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(*) Este cuento, basado en un hecho real, no se refiere a una colectividad específica. Es un pequeño homenaje a los tantos padres inmigrantes de cualquier credo o nacionalidad, que de patrias lejanas vinieron a la Argentina promisoria, con el único bagaje de su voluntad laboriosa y su claro concepto de la vida familiar.
La ídishe mame ya es un ícono consagrado, no sólo judío sino universal, y en todas las vertientes psicoanalíticas. Bastaría con preguntarle a Woody Allen, si no...
Ya es tiempo de hablar del injustamente postergado ídisher tate, el padre judío, que también tiene lo suyo.
Al volver a casa, a las seis de la mañana de ese domingo, yo no tenía en claro si mi padre recién se levantaba, o si no se había acostado aún. Como siempre, estaba esperándome con un mate recién hecho, y eran evidentes sus ganas de charlar un rato conmigo. Yo ya estaba acostumbrado: antes de irme a dormir tenía que contarle detalladamente cómo había salido la fiesta de la noche anterior. Papá se bebía, literalmente, los detalles y las anécdotas. Nunca faltaba alguna nueva e insólita.
Lázaro estaba retirado, pero seguía sintiendo la misma pasión por la música de toda la vida. Tocaba su clarinete, su trompeta o el piano. Componía, enseñaba, escribía orquestaciones, escuchaba por radio las novedades para estar al día. Nunca le faltaba papel pentagramado, que llenaba con su precisa -y preciosa- caligrafía musical.
Yo, que me dedicaba fervorosamente al hot en la pionera 'Guardia Vieja Jazz Band', cuando se retiró me puse al frente de su orquesta con gran placer y orgullo, para no interrumpir la tradición familiar. Modernicé detalles, sí, pero tratando siempre de respetar el ancestral espíritu del klezmer que me había sido legado por mis varios antepasados músicos.
En esos primeros tiempos aún no conocía personalmente a las familias que habían contratado a mi viejo, pero que aceptaban que yo lo reemplazara.
Mientras me desprendía del esmóquin, la transpirada camisa de etiqueta y el moñito, entablamos este diálogo:
-¿Qué tal? ¿Todo bien?
Chupé el mate. -Sí papá. Fue una muy buena fiesta, muy alegre, pero...
-¿Pero qué, hijo?
-No sé. Había algo raro, como si ese ambiente no fuera habitual para ellos.
Se tomó su tiempo, pensó, y me respondió.
-Mirá, querido, por lo que sé, el casamiento prometía ser -y me confirmás que lo fue- de primera: ceremonia en el Libertad, fiesta en el Savoy, empresario, el mejor. Orquesta, la nuestra. ¿Qué más se puede pedir? El padre de la novia no mezquinó absolutamente nada.
Cebé otro amargo. -Sí, es verdad, pero tuve la sensación de que el hombre no estaba acostumbrado a ese tipo de lugar, tan suntuoso. Se lo veía contentísimo, sí, pero como sapo de otra laguna. Él -y todos- se movían con cierta timidez.
-Ya que eso es lo que te pareció, voy a contarte una historia interesante, quizá conmovedora. Ese señor llegó a la Argentina hace unos veinticinco años. Tuvo una única hija, la luz de sus ojos, como se dice. Le dió la mejor, la más completa educación, y muchas otras cosas más, todas las que estuvieron a su alcance. Ningún esfuerzo era demasiado, si era por su familia y, especialmente, su hija. Y finalmente ella se puso de novia con un buen muchacho.
Cuando esa hija nació, el padre -con la total aprobación de su mujer, claro- se hizo a sí mismo una promesa: le daría la mejor fiesta de casamiento posible, costare lo que le costare. Esa noche sería digna de una princesa y, en consecuencia, él se sentiría un rey. Y ya ves, parecería que lo logró.
-Pero lo que me contás no explica que este padrino se viese incómodo en su jaquet, como si se sintiera un extraño en esos lugares.
-¿Cuál suponés que es la ocupación de ese padre?
-No sé. Por lo que le costó todo esto, debe ser un importante industrial, un fuerte comerciante, o algo así...
-No, hijo, no. Para cumplir sus sueños, que son los mismos de tantos humildes inmigrantes, esta noche gastó todos, absolutamente todos sus ahorros. Podemos estar o no de acuerdo con su actitud, pero él seguramente es ahora muy feliz, aunque quedó como cuando recién había llegado: con una mano atrás y la otra adelante. Y a empezar de nuevo. Mañana, lunes, regresará al trabajo que tiene desde hace veinticinco años.
-¿Qué hace?
Mi viejo dio una larga chupada al mate, me miró intensamente, y dijo:
-Es estibador, carga bolsas en el puerto.
Por Leo Vigoda
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