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Comenzar un relato sobre Pesaj tiene para mí la evocación de interminables y cálidas escenas con la familia grande, plena de afectos, de música, colores y sabores celebrando esta fiesta. Las dos noches de seder pasábamos en la casa del abuelo. Allí, en la gran mesa del vestíbulo donde el enorme espejo de pesado marco dorado duplicaba la multitudinaria cena. Ese espejo que la abuela Frida había elegido para inaugurar su casa y el abuelo Saúl conservó muchos años. Lo reflejaba orgulloso y sonriente, junto a la familia, sentado en la cabecera con hijos y nietos, yernos y nueras, en esa mesa colmada de jarras de vino, vasos y copas de todo tamaño y color, en el centro, elevada sobre el mortero de bronce, la bandeja del ceder con los alimentos que simbolizan nuestro amargo tiempo de esclavitud en Egipto y el largo viaje por el desierto. Multiplicando en el recuerdo los ecos de aquellas preguntas y las típicas canciones de la esperada cena.
Aunque celebrábamos allí, en cada casa cumplíamos con los rituales de orden y limpieza que esta festividad exige, evitando que cualquier alimento jametz permanezca en un olvidado rincón… ninguna miga de pan, ningún resto de harina. Para realzar esa pureza era costumbre en las familias sefaradíes encalar la cocina, tal vez el patio y organizar la vajilla especial de Pésaj que teníamos reservada. Algunas veces se compraban vasos nuevos, otras se agregaba alguna fuente o sartén.
Días enteros se dedicaban a cortinas y tapetes que lavaban y planchaban, almidonados y brillantes con los efectos de las cristalinas y frágiles láminas de cola de pescado que a mí me tocaba comprar en la farmacia de la esquina. Dejábamos las persianas limpias, los vidrios relucientes, los cubiertos pulidos a nuevo y las copas del juego que celosamente guardaban en la vitrina las repasábamos una a una con un paño embebido en alcohol.
El ritual más esperado, que tenía para mí un color especial, un misterio de alquimia con destello propio, era el dedicado a la vajilla que no era exclusiva de Pesaj. Yo buscaba lo imprescindible para esa ceremonia: unas piedritas de canto rodado. Deambulaba por el barrio hasta encontrar una de esas veredas en la que tropezaba con una montaña de esas piedras y allí, entretenida con la variedad, las elegía en distintas formas y colores. Cuando llegaba a casa mi mamá las echaba sobre el brasero encendido y cuando ya estaban enrojecidas, recogiendo con el mel-at una a una las sumergía en la olla de agua hirviendo en cuyo fondo esperaban los enseres cotidianos, de esa forma los convertía en aptos. ¡Cómo me gustaba ver el humo y el ruidito que estas producían al echarlas en el agua! Con la espumadera las sacaba lentamente y …casher le Pesaj… Las servilletas y manteles estaban listos, limpios y duritos de la última fiesta.
Todavía faltaba una supervisión. La noche anterior a la cena en que celebrábamos el legendario camino a la libertad, mi padre dirigía con entusiasmo un juego con nosotros, la búsqueda de un trozo de pan que previamente escondíamos debajo de algún mueble. Entonces el se cubría la cabeza con su kippá, tomaba una vela encendida en una mano y en la otra su libro de rezos. Detrás íbamos los más pequeños, mientras mamá levantaba alfombras, corría sillas, abría puertas, recorriendo cada espacio revisando que la casa estuviera libre de jametz, así investigaba el modo de limpieza, hasta encontrar ese platito con el trozo de pan que habíamos escondido. Entonces su aprobación nos esperaba reunidos en el patio, atentos a su sonrisa que esbozaba para decir: muy bien, todo está libre de jametz, la fiesta ya está en casa.
Seder: orden, cena ritual de Pesaj / Jametz: alimentos con harina o fermentos / Mel-at pinza metálica para las brasas / Kippá:
pequeña gorra para cubrirse la cabeza al rezar o ingresar a una sinagoga.
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