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Janucá llega en diciembre, cuando muchos de nuestros vecinos se preparaban para la Navidad, adornando los arbolitos con cintas rojas y verdes, una estrella en la punta y nunca supe cómo, sosteniendo en el extremo de cada rama, unas velitas de colores, iguales a las que me mandaban a comprar en el almacén del barrio, para encender las nuestras de Janucá. Eso era algo que compartíamos con mis vecinos.
En casa, para ese entonces, no teníamos una janukiá, precioso objeto de plata o de bronce, con siete porta-velas en hilera y otro algo más elevado, “el custodio”, que se enciende primero, no, nosotros no teníamos una janukiá. En mi familia usábamos la fuente ovalada de loza blanca que mamá tenía en su cocina. Nuestro ritual consistía en ubicar en el lado izquierdo de la puerta del comedor una silla de junco sobre la que apoyábamos la fuente con las velitas. Las afirmábamos pasando por su base la llama del fósforo y así, agregábamos una por día, alternando los colores hasta la octava noche en que quedaba algo parecido a una torta de cumpleaños.
Le avisábamos a papá que todo estaba listo y él llegaba, con su cabeza cubierta con la kippá, con el mezjaf (1) en una mano y en la otra una velita encendida; se inclinaba sobre esa fuente y rezaba en voz muy baja mientras encendía la primera y con su mano firme invitaba a mamá a encender la segunda, luego ella con cuidado nos ayudaba a encenderlas a los más pequeños, privilegiados en esta ceremonia. Y así noche a noche, agregando una vela cada día, llegábamos a la octava en que toda la familia tenía la oportunidad de encender una.
Yo me quedaba junto a esa “tradicional silla”, sentada en el umbral de la puerta que daba al patio, bajo su frondosa parra que refrescaba el atardecer de nuestros calurosos veranos. Desde ese lugar admiraba el ritual, fascinada y provocando el movimiento de las llamas cuando apenas las soplaba, observaba cómo desprendían un poquito de humo, se alargaban, se juntaban, producían inquietantes sombras en el patio, como una atractiva y temible danza que la luna y las estrellas alumbraban. Las velitas se derretían lentamente, formando sorprendentes dibujos en la fuente, se mezclaban los colores y yo adivinaba formas, un río azulado, un pececito, un árbol, una muñeca. ¡Cuánto tiempo permanecían encendidas!. Los más pequeños, esperábamos somnolientos, en nuestro juego de adivinar la velita que duraría más tiempo encendida y pensando a quién se le cumpliría primero su deseo.
Hasta entonces sólo sabía eso, años después aprendí que es la fiesta de las luminarias, en recuerdo a la victoria que logró un grupo de Jashmonaim, nombre de la familia de los Macabeos, frente al poderoso ejército griego, en los tiempos del Segundo Templo, cuando intentaban aniquilar la fe del pueblo judío, anular sus preceptos e introducir su cultura idólatra. No lo lograron, ese puñado de valientes levantó una revuelta y congregó a más hombres que habían mantenido su fe y pudieron vencer a las huestes griegas. La pequeña y única vasija de aceite hallada en el Templo, cuando regresaron triunfantes, iluminó el candelabro durante ocho días en lugar de uno como era habitual. Fue el triunfo de la luz sobre la oscuridad, de la fe sobre la idolatría.
Hoy, que conozco esta historia, me enredo en escenas tan lejanas donde me llevan mis recuerdos, de esa semana en que disfrutaba con las formas y colores, soñando el deseo cumplido, mientras esperaba las etaief (2), deliciosas masitas que preparábamos especialmente en la tarde de ese viernes y que emergían brillantes del plato con almíbar, que endulzaba nuestra infancia e impregnó mi memoria.
(1)Libro de oraciones (del árabe), sefaradí de Alepo / (2) Dulce típico oriental, en forma de empanada, rellena con nuez..
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