humana. Joseph Roth no es el modelo de este autor, aunque el lector puede apelar a sus extraordinarias narraciones judías y políticas para dar forma a ese continuo que Wagenstein no persigue, porque en su escritura no hay lamentación por los tiempos perdidos, sino la esperanza que puede dar, más que nada, la comprensión profunda de lo humano.

Fuente: Revista Ñ

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