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Barrio: Floresta (Buenos Aires). Allí compartíamos la vida con vecinos criollos, italianos, españoles, rusos, árabes y judíos. De casas bajas, calles tranquilas, sombra de paraísos, veredas para jugar.
Algunas casas eran para mí, más conocidas, no por jugar o ir de visita, sino porque conseguía comprar productos especiales, aquellos que permitían mantener aromas y sabores, que mi familia conservaba, repitiendo recetas de las comidas de Alepo. Así eran casas donde funcionaba la panadería, la fábrica de locumes o la Sinagoga.
Algunas familias instalaban un pequeño espacio para vender alimentos originales. Podían continuar con el legado de ritos y costumbres a miles de kilómetros de su pueblo natal.
Era posible encontrar en la peluquería de hombres, una particular variedad de especias. Allí me mandaban a comprar cada vez que preparaban las tradicionales kakes (1). Llegaba a paso rítmico repitiendo con esfuerzo los nombres de las aromáticas semillitas
semson, mahlab, habdelbéreque (2)
semson, mahlab, habdelbéreque
semson, mahlab, habdelbéreque Ya en la peluquería, me sentía intranquila por los objetos que había; imponentes sillones, enormes espejos, tijeras, y la navaja que el viejo peluquero afilaba lento y parsimonioso en la estirada cinta de cuero. La inquietante máquina de vapor, donde calentaba las toallas, que humeantes aplicaba en la cara de los hombres, reclinados en los sillones, que al rato veía salir, engominados y seductores, a conquistar a sus mujeres.
Yo le preguntaba titubeante al turco Don Jacinto, por esas especias ¡Me escuchaba y entendía! Él atravesaba el salón, corría apenas la florida cortina de cretona y pasaba a la sala de su casa en busca del memorable frasco. Me aliviaba verlo regresar, con su suave sonrisa, sus blancos y ondulados bigotes, sosteniendo el frasco con etiqueta de atractivas letras en árabe. Preparaba los paquetitos con las tres variedades de especias que me aseguraba regresar a casa contenta con las codiciadas semillitas.
Encontrar el burgol (3) y el baharat (4) tenía otro encanto. Había un almacén, más distante de mi casa que, además de los productos comunes, tenía “sentados”, sobre la tapa del sótano, los frascos con tapas de corcho, de los distintos granos de pimientas.
Con la palita de metal, el almacenero, sacaba cuidadoso los cien gramos de mi pedido y junto con el paquete verde de trigo especial, tenía parte de los ingredientes básicos para las festivas kebbes (5).
En verano, algunos jueves, debía salir rápido a la verdulería. Una vecina que llegaba agitada avisaba: Hussein consiguió bamias (6). En ese entonces, como ahora, en mi familia se privilegiaba para realzar las comidas de Shabat (7).
Me gustaba mirar la repetida escena, mi madre y mis tías, en el patio, bajo la parra, sentadas en ronda, girando hábiles el cuchillo sobre el delicado conito de cada bamia, que prolijas quedaban secándose al sol.
¡Y los postres! La fábrica de locumes (8) y jalvá (9), en la casa de la esquina, una cuadra antes de llegar a la Panadería Syria. Allí era todo olor y sabor, de la pasta de maní, de las almendras tostadas, de la dulce fragancia de cacao, el persistente perfume del agua de rosas y hasta el azúcar impalpable, que como una nube blanca se desparramaba por todas partes.
Exhibido sobre el mostrador, el tentador molde redondo de jalvá, del que, el joven morocho, con delantal y gorro blanco, cortaba con su cuchillo la apreciada porción, que estaba pronta a saborear con mis hermanos y primos.
Y ahora! la casa más fascinante para mí: “Panadería Syria”, así decía el cartel de chapa enlozado blanco y azul engastado en la puerta. Ingresaba en invierno, por un pasillo a cielo abierto, que en verano la espesa parra lo ensombrecía como misterioso pasaje. A la izquierda de
ese pasillo vivía el dueño, Abuali, con sus dos hijas, Zulma y Fátima, que lo ayudaban en la venta del pan. A la derecha, una puerta tapizada de manchas, casi siempre cerrada, intentaba preservar el antiguo y secreto arte de amasar y cocinar el pan árabe.
Me gustaba atravesar esa puerta, deslizarme y permanecer en ese ambiente oscuro y cálido con penetrante olor a leña. Ver las palas de madera suspendidas de un tirante, los tablones y caballetes, unas pocas bolsas de harina y de sal, espátulas, pinceles y cuchillos, paquetes de levadura y en un rincón, acumulados, los lienzos vacíos, que servirán para abrigar la masa o convertirse en pantalón, delantal o birrete, según la habilidad del panadero. Eran hombres árabes, con sus torsos desnudos, traspirados, los que trabajaban, los que callaban y a veces sonreían con un gesto cómplice ante la presencia de una mujer. Y yo estaba allí, inquieta y silenciosa, contemplando ese ir y venir, mientras cargaban la precaria máquina de amasar: harina, sal gruesa, levadura y agua.
Se desplazaban en la cuadra, atentos y ágiles, observando el forzado movimiento de esos brazos mecánicos que lograban el punto de la masa, la que pasaban diestros a la mesa, donde levaba cubierta con un lienzo. Armaban con escaleras y tablones, pintados de harina, los estantes donde iban a descansar los bollos. Echaban al horno leños de quebracho y pino; con estos preparativos, se ubicaban frente a frente en la mesa.
Comenzaba para mí una inigualable danza, cumpliendo un ritual sagrado y ancestral. Estiraban la masa, la golpeaban, la envolvían, la amontonaban, sus cuerpos vigorosos se soltaban, se inclinaban, avanzaban y retrocedían. Balanceándose, sus brazos ondulantes iban y venían. Sus manos, expertas y firmes. Las voces sonaban en el aire caliente con euforia, atención y alegría. Cortaban la masa en trozos iguales, los giraban y giraban, con la palma y contra la mesa, los acomodaban en hileras, revoleaban lienzos, desplegados y certeros, cubrían los trozos, y el tablón completo listo a descansar. Otra vez los bollos, uno a uno los moldeaban rápido, convertidos en discos aéreos que lanzaban al tablón, arrimando uno junto a otro y…a cubrirlos de nuevo. Ese el momento. Sí, a hornear los panes. Deslizan lentos la palanca que eleva la negra puerta de hierro; brotan, crecen, las cautivantes llamaradas de los leños, crepitan las brasas y corre el humo junto a la bolsa mojada que arrastran para limpiar el eterno piso de piedra. Esa profunda caverna abovedada, ardiente, de anaranjados resplandores y fantásticas sombras, inunda el aire de calor, y un olor conocido, intenso, antiguo, de hogar que trae reflejos del pasado. Del feren de mi abuelo, de un feren de Alepo, pueblo donde nació mi padre.
Y llegan palas cargadas de panes, suben y bajan, entran y salen. Cerca de los leños los panes se agrandan, se inflan, se doran; humeantes cubren ya toda la mesa. Hasta allí camino con mi bolsita, y en árabe me pregunta - adesh jebez bdek. Regreso a casa, llevando el pan. Es noche de Shabat y será bendecido por mi papá…
(1) Rosquitas saladas / (2) semillas aromáticas y delicado sabor / (3) trigo candeal molido / (4) pimienta dualce / (5) albóndiga rellena / (6) variedad de chaucha / (7) día sagrado judío / (8) bombón oriental / (9) pasta dulce de maní.
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