Mi querido Teatro San Martín de Buenos Aires; allí estuve el día que los micrófonos no funcionaron y la voz de Goyeneche apenas se adivinaba en la primera fila; allí me extasié con la danza de Iris Scacceri y su particular Carmina Burana, sola, sobre el escenario circular; allí lloré con Cabaret: vinieron de Europa y su espectáculo se llamaba Cabaret; él interpretaba la música de Kurt Weil, ella cantaba. Apenas sonaron las primeras notas, no sé que ecos despertaron en mí, quizás los de una época que yo no había vivido pero en la que mamá era joven. Era la única racionalización viable.
Se me aparecían las imágenes de las pocas fotos que ella había traído consigo, cuando arribó a la Argentina, a finales de los 20; en ellas se la veía con amigas; sus modestos vestidos y accesorios -hermosa moda aquella-; era cuando además de su juventud, ella lucía su cabello tan largo que metía los extremos de sus trenzas en los bolsillos.
Al despedirse de sus amigas, subió al tren rumbo al puerto donde se embarcaría para Sud América, se sacó el abrigo y lo arrojó, cual una novia lanza su ramo nupcial. Alguna de ellas se quedaría con el cálido recuerdo de ese adiós en el gélido invierno polaco. Ella iba rumbo al paraíso. Es posible que ni siquiera se haya dado cuenta del frío durante el cruce del Atlántico…
En cambio, de papá joven, solamente tengo la imagen de alguna foto: una en el Balneario de Quilmes ( entonces los porteños podíamos disfrutar el agua del río, desde el Sur, hasta el Norte, el balneario El Ancla, en Olivos, pasando por el balneario municipal frente a la fuente de Lola Mora), remando en un bote con su hermano, mi mamá y el único hermano varón de mamá, todos vestidos con esos pesados trajes de baño (de lana, sólo azul oscuro o negro); otra pequeña en la que luce bigotitos; una bajo la glorieta del Rosedal, con mama, mi hermanita mayor y un cochecito en el que iría mi hermanito que falleció de bronconeumonía a los tres años(no existían aún los antibióticos). No lo conocí, pero supe que vine a llenar el vacío que dejó ese hermanito de cuya pérdida mamá nunca se consoló. (Vaya que hacía notar mi presencia con travesuras memorables, como trepar al techo sin parapetos de la terraza del quinto piso o abrazando la radio a válvulas dándole a mamá la ocasión de darme la vida por segunda vez).
Esa histórica y nostálgica foto del bote figura en un libro editado por la Sociedad Hebraica Argentina; lo llamaron “Vidas” y guarda los recuerdos que los miembros de su Club 65 escribieron con lagrimas y sangre; como mamá había perdido casi totalmente la vista, no pudo escribir y entregó la foto; no relató sus dolores, dejo la marca de su paso alegre.
-Mami, ahora yo bosquejo fragmentos de tu historia y la de papá, para que no se pierda la memoria. No tengo hijos a quienes contarles estas cosas tan valiosas para mi; las dejo aquí, en vuestro homenaje…
Papá nació en 1900, en un pequeño pueblo, Nadadzin, a unos 30 Km. de Varsovia. Su familia era rica, poseían la panadería del shtetl. Toda su riqueza estaba en el depósito de harina guardado en el galpón. Una noche, jóvenes venidos desde Varsovia incendiaron el pueblito judío. Papá salvó su vida porque una joven lo alzó de su cuna y corriendo, lo dejó en el campo. Al día siguiente alguien escuchó el llanto del bebé que salía de entre los yuyos y sobrevivió. Fue pobre de pobreza total...: tuvo albergue con un tío que no podía darle más que un jergón de paja en un rincón del taller donde aprendió el oficio de carpintero.
Quería aprender a leer y a escribir. Solía jugar en el patio de una iglesia y le rogaba al cura que lo dejara ir a la escuela; eran inútiles las explicaciones que el buen hombre intentaba, finalmente le dio el gusto y lo llevó al colegio; cuando los otros niños supieron que papá era judío, casi lo matan a golpes; el cura le dijo que nada más podía hacer... Tampoco podía ir a una escuela privada a estudiar hebreo; no tenía con que pagar. No obstante, aprendió a leer y escribir, mirando a través de la ventana, desde afuera, en la nieve... Su modestia y reserva ocultaron hasta mi adultez la hazaña que eso significaba y la inteligencia que suponía. Ya habrán adivinado quienes esto leen, que estimuló el estudio en sus hijos.
A los quinces años lo enviaron al frente; era la guerra del 14-18; se arrojó del tren; vivió peripecias y vicisitudes. Lamentablemente, al ser tan callado y como no logró dominar totalmente el castellano (mamá solía corregirlo toda vez que él iniciaba algún relato, y conservó la costumbre hasta que murió, cuando él ya tenía 93 años; en cierto sentido era muy gracioso ver que ella todavía se empecinara, pero también fue un hábito establecido por tantos años de convivencia); de su historia sólo tengo los retazos sueltos que voy hilvanando.
