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Dicen que al arroyo Maldonado, lo van a entubar pronto. Dejará de ser ese hilo de agua más sucio, comentan.
Desde que era un recién llegado, a Mushico le agradaba llegar hasta su orilla y mirar su curso escaso y transparente, rodeado de arbustos verdes, desprolijos, salvajes, de los que trataba de deducir figuras como hacía a veces cuando observaba las nubes. Las industrias, que ya eran muchas, arrojaban sus suciedades a las aguas, como si nadie las viera y así lo arruinaron definitivamente. Le hicieron perder la brillantez de los veranos.
Pero el Maldonado sabía tomarse sus revanchas, cuando se sentía herido, actuando como un compadrito ofendido, aprovechaba los días de lluvia torrencial, se cargaba bien de agua, se hinchaba hasta reventar y por sus orillas inundaba a uno y otro lado, impidiendo ser cruzado por varias horas. Así aprendían a respetarlo, avisaba a los humanos que estaba allí. En esos días, el barrio de la Chacarita, quedaba allá y los de Villa Crespo de este lado, se decía. A Mushico, la inundación no lo preocupaba como a los demás, él sabía que ese día no podría trabajar, todo el mundo comentaba el fenómeno, hasta salía en la primera página del diario. Aprovechaba para visitar a sus paisanos de Esmirna, que ahora estaban juntos en este barrio de Buenos Aires, pasaba por la sinagoga a pesar de ser un día de semana. A menudo, al ingresar al enorme salón, descubría a alguien nuevo, recién llegado de Turquía, y le pedía noticias de Karatash, su antiguo barrio frente a la infinita bahía. El puerto de Buenos Aires, no era parecido a ese mar de agua, le resultaba recto, muy recto, aunque por sus medidas no era pequeño. En cambio al Maldonado le perdonaba su tamaño, a pesar que era sólo un arroyo, lo quería mucho y lo respetaba, quizá porque fue lo primero que visitó al llegar al barrio, se sentaba los sábados en la orilla, a comer algún dulce y recordar. Le hablaba desde allí, a su madre y a sus hermanas, a quienes extrañó durante años, hasta que pudo reunir el dinero suficiente para los pasajes.
En 1920 Villa Crespo tenía muchas casas, fábricas y talleres. El gallego de la habitación vecina, le contó que su padre había llegado por 1890, cuando recién empezaron a llamar al barrio por el nombre del Intendente Crespo, campos y campos vacíos y alguna casita, campos y campos vacíos y la fábrica de calzado. Él caminaba por Triunvirato adoquinado y Canning empedrado, viendo a los cientos de obreros cuando salían de trabajar.
Pero hacía ya diez años que había llegado aquí, recordaba Mushico, y en ese tiempo, el progreso le regaló casi otra Buenos Aires. Si hasta Villa Crespo parece otro barrio. A él le atraía el progreso, las líneas de ómnibus nuevas, las construcciones flamantes, pero no sabía si le agradaba un progreso como ese, llevar al Maldonado bajo una calle, ser pisado por los carros de los vendedores que cada vez eran menos porque los vehículos a motor crecían y crecían.
Imposible pensar que sus aguas irán corriendo bajo la tierra, inadmisible. Sus ojos turbios de recuerdos miraron hacia lo alto, como si una enorme pantalla como la del cine Mitre apareciera para mostrarle las imágenes de sus pensamientos. No dudaba que lo extrañaría como a la bahía de Izmir, cuando el barco se iba alejando y desde la baranda le decía adiós, sabiendo que no volvería a bañarse en las aguas de su orilla.
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