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Los rayos del sol de principios de primavera llegaban encendidos a través de la ventana, hiriendo mis pupilas. No tenía que levantarme aún, porque iba al colegio por la tarde, pero los ruidos del ir y venir de mi abuela, mi madre y mi tía me incitaron a observarlas para averiguar que hacían desde tan temprano. La casa parecía nevada, sábanas blancas cubrían la cama de la habitación grande, la mesa del comedor y la tapa superior del trinchante, todo blanco, incluso el piso de madera espolvoreado de harina derramada. Una extensa masa seca, fina como papel, estaba posada capa sobre capa sobre cualquier superficie disponible, las mujeres iban apilando. Sabía lo que vendría después, mis intentos de robar trozos de la baklavá ya lista, cortada en rombos, y ellas me correrían para reprenderme.
La cocina comenzaba a despedir aromas, la primera horneada de baklavá estaba por salir Así, el ruidoso despertar había valido la pena, la masa fila se rellenaba de nuez y se embebía en almíbar. Roshaná estaba cerca, y para el año nuevo judío estos preparativos empezaban tres o cuatro días antes y mi abuelo y papá ya habían sacado de sus bolsitas los talet con que se cubrirían en la sinagoga en las fiestas, guardados junto a los libros en hebreo. Recordé que llegarían los saludos en ladino, las vestimentas elegantes, los sombreros de hombre retirados de sus cajas cilíndricas de cartón, que me dejarían vestir por un rato, y la gente que aparecía una vez al año. Leshaná Tová, siempre en fiestas, cafés alegres, sin mankura de dinguno, dirían una y otra vez llenando de buenos deseos a parientes y amigos.
El sol ya me irritaba la vista y decidí levantarme, mi mujer podía dormir con la cortina descorrida y todo el ruido que quisiera hacer a su alrededor, pero era yo el que tenía apuro. ¿Cuántos minutos estuve recordando ese día de infancia, cuando la primavera comienza a cubrir de brotes los plátanos del barrio?, yo ya no vivo en aquel Villa Crespo sefaradí. Debía vestirme rápido, mi tío, el último que me quedaba, esta internado en una clínica y prometí verlo. Sus casi noventa años no le impedían tener recuerdos claros y revivirlos con alegría. Yo deseaba que los médicos le permitieran volver a su casa, iba decidido a convencerlos que el hogar es una de las mejores terapias.
Di un beso a mi esposa, y ella, con un reflejo inconsciente me lo retribuyó tomándome del cuello, y salí al palier inmediatamente; pero al llegar al ascensor me detuve, busqué las llaves y regresé al departamento. Me subí a una silla, en el cuarto de servicio y comencé a remover paquetes que hacía años no revisaba. Uno de ellos, contenía varios libros hebreos y dos talets que habían sido de mi padre; libros como los del sueño de hacía una rato, a la muerte de él quise conservarlos. Aunque nunca practiqué la religión, esos objetos eran más que libros rituales, eran mis sagrados recuerdos de infancia. Los coloqué en una bolsa y me apresuré al auto. Mi tío se pondría ansioso si no llegaba con puntualidad a la clínica.
Los médicos tienen sus propios códigos, una sabiduría y conceptos que nunca alcanzarán a convencerme, pero mis argumentos salieron triunfales. Podía llevarme al paciente, me dijo, aunque su salud no es buena (dichosa la novedad, a los noventa años). Tío no aceptó ayuda para vestirse, su rostro demacrado se veía alegre. Al llegar al coche comencé a contarle mi sueño de esta mañana, al describir los muebles cubiertos con sábanas y masa fila, sus ojos se entornaron ligeramente y se orientaron hacia arriba, veía su propia película, que su mente rebobinaba. Luego siguieron momentos de silencio, de tráfico intenso y de reflexión.
Al llegar a su domicilio, no quise bajar del auto, el tío también permaneció sentado a mi lado, continuábamos guardando silencio hasta que él me preguntó por las indicaciones del médico, sabía que su salud estaba en extremo resentida. Mi respuesta fue invitarlo a pasar unos días casa. Mi hijo ya vive solo, le dije, hay una habitación disponible, vacía, sin gen i sin gracia porque nadie la usa, agregué en un judeoespañol espontáneo que aún no se de donde salió, no me hagas insistir. Roshaná debe estar cerca y si no aceptas, para mi será otro fin de año judío que pasaré sin darme cuenta. Te prometo que hago una fiesta y tu leerás en hebreo, sos el único que puede hacerlo, y debo alguna vez mostrarle a mi hijo como se usaba el talet, nunca recibió educación judía. Mi propuesta tuvo buena acogida, encendí el motor y enfilé a casa. Con una llamada a mi esposa desde el celular, la puse al tanto de mi repentina decisión.
Preguntando, me enteré que Rosha ashaná, el año nuevo hebreo, se celebraba dos días más tarde. Mi esposa encargó comidas tradicionales sefardíes que el tío probó una a una y gozando con sus sabores, aseguró que la mano de esta cocinera era parecida a la de su finada esposa, la tía Bula. Más allá de las prohibiciones del médico, no se privó de comida ni de bebida alguna. La sorpresa fue una bandeja de baklavá que de alguna manera era como las que preparaban en mi sueño las tres mujeres. Mi hijo pudo participar por primera vez, de adulto, de una ceremonia casera junto a un verdadero judío sefardí leyendo en hebreo con ese sabor oriental y un talet sobre su hombro. Esa noche, el tío contaba con ademanes historias y recuerdos familiares. Fue el regalo más hermoso que pudo hacernos y también el último, pues falleció tranquilo en nuestro sillón, tres días después, bebiendo un vasito de rakí , ese anís seco oriental que tanto le gustaba.
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