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Cuando en Buenos Aires amanece más temprano, los días son más claros y tibios y en los árboles asoman los primeros brotes, sabemos que se acerca Rosh Ashaná.
Cuando las frutillas están rojas y brillantes, llegan los cocos mostrando sus caritas y los nísperos están bien amarillos, admiramos los colores de Rosh Ashaná.
Cuando sorprenden los primeros alcauciles y espárragos, desparramados en bandejas y las verduras frescas invaden la cocina, nos traen los sabores de Rosh Ashaná
Cuando el zapallo está en la mesa, tallado en cubos facetados, y espera la cal apagada de una obra y el rojo intenso del carmín, el aroma de las rosas estalla en el almíbar, es el dulce de Rosh Ashaná.
Cuando en la casa del abuelo, el perfume de jazmines y el color de las glicinas envuelven patios y jardines, anticipan la alegría de Rosh Ashaná.
Cuando en las madrugadas el Shamosh (1) golpea puertas y ventanas invitando a los hombres a rezar, y apurados caminan hacia el templo, inaugurando cánticos de Selijot, son las voces de Rosh Ashaná.
La claridad de los días, la intensidad de los colores, esas fragancias, los nuevos frutos, el coro de las súplicas, son preparativos materiales y espirituales que provocan nuestra memoria y nos invitan a recrear este clima de fiesta en primavera.
Entonces las imágenes se mezclan, se agolpan, se enciman, evocando aquellos días de la infancia cuando se reunían las mujeres de la familia, para elegir vestidos y modelos en los figurines, apurando a las bordadoras para ese cuello con canutillos, o concretar la divertida prueba de los sombreros y solucionar la elección de los zapatos, para mostrar su elegancia en nuestra sinagoga, la de los judíos de Alepo.
A veces la visita de tíos, que gozaban de buena ingresos, compartían con su hermana, los secretos regalos que harían a sus esposas, y traían en sus bolsillos las alhajas elegidas, el broche con un mexicano de oro, una fulgurante gargantilla, el delicado pentatif (2), realzado con diamantes y zafiros o una costosa pulsera que adornaría los brazos de sus mujeres, a las que acompañaban orgullosos a la salida del templo.
Y las famosas esclavas obsequiadas en los aniversarios de bodas, que sonaban como cencerros cuando servían los platos de comida.
Estos preparativos no obviaban los trabajos domésticos que debían hacer, desde la limpieza hasta las compras, pelar, rallar, cocinar, incluyendo la rigurosa supervisión de pollos y gallinas, que el shojet (3) sacrificaba en las casas y debían desplumarlos y purificarlos, aunque los hombres participaran en la compra de algunos productos que conseguían en lugares especiales.
Entre las costumbres que se practican en estas festividades, hay una importante y consiste en recordar a los muertos haciendo una visita al cementerio, que en mi familia se preparaba con una complicidad de gestos y silencios, se organizaban para ir “afuera” (berra) el domingo anterior a la celebración. Entonces buscaban los pañuelos de seda y las mantillas, que las mujeres usaban para cubrirse la cabeza al ingresar al cementerio. También llevaban para la tradicional seudá (4) una fuente con mamul (5), una bolsita con maníes y una botellita de anís (costumbre de mi familia) porque luego de la lectura del Kadish (6), bendecían los alimentos en memoria del difunto y por el descanso de su alma. Estas salidas, eran para nosotros, misteriosas, porque no se hablaba de los seres que ya no estaban, y el día indicado salían de casa apurados, sin saludar, de a uno, y sigilosamente.
Conservar costumbres y rituales
Los alimentos como símbolos, de la dulzura, la abundancia, la prosperidad, la fertilidad, forman parte del menú de esta celebración, comidas como arroz y lubie, hiebra con meshmosh, mahude, kebe seltan, kebe jamda, pertenecen a un patrimonio inconfundible de sabores, esperados y deseados.
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