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Simbul, mujer pequeña y esmirriada, ese invierno arrastraba minuciosamente sus setenta y tantos años por las gastadas y frías baldosas del inquilinato. Había nacido en Izmir, la antiquísi-ma ciudad del Asia Menor. Los avatares de la vida la habían traído a Buenos Aires cuando era una hermosa joven de veinte.
El tiempo no pasa en vano solía pensar cada mañana. "¿Adió, adió cualo es ésto?" (1) se decía en tanto observaba la imagen borrosa que le devolvía el espejo redondo de la pared descascarada del patio. Apretaba su rodete canoso y aquel rostro arrugado como un pergamino milenario gesticu-laba resignación en un rictus lúgubre, cotidiano.
El ruido metálico y estridente de los frenos del tranvía 89 le avisaba la llegada de Mushiko, su sobrino, que dejaba estacionada unos pocos minutos la mole repleta de gente frente a la casa de su tía. Ella le tenía preparado su desayuno express, criollo-sefaradí: el infaltable mate amargo acompa-ñado de un par de mulupitas (2). La anciana le espetaba un cariñoso "meoio que te mande el Dió" (3) creyendo liberarse de su complicidad con la supina irresponsabilidad laboral de su pariente.
Luego de aquella súplica salvífica, Mushiko, con la última chupada de bombilla, media mulu-pita en la mano y la otra mitad mascándola todavía, le contestaba: "saludosa que estés... tía". Y un tanto agitado bajaba de a tres peldaños la escalera medio desvencijada cuando le llegaba el lejano "berajá i salú" (4) de la añosa mujer apoyada en la baranda.
Los tres a cuatro minutos de protestas y gritos de los perjudicados pasajeros se acallaban cuando el insensato "motorman" ponía en marcha otra vez el vehículo. En tanto terminaba de comer displicentemente los restos de la galletita, recibía de los pasajeros los últimos: "atorrante", "mascal-zone" (5), "papanata" o "Aide... masalbasho... que te vó a dar un shamar" (6)
Las tres hijas de Simbul se casaron, su marido había tenido una muerte absurda y su sobrino sentó cabeza al formar pareja y trasladarse a Montevideo. Vivía sola y cada tanto, cuando la artri-tis se lo permitía, se entretenía haciendo alguna comida sefaradí que yo de pequeño alcancé a degustar. Sus “boios” (7) habían sido célebres y una tarde le aseguré: -¡boios como los tuyos, tía Simbul, no hay ni habrán! Su rostro se transformó. Esa mujer sí que supo del arte culinario. Como buena dyudía había aprendido puntillosamente las recetas ancestrales que por décadas agrada-ron a su familia.
Un día, detrás de una puerta escuché que esta lejana pariente, a la que yo llamaba tía, había logrado casar a una de sus hijas gracias a una "poción" que le hizo tomar al desprevenido novio y que, además, curaba ciertas enfermedades con cenizas de muertos mezclándolas en comidas o be-bidas. Quedé perplejo y con cierta aprehensión por aquella escuálida figura que en sus últimos años vestía de negro absoluto. Juré no comer más, por las dudas, ninguna de sus exquisiteces.
Hacía mucho tiempo que no veía a mi entrañable tía Simbul, pero una tarde desde el local don-de yo trabajaba, súbitamente escucho un tenue pregón que llegaba desde la calle; la voz añeja y apagada repetía con insistencia y cada vez más cerca: "¡... aquí traje los boícos para Carlicos... boi-cos para Carlicos... !”
Tragué saliva y salí a la vereda. Vi a la pobre vieja lánguida, medio extenuada. Había llegado caminando, o más bien arrastrando su ligera humanidad las cuatro largas e interminables cuadras que separaban su casa de mi trabajo. Dejé mis estúpidos escrúpulos de lado invadido por un halo de ternura. Sabía que hacía muchísimo que no cocinaba casi nada, que apenas si calentaba algu-nas simplezas para mantener su frágil cuerpo en pie y casi no salía a la calle. ¿Qué le ocurrió ese día? Me sonrió y miró a los ojos como nunca antes. Creí, convencido, que su presencia tenía un profundo significado, y no me equivocaba. Levantó el plato con tres boios de verdura tapados con una servilleta anudada y me lo dio como quien entrega algo muy preciado diciéndome a media voz - ¡Carlicos... los boicos! Apenas pude responderle - ¡Gracias tía! Le di un beso en su mejilla ma-gra y ahuecada y acaricié unos instantes su canoso rodete. Me sonrió y fue desandando el camino mientras repetía – ¡Berajá y salú! Compartí los boios con mi padre y me quedé frente al plato de loza vacío pensando tantas cosas. Pocos días después me enteré que la tía Simbul había pasado serenamente a mejor vida. Somos apenas un soplo entre costumbres, tradiciones, verdades, men-tiras, razones y supersticiones. Siempre recordaré el último gesto que tuvo hacia mí la tía Simbul. Matrona sefaradí. "Muyer" (8) que comenzó sus días en la Izmir de fines del siglo XIX pero que en realidad tenía quince, veinte siglos o más. Es que en ella estaban sus ancestros de Sefarad (9). La tradición nos lleva tan lejos en el tiempo. Y Simbul pervive en la memoria.
Tarde, pero seguro uno comprende que sus “boios”, “mulupitas” o “trabados”(10) eran sólo una excusa para reunir a la familia a través de las texturas, gustos y olores de aquellos manjares orienta-les fatigosamente elaborados, para complacer, para mimar, para festejar la vida. Aún hoy, cada vez que saboreo un boio de verdura evoco con especial cariño a mi dulce, querida y sorprendente tía Simbul.
(*) Relato basado en situaciones reales extraídas del archivo documental del autor, quien investiga, entre otras temáticas, la cultura sefaradí.
Notas: 1) ¿Qué es ésto?. En este caso como expresión de desagrado. 2) Galletita redonda 3) Inteligencia, cerebro te envíe Dios. 4) Bendición para las comidas. 5) Insulto en italiano 6) Aide: vamos. Masalbasho: mal hombre, de baja estofa. Shamar: cachetazo , golpe. 7) Comida. Especie de empanada redonda de hojaldre, rellena indistintamente de verdura, queso, berenjena, etc. 8) Mujer. 9) España. 10)Un tipo de dulce, similar a una diminuta empanada, con relleno de nueces trituradas.
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