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Hacia fines de la década del 30, más allá de los avatares que la política marcaba, las fotos de los diarios argentinos de aquellos años enfocaban a trabajadores que llegaban de las provincias del norte argentino refrescándose en fuentes de las plazas, el verano porteño llegaba a temperaturas que pasaban los 40º.
Los judíos inmigrantes, judeoespañoles y sirios que desde 1900 llegaron al Río de la Plata, se instalaban en los barrios de Once, Villa Crespo, Flores, Lanús, La Boca, Barracas y Ciudadela. Alquilaban piezas en casas grandes, con patios y jardines, comunicados con vecinos, a una habitación por familia, compartiendo baño y cocina, junto a los paisanos del mismo origen y muchas veces con familias trabajadoras de regiones cercanas. Otros pueblos, viejas costumbres, distintos aromas, nuevos sabores y lenguas ajenas que aprendieron a repetir.
Relata Nissim Teubal, en su libro El Inmigrante: “Acostumbraba, antes de salir a mi trabajo, dejar sobre el brasero una sopa de verduras, para tener una comida al regresar, la sorpresa fue un día que encontré un trozo de carne en la sopa, mi vecina italiana había agregado una porción de tocino para mejorarla, ignorando las reglas del kashrut que yo respetaba”.
Las casas que alquilaban, tenían grandes patios con sombra de parras y de higueras, cobijaban a las mujeres del sol mañanero mientras planchaban o pelaban verduras y en las calurosas tardes, cuando cosían o bordaban, preparando ajuares, al ritmo de charlas y canciones, recuerdos de la patria abandonada. El atardecer era el momento de refrescar esas baldosas dibujadas, para recibir a sus maridos. Le ofrecían sumisas la palangana de agua para los pies cansados de caminar barrios enteros, incesante trajinar de vendedor ambulante, pateando veredas, calles de barro, repitiendo el estribillo de venta, en su media lengua entre árabe y español, a mujeres interesadas en puntillas y géneros, para confeccionar sus gloriosos batones y delantales de entrecasa. En las bochornosas noches del verano, trasladaban provocadores colchones a patios o terrazas para aliviarse de los calurosos días, agregando a ese bienestar, el espectáculo nocturno del cielo abierto a la luna y las estrellas.
Las comidas de verano formaban parte de las recetas de sus lejanas tierras, Izmir, Rodas, Damasco o Alepo. Las mujeres traían en su memoria aquellas que la transmisión y la nostalgia permitieron repetir en el nuevo hogar: arroz con lentejas, tomat reinado, ensaladas de yogurt con pepinos y menta, papas condimentadas con baharat, livianas sopas de verduras que los tradicionales choclos y zapallos coloreaban el obligado plato cotidiano.
Berenjenas y zapallitos, chauchas y bamias especialidades tentadoras que completaban el menú estival de la semana. Comidas lácteas, quesos combinados con verduras, eran los platos preferidos para sostener la numerosa mesa familiar.
Era costumbre de verano, en aquellos años, preparar los quesos caseros, yogures, los pepinos en vinagre, los tomates secados al sol, especiales para el maza., y los clásicos dulces con frutas de estación.
Las compras eran en días de feria obligatorios a la que concurrían los hombres, eligiendo productos que debían comer todos. Comprar el trozo de hielo que enfriara el agua y las frutas, tarea de los niños, que resistían al rayo del sol horas enteras de cada mañana en la fábrica de hielo, formaban una larga fila para conseguir el necesario bloque frío, espolvoreado con sal y envuelto en diarios para que durara unas horas más.
El imprescindible carbón para los braseros llegaba a domicilio, permanecía en un rincón de la cocina, hasta la hora de avivar brasas para que las ollas de comida se cocinaran almibaradas en los aderezados jugos que derramaban su tentador aroma.
La ropa de la familia se cosía en casa, la tradicional máquina Singer instalada para esos días en el patio, como una compañera inseparable de las mujeres sefardíes. Para los niños cosían trajecitos de hilo, camisas de algodón, con pespuntes minuciosos que adornaban cuellos y puños. Los vestidos de niñas y adolescentes, diseñados con metros de piqué, tobralco y linón, telas preferidas para tolerar el caluroso clima porteño, faldas que pasaban las rodillas, en tres paños fruncidos, tomados a la cintura con bandas para el moño, cuello baby, y mangas cortas. Además de coser los inevitables arreglos, acomodando medidas a prendas que todavía resistían otra temporada.