Tuvo la fortuna de venir a la Argentina siguiendo a su hermano mayor, en la década del 20; dos sobrinos con sus esposas sobrevivieron el infierno, atravesando Rusia..., peregrinando por la Europa en guerra.
27 miembros de nuestra familia murieron en el Holocausto. Uno murió peleando, no se entregó mansamente, se jugó la vida hasta el final y es uno de los héroes del levantamiento del gheto de Varsovia. Murió al noveno día del levantamiento, cuando su grupo fue cercado por los alemanes, se ofreció voluntario para ser el primero en salir; apenas izó su cuerpo fuera del lugar subterráneo donde se encontraban, una bala le atravesó la cabeza. Los demás miembros del grupo sobrevivieron ese incidente y continuaron la lucha.
Papá fue muy trabajador y austero. Junto con su hermano tenían un taller y un pequeño negocio que daba trabajo a unas diez personas además de nuestras dos familias. Se levantaba a las 6 de la mañana para ir a trabajar todos los días. Lo mismo hacía mamá, que planchaba mis delantales escolares que ella misma confeccionaba y que eran la envidia de las demás niñas.
Cuando llegaba el verano y con él las sabrosas frutas de la estación, ella limpiaba la casa, dejaba preparado el almuerzo, nos alistaba y partíamos hacia el río; el placer de salir tempranito en las mañanas se renueva en mí cada vez que lo hago; como las matas de Santa Rita de Proust, sus bougainvilles, poderosos disparadores de alegría.
En Polonia mamá trabajaba en un taller de costura (qué edad podría tener? Debía ser una niña…) se vanagloriaba de ser la mas rápida y la que más prendas hacía por día…
Ella tampoco tuvo una infancia feliz (dolor, privaciones, frío… y sin embargo, conservó la alegría de vivir); su padre cayó víctima de una epidemia cuando ella tenía 6 años y su último recuerdo es verlo -vestido de negro- alejándose por la vereda...para nunca más regresar. El no volvió la cabeza una sola vez; había decidido, al sentirse enfermo, irse al Hospital para evitar contagiar a su familia..., sabiendo que nadie salía de allí con vida. Este es uno de esos actos de heroísmo que a diario hacen tantos padres anónimos y que no suelen ser conocidos.
Mamá supo ser muy alegre; estaba tan orgullosa de ser argentina; nos llevaba a ver los desfiles en las fechas patrias y nos ponía hermosas escarapelas circulares y onduladas en nuestros abrigos, sobre el pecho; cantaba muy bien y le hubiera gustado ser cantante lírica. Cantó en coros hasta el final. Sus últimos años fueron de tristeza (ésta, sería otra historia). Cuando la AMIA, cuyo coro integró, voló en pedazos, me asaltó este doloroso pensamiento: “Es una suerte que mamá no esté para presenciar este horror, no habría soportado vivir otra vez el dolor que creyó había quedado atrás.”
A pesar de no haber podido tener la educación con la que soñó, papá leía lentamente (y cómo lo disfrutaba) –entre otros- un libro de Sholem Aleihem; cierto día me leyó su cuento favorito: dos hermanos trabajaban la tierra; una vez las bolsas de grano en el galpón, durante la noche uno de ellos pensó: “Mi hermano tiene esposa e hijos, necesita más que yo” y puso una de sus bolsas junto a las de su hermano; simultáneamente, el otro hermano pensaba “Mi hermano está solo, no tiene quien lo cuide cuando ya no pueda trabajar más, necesita más que yo” y también colocó una de sus bolsas junto a las de su hermano. Cada mañana la cantidad de bolsas seguía siendo la misma para cada uno hasta que una noche, ambos se cruzaron cargando una bolsa para llevársela al otro. Se abrazaron en silencio.
Son apenas pinceladas del que fuera un viejecito sonriente que vivió hasta los 98 años y medio.
Me faltaría agregar algo. Cuando después que papá falleció, supe que Ansses le debía cierto importe por haber calculado mal la jubilación de mi mamá, me sentí sobrecogida… me pareció algo tan especial, como una señal para sus hijos, una señal de amor, una enseñanza más, a su manera, con hechos: ese hombre humilde, que se había pasado la vida trabajando, que se había ido de este mundo tan despojado de todo como cuando fuera bebé, estaba dejando un fruto de su trabajo para sus hijos… (Por supuesto, pasaron varios años y todavía no se pudo cobrar y ya no serán dólares, serán pesos… si es que alguna vez sucede. Pero esa también es otra historia. Ah, supongo que es redundante aclarar que, a pesar de dar trabajo que sustentaba varias familias, se jubiló con el mínimo de 150 pesos)
Lo que importa es dejar testimonio de que ese ser salió del dolor para formar una familia, dio vida a cuatro hijos y alegremente, en el Río de la Plata, que entonces no estaba contaminado, me enseñó a nadar, lo que continúa siendo uno de mis placeres favoritos; voy a cumplir 65 años.
Una tarde, él tendría 97 años, estábamos papá y yo tomando mate y de pronto siento que me observa, levanto la vista, lo miro y me dice: “Cómo se puede pagar tanto amor?” Así, papá, sabiendo que te llegó al corazón.
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