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Elías deslizaba sus menudos pies descalzos por las callejuelas de Esmirna, pies percudidos por no calzados largo tiempo, pero Elías reía, siempre, reía, intocada su esencia por tanta adversidad. La guerra del 14, aquella desgraciada mal llamada 1º primera guerra mundial, las bombas y las hambrunas no habían logrado ponerle grisura en el alma, y mucho menos arrancarle la sonrisa.
Rosa, su madre , sin embargo envejecía prematuramente, deglutiendo tanto dolor y tanta miseria y para colmo rodeada de hijos pequeños y con su marido en chile haciendo la América, totalmente ajeno a todo.
Pero así eran las cosas, la guerra y el dinero que no podía llegar y toda clase de necesidades y de vejaciones, el hambre mordiendo el estómago, la impotencia mordiendo el alma.
Una vez Elias vio llorar a su madre, quien reclamaba al cielo que su marido tuviera que pasar por algo similar y además solo, corriendo bajo lluvias de fuego, los proyectiles y las sirenas escupiendo espanto y los pequeños dependiendo solamente de sus fuerzas, de a ratos melladas por el infortunio. Desde sus cuatro adultos años, Elías le prometió que en América le compraría un sombrero, el mejor y le pidió que no llorara más, las tropas en una de sus tropelías descubrieron en sus orejas unos aritos, y presumiendo que tuvieran algún valor, se los arrancaron, desgarrándolas para siempre .
Así fue por la vida Rosa, allá por el 14, sufriendo en silencio y sin odios, a pesar de su analfabetismo era una sabia de la vida y callaba guardando las palabras para ocasiones memorables, palabras que cuando pronunciadas eran justas sentencias: "todas las cosas no son para todas las bocas" "todos no lloran ni ríen al mismo tiempo", o " iyos criar, es fierro mashcar". La casa sucumbió en un bombardeo y después vinieron las pestes, todos cayeron ante la fiebre tifoidea, el hambre, la falta de agua, pero Elías nunca dejo de sonreír. Elías siempre creyó, siempre que del otro lado del inconmensurable mundo lo esperaría una vida mejor, eso los mantuvo vivos.
Un día como si todo fuera poco, los gitanos de una tribu kurda secuestraron al hijo mas pequeño (Moisés) y Rosa, dejando a los otros con una compañera de desgracia fue a lomo de mula y lo rescató, piojoso y enjuto quien diría que años después, en la flor de la vida y en la abundancia de la Argentina volverían a llevárselo, pero esta vez las alas de la muerte.
Pobre Rosa, mujer sefardí, abnegada madre, pobre, a los cuarenta años tenía el pelo totalmente blanco. Cuando la guerra terminó y llegó el primer giro los embarcaron como bestias apiñadas con rumbo a América. Cualquier cosa parecía mejor que lo vivido y además la esperanza, esa mariposa volando en el medio del pecho. En el barco Elías ,que era un chico buscavidas ,a fuerza de ser sobreviviente, ganó la simpatía de la gente de la cocina pelando papas y alegrando a los tripulantes con sus permanentes chácharas.
De vez en cuando conseguía una ración extra para Rosa y así experimentaba algo parecido a la felicidad, siendo por un instante proveedor de su madre y siempre con esa promesa latiendo en el pecho acercándose cada vez más, América. Durante los cuatro años que duró la guerra anduvieron descalzos, piojosos, desnutridos. Alguna vez encontraban en una casa en pie (siempre las hay aun en medio del desastre), alguna fruta podrida en la basura, la rescataban y la comían como si fuera una golosina maravillosa que el cielo les ponía en el camino.
De ahí que Elías siempre amó las frutas, y cada verano y cada invierno mirando los frutos nuevos con unción, decía una frase extraña que recién de adulta y de madura pude decodificar, "shejimanu vekimanu vehiguanu la zman aze" (*) pero que estaba incorporada a mi vida desde temprana edad , aun desde lo gestual. Yo sabia que bendecía a Dios cuando la decía y que las frutas encerraban una historia de vida y que debíamos amarlas y bendecirlas.
El barco de inmigrantes hizo una escala en Nápoles y entre los gritos de los estibadores y las faenas populares, con el primer giro, después de tanto tiempo le compraron un par de zuecos, que arrastraba enloquecido de alegría, aunque sintiendo con rareza la limitación de sus pieshasta entonces libres, estaba calzado por primera vez. Los miraba una vez y otra, otra zapateando en el suelo para que el ruido le asegurara que eran de verdad, que eran una verdadera posesión, dulce, Elías chico, dulce hombre que fuiste a pesar de todos los pesares cuando llegaron al puerto de Buenos Aires los esperaban parientes. que los llevaron a comprar ropa decente a Gath y Chaves, el brillo que entonces tenia la gran ciudad los encegueció, Elías no se reconocía en los espejos que le devolvían una imagen pulcra y graciosa.
Allí principiaba otra etapa, de las tantas interesantes y casi increíbles que jalonaron su vida, porque esta historia recién comienza a ser contada la historia de Elías, al que la vida permitió volver muchas veces a Nápoles y comprar cada vez, como desagravio, a sus infantiles y pequeños pies desnudos el más bello par de zapatos que pudiera encontrar.
A los lectores que han llegado hasta aquí conmigo, quiero decirles que esta historia, como la de tantos otros inmigrantes es verídica y por eso tan sentida, porque ¿saben? Elías fue mi padre.
(*) bendición en hebreo.
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