Puntillas, galones y bordados, coloridos adornos, se aplicaban a la mayoría de las prendas. Hilos moliné y d.mc. en un tono o degradée para los bordados. Difícil imaginar un espacio de tiempo libre en la mujer sefardí, llegamos a la hora del tejido. Hilos y lanas, ovillos y madejas se consumían a gran velocidad, agujas entre las manos que volaban como palomas, contando puntos y haciendo jersey. Crecían pulloveres, chalecos y tapaditos lo mismo que batitas y pañoletas para los recién nacidos. Invierno y verano, era lo mismo, siempre había una joven en la dulce espera.
Los paseos consistían en tomar aire y sol, formaba parte de las costumbres de verano. Terminaba la escuela y se renovaban las actividades. Para los niños, patios y veredas para jugar. La rayuela, el patrón de la vereda, las estatuas, las rondas con canciones, juegos compartidos en el barrio. Sin juguetes y con imaginación, las tardes de verano invitaban al recreo. Vestiditos almidonados, zapatos lustrados y trenzas bien estiradas, eran condiciones necesarias para obtener permiso para ir a jugar.
En algunas familias los varoncitos aportaban con su trabajo con la venta ambulante de jabones, hojitas de afeitar, cintas, elástico, agujas, alfileres, peines y peinetas, que ofrecían a las vecinas para ganar algunos pesos que paliaran pequeños gastos.
Buenos Aires brindaba lugares para paseos cotidianos: la Costanera del Río de la Plata, los bosques de Palermo, el balneario de Quilmes. A partir de los años 1950 comenzaban un nuevo estilo de vacaciones: alquiler de quintas en el conurbano, Cautelar, San Isidro. En los días de semana, llevaban a sus hijos a tomar la merienda a orillas del lago de Palermo, se entretenían arrojando comida a patos y cisnes, que elegantes se desplazaban para comer de las manos de los niños. Los clásicos pebetes, (pan de Viena) dulzones y blandos, aceptaban cualquier relleno, de a docenas por tarde se consumían con dulces o con salados. Las ramas de los sauces sumergidas en el agua, la fresca sombra de los robles y el perfume de las flores, estimulaban el apetito de chiquillas que correteaban, jugando a la mancha, a las escondidas, a los aros. Los varones se procuraban cualquier objeto para patear armando canchitas de fútbol con troncos y piedritas. También con piedritas o con carozos de damasco jugaban al dinenti, armando festivos torneos. Se prescindían de la compra de juguetes.
A veces, cuando el dinero lo permitía, iban a las piletas de La Salada o Nuñez. Los preparativos eran más exigentes, tener mallas de baño una necesidad que no todos podían alcanzar. Muchas veces, tejían en lana las prendas para nadar en el río o las piletas, el nylon aún no había llegado a la Argentina. El transporte era un rubro al que no temían, nada de taxis ni de remises, colectivos y tranvías se usaban para todo traslado. El regreso era dificultoso pero no los amedrentaba, madres y chicos, estoicos, soportaban filas y viajes de a pie. Sin asientos disponibles, y con menos micros que los que se circulan hoy, nadie se quejaba, el objetivo era pasear.
Para determinados paseos al Tigre, a orillas del río Paraná, se organizaban grupos familiares, alquilaban una bañadera, (micro sin techo) cargaban cajones de comidas y hasta invitaban a un cantor oriental que se prestaba para la fiesta. No faltaban el asado, las sandías y melones, para después de la comida, al ritmo de la música para ensayar un baile, o desplegar los juegos de dominó y taule, para completar el festejo. Paseos frecuentes entre las familias de menos recursos económicos. Aquellas que gozaban de mejores ingresos viajaban a Mar del Plata, Miramar, o a las sierras de Córdoba, La Falda o Mina Clavero. El viaje se hacía en tren, el tiempo de vacaciones era de tres meses. La despedida era un acontecimiento, se acompañaban a la estación del ferrocarril, y les regalaban dulces para el viaje, la emblemática caja de galletitas Tentaciones o Visitas, con el mensaje: endulcen sus vacaciones. Los hombres dejaban a sus esposas con hermanas o hermanos jóvenes que ayudaban al cuidado de los más chicos.
Las fiestas del calendario judío en verano son Janucá, Tubishvat y Purim, no era necesario faltar a la escuela, la celebración consistía en encender las velas, recibir las bolsitas de frutas secas y las monedas que regalaban a los niños, ritos que dejaron su dulce huella en nuestra memoria.
Este relato es la evocación de un modo de vida que se fue perdiendo hacia 1960, renovado por el crecimiento económico, la aparición de los barrios cerrados con campos de deportes, la tecnología, los medios de comunicación, y en muchos casos la asimilación de las nuevas generaciones, adaptándose a un sociedad globalizada.
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