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04-08-2011

Lo que pasó con el hebreo puede también sucederle al idish
Idish, la voz del alma
Marcelo Wio, España

“La lengua idish sigue siendo un país cultural sin territorio, un país de la palabra, un país que comenzó a despoblarse dramáticamente a partir del Holocausto nazi…, un país sin ejército ni policía…” (Idish, el país de la palabra, de Eliahu Toker).

Introducción

Lengua nacida de la marcha obligada, de la eterna necesidad de decir y de decirse; mezcla de aromas, voces y sentires que, en lugar de fundirse, se expandieron, creando uno de los idiomas más ricos y bellos que hay. Idioma de emociones, de andar por casa. Idioma musical y alegre (una suerte de sopa de pollo para el ánimo, para enmendar las desdichas aunque sólo sea en la geografía amena de la palabra). Kafka dijo, en un discurso introductorio sobre la lengua idish para una velada de piezas interpretadas por un actor amigo (Jizchak Löwy) que “las migraciones recorren el jargón -algo así como jerga - de uno a otro extremo. Todo ese alemán, hebreo, francés, inglés, eslavo, holandés, romano y aún latín está incluido en el jargón, por curiosidad y despreocupación; requiere bastante poder el retener juntos a estos idiomas en su estado”.

En ese histórico (muchas veces histérico y desesperante) deambular, los hombres y mujeres fueron adaptando las palabras que se iban adhiriendo a su realidad, las fueron amasando, amoldando y cociendo en el jugo característico de su propia cultura. Por eso, a nadie puede extrañarle que las narices más finas hayan alcanzado su aroma. “Es el único idioma que tiene perfume”, resumió el escritor Isaac Bashevis Singer (foto), Premio Nobel de Literatura en 1978. Y es que, como decía Israel Zangwill: “El idish incorpora la esencia de una vida que es distintiva y distinta de cualquier otra”. 

Un idioma irreprimible, que invita a deleitarse con las exquisiteces del juego de sombras chinas que permite: el significado se retoca, se oculta levemente, se deja intuir. Una suerte de armazón que posibilita maniobras de versatilidad lingüística que informan sobre una historia previa al receptor y que sirven como catarsis para el emisor, por el simple hecho de estar, como decía Leo Rosten, “inmerso en el sentimiento”.

El gran autor Isaac Leib Peretz, uno de los tres clásicos de la literatura idish -junto a Mendele Mojer Sforim y Sholem Aleijem-, decía que es la lengua “que jamás atestiguará a favor de la violencia y el asesinato infligidos sobre nosotros, lleva las marcas de nuestras expulsiones de tierra en tierra; el lenguaje que absorbió las protestas de los padres, los lamentos de generaciones, el veneno y la amargura de la historia; el lenguaje cuyas preciosas joyas sin secar son las inocultables lágrimas judías”. Un lenguaje que, con estos genes, logró transformase en sonrisa, en una inmensa multiplicidad de dichos y proverbios filosos, en un afectuoso vínculo de comunicación para los sentimientos, para los hechos cotidianos, para la astucia sin malicia.

“El idish ha desplegado una inventiva inmensa, una elasticidad todavía mayor y una determinación porno morir más importante aún”, escribió con esperanza Rosten en su libro “The Joys of Yiddish”, una obra que, por otra parte, le da la justa razón a su aseveración.

 

Entre el idioma y los fantasmas

Bshevis Singer, en su discurso de recepción del Premio Nobel, destacó: “La gente me pregunta a menudo: ¿por qué escribes en una lengua moribunda? Y quiero explicarlo en pocas palabras. En primer lugar, me gusta escribir historias de fantasmas y nada se ajusta mejor a un fantasma que una lengua moribunda. Cuando más muerto esté un idioma, más vivo está el fantasma. Los fantasmas aman el idish y, por lo que yo sé, todos lo hablan. 


En segundo lugar, no sólo creo en fantasmas, sino también en la resurrección. Estoy seguro de que millones de cadáveres que hablan idish se levantarán de sus tumbas un día y su primera pregunta será: ¿hay algún nuevo libro en idish para leer? Para ellos el idish no estará muerto. 
En tercer lugar, durante 2000 años el hebreo era considerado una lengua muerta. De repente se hizo extrañamente vivo. Lo que pasó con el hebreo puede también sucederle al idish un día (aunque yo no tengo la menor idea de cómo este milagro puede llevarse a cabo.) Aún hay una cuarta razón menor para no abandonar el idish y es la siguiente: el idish puede ser una lengua que muere, pero es el único idioma que co-nozco bien. Es mi lengua madre y una madre nunca está realmente muerta”.


Se estima que en su punto álgido, menos de un siglo atrás, el idish era hablado por unas 11 millones de personas, para muchas de los cuales era, además, su lengua principal, su mame-loshn (lengua materna). En vísperas de la Seginda Guerra Mundial había unos 60 diarios en idish. Además, periódicos y revistas en idish existían en los Estados Unidos, América Latina y Australia. Un vital teatro idish floreció en estos mismos lugares. La Era Dorada de la literatura idish comenzó a mediados del siglo XIX y alcanzó su cenit en las primeras décadas de siglo XX: novelas, cuentos, obras teatrales, ensayos de crítica social, periodismo, filosofía; un inmenso muestrario de las inquietudes de una sociedad que se comunicaba de manera tan particular, con ese léxico tan rico y especializado en las cuestiones sociales y humanas, con esa lengua del alma.
Actualmente, más allá del instituto IWO en Nueva York, la fundación IWO en Buenos Aires y otras instituciones similares ubicadas en diversas ciudades alrededor del mundo, junto con algunas universidades en las cuales es posible estudiarlo, el idish está arrinconado, casi condenado a una vida puramente académica, a ser una vieja nostalgia. Las comunidades “jaredí” son la excepción a esta declinación. En algunas de dichas comunidades de las cuales cabe mencionar las del Parque Borough en Brooklyn, Williamsburg y Crown Heighs; Lakewood en Nueva Jersey y Amberes, en Bélgica, el idish es la lengua vehicular: utilizada tanto en casa como en las escuelas.

Fuente: Aurora Israel

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