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La tecnología y los avances en los medios de comunicación que se produjeron en la segunda mitad del siglo XX, provocaron profundos cambios en el pensamiento y la acción de las sociedades, cambios que tuvieron incidencia en la vida cotidiana de la mujer Sefaradí. Dedicarse exclusivamente a las tareas de la casa y a los hijos, su crianza y educación, mantener los sabores de la cocina, los rituales en la celebración del ciclo de vida, del Shabat, de las fiestas religiosas, se modificaron no sólo con la incorporación de la tecnología sino que, el acceso de la mujer a su formación profesional, su incursión en el ámbito laboral, lejos de lo acostumbrado hasta ese momento:“ayudar en los negocios de la familia”, fueron cambios sorprendentes e innovadores. Deberíamos evaluar si ganamos o perdimos con esos cambios, agregando más trabajo al ejercicio cotidiano de ama de casa, con un grado de preocupación, muchas veces sin posibilidad de enfrentarlo, derivando a las abuelas o al personal doméstico, la solución de algunas urgencias. Ante estos cambios, muchas costumbres se han perdido, o quedaron en la práctica de grupos familiares, impregnados de religiosidad.
Tanto los alimentos como los utensilios y accesorios de la casa, forman parte de ese patrimonio que las mujeres sefardíes procuraron para sostener, reproducir y recrear las recetas y alcanzar formas y texturas que tuvieran el punto justo de aquellos platos que recordaban de la cálida e intensa vida familiar, con padres y abuelos aferrados a las tradiciones de su ciudad de origen.
Importantes objetos que acompañan a la mujer Sefaradí para elaborar la cocina tradicional, algunos traídos en su equipaje migratorio desde lejanos pueblos y otros, que reprodujeron en forma artesanal, a veces de forma rústica pero imprescindibles, para repetir modelos y recetas en el nuevo ámbito.
Ejemplo de ellos son:
- La bolsita blanca, de suave batista, para filtrar el yogur, aquella que colgaban generalmente de la canilla de la pileta para que goteara el suero y rescatar el delicado queso. Ese sabor ácido, que condimentado con sal, aceite de oliva y baharat, para compartirlo, tal vez entre vecinos, en las apacibles tardes del estío, hoy transformado en “queso untable”, disponible en cualquier supermercado, aunque imposible de comparar con aquél.
- La infaltable bolsa de liencillo, que se usaba en los veranos porteños, cuando el lechero dejaba el tarro entero en la puerta de la casa, y las mujeres con su increíble fuerza y habilidad, trasladaban de inmediato, para depositarlo sobre el brasero, conseguir urgente el sobrecito de cuajo y cortar esa leche espesa, que una vez tibia, se colaba en el lienzo. Bien escurrido el líquido, se formaba la gruesa horma, prensada entre dos tablas y que cortaban en rombos; una vez salados, ya tentadores, los exhibía en el atermiz de vidrio, y acompañados con aceitunas negras, disfrutaban sentados en ronda de parientes y amigos, en las templadas nochecitas de Buenos Aires.
- Otra joyita, producto de la laboriosidad y artesanía femenina, era la pequeña bolsa, esta ya de linón, con trama más abierta, que se usaba para colar las semillitas del membrillo, luego de rayarlo, las apartaban y hervían en un recipiente. Las cernían apretando la bolsa hirviente para que soltara su sustancia gomosa, que no sólo intensificaba el color sino que le daba consistencia y brillo a ese apreciado dulce color rubí.
- Las inolvidables y atractivas bolsitas, con flores y guardas aplicadas que preparaban para rebalsarlas de pasas de uva, almendras, pistacho, higos y piñones, que cada niño recibía en la fiesta de las frutas.
- Los paños de tul, que prolijos servían para proteger de las moscas a los tomates cortados en mitades. Secaban al sol y condimentados con esa mezcla de albahaca ajo y perejil picado (y para revelar un secreto familiar, le agregaban unas semillitas de anís), eran el deleite del colorido mezé.
- El májura, cuchillo acanalado indispensable en la cocina, se usa para ahuecar zapallitos y berenjenas, que una vez rellenos con carne y arroz, constituyen platos emblemáticos de nuestra cocina, casi como una manifestación artística y herencia conservada para el menú sabático,
- La pinza de hojalata para decorar el mamul, que tal vez no formó parte de su bogo migratorio. dn su pueblo natal, manos habilidosas fabricaron con un pequeño trozo de lata, cortada en forma dentada por imitar al original, con cuchillos y tijeras, logrando esa prodigiosa herramienta que da al mamul sus alforcitas características.
- Las profundas latas para armar los braseros que mantenían la temperatura de las comidas sabáticas, los afilados fierros para armar salayan, y procurarse los tachos de zinc donde curar aceitunas.
- La paleta de madera para batir el pan de España, preparadas por el hombre de la casa, con un corte de madera dándole la forma exacta, parecida al péndulo de un reloj.
- La lata a la que las mujeres quitaban su base y el fondo, para que funcionara como chimenea de sus braseros.
- Los frascos para conservar dulces y encurtidos, con delicadas tapas adornadas con galones.
- Los forros de los estantes del ropero, con blancas y vaporosas puntillas, los suaves cortes de tijera en el ordinario papel para reproducir guardas con que cubrían los estantes de la cocina.
- La agujas. La de caplear, enorme, para coser la sábana al acolchado, que cada viernes se lavaba y planchaba. Las de tejer, que en las tardes de verano o en la penumbra del invierno, al ritmo de sus charlas, hacían los abrigos de la familia. La de crochet, que en experimentadas manos de abuelas y tías, preparaban ajuares para el bebé.
Así, estos utensilios, accesorios infaltables para mantener y prolongar la tradición cultural, en manos de la mujer sefardí, se convirtieron en la clave de nuestro patrimonio
Repetidas en mi memoria, rescato en palabras evocando esas cálidas imágenes.
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