-¡Ustedes sí que tienen suerte! – me dijo Bermúdez, desde atrás, y yo sonreí. Bermúdez tenía, igual que yo, 8 años, pero en ese entonces todos éramos llamados por el apellido…y de ‘usted’. ‘Eso’ era una garantía de disciplina escolar.
-¡A ver, Vigoda, párese, ¿de qué se ríe? Si usted es tan gracioso, ¡cuéntenos, así nos reímos todos!
No tuve otro remedio que pararme y contestar:
- Nada, Señorita, es que me dijeron que tenía suerte.
- ¡Ajá! ¿Y cual es su suerte tan divertida?
- En que mañana es Rosh Hashaná, el año nuevo judío, y puedo faltar al colegio.
- ¡Claro! Ustedes tienen dos años nuevos por año, y ése es un privilegio que, vaya una a saber por qué, les han concedido a ustedes, excluyendo a los argentinos.
Yo iba al Colegio Quintana, donde convivíamos todos los pibes del barrio del Once, sin distinción de raza, religión o color, pero me estaba enterando de que los judíos no éramos argentinos.
La Señorita Maestra de Primero Superior no parecía compartir mi criterio. ¿Estaba yo equivocado?
Volví a casa compungido. Era la primera vez que cuestionaban mi argentinidad. ¡Si éramos todos iguales para jugar a la pelota, a las figuritas, al balero, si todos usábamos iguales guardapolvos blancos con moño a lunares! ¿Qué había pasado?
-Papá, ¿yo nací aquí, en Argentina?
- Sí, claro, en Buenos Aires.
-Vos viniste aquí porque en este país somos todos iguales, ¿no?
-Así es. En Europa nos perseguían sólo por ser judíos, nada más.
-Entonces, ¿la Señorita es la que está equivocada? –y le conté.
Mi viejo intentó explicarme.
-Nunca falta quien discrimine de acuerdo a sus prejuicios ancestrales. Andá acostumbrándote a oír estas barbaridades, pero a no resignarte. Esta es la primera, pero no la última vez que te vas a enfrentar con cosas así. Lo realmente importante es que vos sepas quién sos, y lo defiendas.
Al día siguiente de Rosh Hashaná le dije a la Señorita Maestra:
-Dice mi papá que soy argentino, de tradiciones judías.
-Decile a tu papá que la historia argentina dice lo contrario.
Y me puso un cero en historia.
Como aún no existía el Inadi, creí más conveniente callarme. Igual, no iba a poder hacer nada más que callarme. Ella no iba a cambiar de opinión.
Varios años después, en el secundario que cursaba en el Colegio Nacional Manuel Belgrano, en la calle Ecuador, conviví con toda clase de ideologías. Por el barrio donde estaba ubicado, entre el Once y Recoleta, éramos compañeros católicos, judíos, musulmanes, ateos. Había, también, militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista y muchas otras yerbas similares.
Yo compartía el banco con Tavella, un imberbe nazi que, sin embargo, no titubeaba en pedir que el ‘judío’ – que dibujaba aceptablemente bien- completara sus mediocres dibujos de yesos-modelos.
Después de hacerlo durante casi todo el año lectivo, un día me enfrenté con una mascarilla de Beethoven que me llevó más tiempo del supuesto.
Se aproximaba el término de la hora de dibujo, y le susurré una sugerencia:
-Che, Tavella, empezá a hacer algo, que no llego ni con el mío.
Obvio, no hizo nada.
Al sonar la campana, me espetó (¡luego de casi un año de ayudarlo!):
-¡Judío de mierda, egoísta tenías que ser al fin!
Le dí una soberana trompada, nos trenzamos, y nos separó el Celador.
Pero ante la evidencia ligué, yo únicamente, 24 amonestaciones.
Pasaron los años, aprendí a no sentir rencor, aprendí que esos energúmenos eran sólo una ignorante minoría, pero también que esa dañina minoría era irreductible, por más que se les ‘instruyera’.
Para ellos, el Holocausto no existió. Es un invento de Los Sabios de Sión, “los que escribieron los Protocolos”.
Pero creo que no me ganaron: sin proponérselo, los antisemitas recalcitrantes me convirtieron en un más que empecinado y orgulloso argentino. De tradiciones judías.
Leo Vigoda, 2009
leovigoda@gmail.com
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