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El fuerte sonido del hebreo dejaba lugar al melodioso latín que, junto al grave castellano, se mezclaba en su cabeza; trenzando los recuerdos del día anterior. Ya amanecía. Las torres cónicas del Alcázar atravesaban una claridad brumosa. El río Eresma surgía de la noche con un tono plateado.
No se veía a nadie subiendo la cuesta, solo el bulto más oscuro de un burro, medio oculto por las piedras. Tampoco se escuchaban sonidos desacostumbrados ni ruidos metálicos, pero distinguió el tintineo de los cencerros y el llamado de los pastores que preparaban los rebaños.
En la difusa luz del alba, llegada de su hogar el resplandor de una vela que se consumía y agrandaba la sombra de un candelabro, proyectada en la pared gris, desde donde dominaba la sala un crucifijo de metal. Gonzalo abandonó por un momento su escondite, situado entre una peña pelada y el grupo de olmos. Al acercarse a su casa lo tranquilizó el ronquido de su padre. Recogió los restos de comida, y luego guardó en el escondite del techo de pizarra los elementos de culto, utilizados por su progenitor durante la noche.
Al soplar la candela, un hilo de humo alcanzó el retrato de Doña Luna, su madre, muerta por un enfriamiento la primavera pasada. Luego de lavarse y beber de un cuenco con leche y pan desmigajado se cambió la camisa antes de trabar la puerta para ir en busca de las ovejas. El perro lo seguía, pero él, de mal humor, lo alejaba tirándole guijarros.
Ya lista su salida, empuñó una gruesa rama de alerce, pero al llegar a la cuesta no se decidía a descender, apoyando la espalda en su árbol preferido. Ahora ya se divisaban los campanarios de las iglesias, los cuadrados adustos de los monasterios y a lo lejos, el Acueducto que se recostaba, como una víbora sin fin, perpendicular a la carretera por donde su hermano se había marchado, ya hacía tres años, a estudiar a Valladolid. Ay, si él pudiera abandonar a su padre! Se pondría a las órdenes de algún duque o conde, aprendería buenos maneras para dirigirse a las damas, sería un maestro en esgrima, vería el mundo más allá de esas áridas montañas que cerraban su horizonte.
El cansancio llegó de a poco, y tuvo que sentarse. Un pálido sol otoñal atravesó las nubes y dio sobre el cementerio, camino a Soria. Ya podía dominar, desde esa mansión tan bien situada, el movimiento de casi toda la ciudad. Pero, sólo vivía en ella su padre y una criada vieja, a quien le costaba caminar. Su pensamiento volvió a la Iglesia de San Esteban, al día domingo. Aspiraba el incienso, veía las finas mantillas de las mujeres, los jubones almidonados de los caballeros, los bronces bruñidos, los mármoles de diversos colores y la pompa del clero. Una puntada en el estómago le hizo recordar lo sucedido. Había comulgado y la ceremonia llegó a su interior, tocando su alma con un sentimiento de unión con la Divinidad, de piedad por el mundo. Su amigo Manuel lo esperaba en la Plaza de los Huertos; no había podido recibir la hostia consagrada, por no cumplir las penitencias impuestas. Pero él, en cambio, estaba lleno de gozo, en estado de Gracia.
Caminaron como de costumbre hacia las murallas, para poder conversar. Pero, ¿Cómo empezó a contar todo lo que no debía referir por nada ni a nadie, las historias y los secretos que otorgaban un poder ilimitado contra su familia?
- Eres mi mejor amigo, puedes confiar, me batiría por ti y además tenemos planeado ir algún día juntos cabalgando hasta el mar.
Al escuchar esas palabras, Gonzalo habló de sus orígenes, de las ceremonias ocultas, de las frases dichas a media voz, de los gestos de doble sentido, refirió las enfermedades simuladas y las cartas ambiguas hasta que miró el rostro de Manuel, descompuesto por el miedo y el asombro. Ahora, una fuerte voz de mujer lo sacó de su sopor.
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