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Se sentó en la cama, sobre la colcha azul bordada con arabescos que desde hacía tres días, había desdoblado sacándola del baúl donde guardaba casi todo el ajuar traído de Turquía y empezado a confeccionar desde sus ocho años. Trataba de buscar una posición cómoda. La cabeza apoyada sobre la pared descascarada hacia los bordes, fresca en ese enero uruguayo. Los pies, por fin libres de las medias oscuras, se balanceaban sin poder llegar al suelo; una de sus manos aferraba un caño del espaldar de bronce, mientras que con la otra jugaba con su gruesa cadena de oro, en la que brillaban cinco libras esterlinas engarzadas, oculta la mayor parte del día bajo su ropa.
Menos de un mes en ese país y la ilusión ya había dado lugar a la desesperanza. Con un movimiento brusco se calzó las chinelas y se acercó a la ventana. La luz del velador reflejaba el interior de la habitación y más allá de los árboles de la calle Duranzo no se divisaba otra cosa que el cielo encapotado, más claro en los bordes que anunciaban la cercanía del amanecer. Como todo los días, siguió recordando su jal, hasta que un nudo cerca del estómago, o en la boca del alma, según decía, la llevó a prepararse el café en su calentador de kerosén antes de las cinco de la mañana, aunque faltaban horas para que sonara la sirena de la fábrica donde trabajaba desde el lunes último.
Tenía que pensar lo que haría. Esa tarde, antes del comienzo del sábado debía tomar la decisión, dado que su suerte, evidentemente, no la había favorecido en ese viaje.
- Sultana, llegó letra de mi sobrino de la América - le dijo madame Bulikse - está haciendo buenas parás y penso que es la ventura tuya, dame un retrato que te ´stó viendo una janúm. A lo pronto, sé que tienes diez dedos, diez marafets.
Y así empezó todo. Su opción era irse de esa pequeña ciudad de la Tracia y buscar su mazal, o quedarse y trabajar ”por un comer”, dado que los hombres habían sido llevados a l´askierlik, aunque la mayoría de los judíos lograron emigrar.
Evocaba Sultana, en esa alba brumosa, no sólo las dudas y los problemas, sino las emociones hasta que, empujada por su familia y amigas, abordó el tren que la llevó a Estambul y por fin el gran barco que cruzó el océano, acompañada por un matrimonio que la hacía reír con sus cuentos e historias. Al llegar al puerto de Montevideo, el hombre que la esperaba no la recibió con flores. Ni siquiera se parecía al de la fotografía que ella había mirado cientos de veces y que seguramente había sido tomada hacía bastantes años. Sin embargo, como había prometido en las cartas, la llevó a la casa de unos parientes para alojarla y al otro día la pasó a buscar que conociera la cuidad y para arreglar la fecha de casamiento, como lo manda el Dió, y también para buscar un lugar adecuado dónde instalarse.
Pero el segundo encuentro no fue mejor que el de la llegada. No se sentía a gusto con él ni lograba una conversación agradable, y tampoco la atraía un cuerpo demasiado gordo que transpiraba y un rostro que hacía gestos que ella consideraba groseros. Pasó una semana y su arrepentimiento por haber viajado aumentaba. Entonces, con una valentía inusual para la época, buscó un hotel y se mudó, llevándose todas sus pertenencias y dejando un papel explicando lo que sentía. Al poco tiempo, más tranquila y segura, se acercó a un comercio de un conocido de Turquía y pudo conseguir trabajo de obrera, cosiendo o bordando las terminaciones de manteles y sábanas.
Pero, Sultana no había llegado a la América para estar sola en una pieza y esa noche, despierta y acomodándose de mil maneras en su cama de bronce, pudo decidir que por fin vendería sus oros para comprar un pasaje a Turquía, aunque tuviera que soportar las burlas y reproches de sus conocidos. Entonces, ya con el alma más serena, escuchó el pregón del lechero y los cantos de los pajaritos que anidaban en los altos de la calle Duranzo, la angustia mas fuerte había pasado, ahora dormiría unas horas antes de ir a la fábrica para cobrar lo que le correspondía. Pero esta es una historia real y por tanto es muy posible una entrada en lo maravilloso. Antes de acostarse, apoyó la cabeza cerca de la ventana abierta y desde la pieza contigua unos murmullos aumentaron y se convirtieron en voces.
- Ayde, apuraté, menea las pachas, mos iremos a la mar, Atlántida, antes que no quede, menéa, a durmir vinimos? Ayde, vo a ir a dicir que mos den café y leche.
Sultana se acercó y las palabricas llegaron más fuerte, y comenzó sin advertirlo un llanto silencioso y de alegría, sus ojos vieron la tierra en que nació, sus oídos la escucharon, su nariz la olió y por supuesto, todo su cuerpo logró tocarla.
- Ayde bodoque, paylabán, me va a ir sola a darme baños en la mar.
La mujer de nuestra historia tomó un bolso, guardó un traje de baño de los años veinte, otras pocas cosas y bajó corriendo al comedor. Al rato, se sentaron los de la habitación de donde llegaron las oportunas palabricas, una judía que vivía en Buenos Aires, con su hijo argentino, excelente príncipe que no solo se enamoró de Sultana al oírle referir su aventura antes de llegar a Atlántida, y que no se transformó en sapo, la trajo a este país, la desposó con una gran fiesta viviendo después ricos y felices. Por último aseguró mi informante, y sabemos que muchas veces cuentan lo que les conviene, el collar de su abuela está bien guardado en la caja de seguridad de un banco, logrando salvarse por segunda vez, en la crisis financiera del año dos mil uno.
Letra: carta / Jal: problema grande / Paras: dinero / Janum: mujer bella, generalmente rolliza / Mazal: suerte / Marafets: maravillas / Dió: Dios / Bodoque, paylaban: insulto por haragán o tonto / Menea las panchas: mueve las piernas / L´askierlik: servicio militar turco, largo y peligroso por las guerras. / Ayde!: exclamación turca.
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