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Es un hecho contrastado que durante largos períodos de tiempo, había en España más judíos que en parte alguna del mundo. Hay datos fehacientes que aseguran que después de la destrucción del Templo por Nabucodonosor, muchos vinieron desterrados a España. Años adelante, con el segundo desastre, cuando los ejércitos de Tito arrasan de nuevo Jerusalén y su Templo, España los recibe con los brazos abiertos.
En el año 303, los cristianos celebran un Concilio en la ciudad de Elvira, en un lugar cercano a la actual Granada. El objetivo fundamental de ese Concilio es impedir que se mezclen judíos y cristianos. Ese dato, junto a otros, demuestran que en los siglos IV, V, etc., las comunidades judías eran una parte muy importante de la población de España, por ellos llamada Sefarad. Sin embargo, hay algo que va a ser trascendental para la formación del llamado Siglo de Oro del Judaísmo Español.
A mediados del siglo X se produce un hecho de enorme trascendencia para el judaísmo en general y para los sefarditas en particular. Las grandes sedes del saber rabínico y profano que estaban en Babilonia se trasladaron a Córdoba. En el año 948 se instalan los gaones o rabbanim orientales, creando el Sanedrín de Medina al-Andalus. La historia es trascendental y romántica. Os la voy a contar.
Los centros intelectuales de Oriente estaban en franca decadencia. El poder económico de aquellas comunidades se había trasladado de lugar por los vaivenes normales, por tanto, el sostén pecuniario de las grandes academias era escaso y su situación precaria. La Academia de Pombeditáh estaba siendo mantenida por los judíos de El Cairo y Bagdad. Después del fallecimiento de su mecenas rabí Saadía, había dejado de ser tenida como centro del saber talmúdico a causa de la falta de recursos para su mantenimiento.
Después de siete siglos los habitantes de la aljama de Sura vieron con pena cómo desaparecía su Academia. Sus gaonim deciden embarcar con la intención de emigrar a Europa, para tratar de establecer la Academia en un lugar próspero. Deciden ir a Córdoba, la ciudad de los califas omeyas.
Embarcan hacia acá pero una gran tempestad en el Adriático los arroja a las costas italianas, donde caen en poder de Ebn-Rumahís, almirante de la Armada musulmana, y son tomados como esclavos por los marinos cordobeses. Rabbí Moisés Aben Hanoch, su esposa, que debía ser bellísima, y su hijo, iban en ese barco y son hechos esclavos.
En el camino de vuelta a Córdoba, Ebn-Rumahís se enamora de la mujer de Moisés Hannoch e intenta cohabitar con ella. La bella judía hacía oídos sordos a los requerimientos del marino cordobés. Pero eso, en un barco, esclava del almirante de la flota, delante de su esposo, gaonim de la Academia de Sura y de su hijo, era más de lo que podía soportar. Como Moisés era un gran talmudista, la esposa consultó a su marido si los que morían en el mar conseguían la resurrección de la carne. Le dijo que sí y la bella judía se arrojó al mar, muriendo mártir de la fidelidad a su marido.
Llegan a Córdoba padre e hijo desolados por la prisión y por la pérdida de esposa y madre y encima ven cómo sus captores los exponen en el mercado de los esclavos para su venta en pública subasta. La comunidad judía pagó el rescate de los viajeros, como era habitual en estos casos, sin sospechar que estaban comprado a unos sabios que elevarían a lo más alto el saber religioso y profano de al-Andalus. Una vez liberado, Moisés se unió a su nueva comunidad con humildad. Al fin y al cabo era un miserable cautivo que acababa de ser redimido gracias a la generosidad de la aljama cordobesa. En los primeros tiempos era considerado como uno más entre sus hermanos.
Un día de los que asistía a las sesiones de la escuela talmúdica, tuvo la suerte de escuchar a rabí Nathán, maestro y juez de aquella sinagoga. Estaba el maestro explicando unos pasajes del Talmud y les daba una interpretación diferente a la que él había recibido en la Academia de Sura, en la lejana Babilonia. Moisés escuchaba pacientemente las explicaciones de Nathan, aunque sintiera vivamente el deseo de contradecir lo que estaba oyendo y dar sus argumentos. Al fin no pudo resistir más tiempo callado y manifestó a rabí Nathan sus deseos de hablar.
Cuando Moisés recibió de Nathan la autorización para hablar, lo hizo con humildad, con modestia, de manera que entre su sabiduría y su forma de hablar se iba ganando la simpatía de los que le estaban escuchando y la admiración de Nathan.
Lo que en principio fue una agradable sorpresa para los asistentes se fue convirtiendo en admiración hasta el punto en que fue invitado a subir a su cátedra y dar desde allí las explicaciones sobre lo que se estaba debatiendo. Desde ese sitio consiguió hacer que sus razones convencieran a los asistentes ya que acababa de dar una lección magistral sobre la manera de interpretar el Talmud.
Nathan era un sabio, rabino y juez de la sinagoga cordobesa. Los judíos de aquella aljama le habían admirado hasta pensar que era una de las lumbreras del judaísmo. Al escuchar a Moisés comprendió que el recién llegado le superaba en sabiduría. Tras unos momentos de reflexión declaró solemnemente ante el Sanedrín de Medina al-Andalus que ya no sería el juez y maestro porque esos cargos los merecía Moisés, el antiguo discípulo de la Academia de Sura. La sinagoga aplaudió agradecida la decisión de Nathan y proclamó como juez y maestro de su aljama a rabbí Moisés aben Hanoch.
De esta manera la comunidad consiguió la supremacía intelectual sobre el judaísmo del mundo conocido. Porque en la sinagoga, Hanoch fue reconocido y considerado por su sabiduría e instaló en Córdoba la sede de las academias de Babilonia. Córdoba por esa razón va a ser centro del judaísmo mundial y a partir de entonces los judíos de todas partes vinieron a asentarse aquí, hasta hacer de Sefarad el centro más importante de la cultura de Occidente. A su sombra nacerán sabios, filósofos, poetas, médicos, talmudistas, como Negrella, Gabirol, ibn Ezra, Yehuda ha-Leví, Maimónides y otros.
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