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Era un día muy lluvioso de otoño y yo había decidido, simbólicamente, establecer por dos o tres horas mi escritorio en una antigua confitería del centro, disfrutando cerca de la máquina express, del aroma a café. Buenos Aires no detenía su ritmo pese a la tormenta. Una mano sobre mi hombro me hizo levantar la vista del libro, era un antiguo profesor de la Facultad de Medicina. Lo invité a compartir la mesa e inevitablemente preguntó por mi desempeño al finalizar la especialidad. Ahora, recién unos días después de ese encuentro logro aceptar con una sonrisa, sus últimas palabras.
Izjakito (mi tío) se había herido en la mejilla, contaba frecuentemente mi abuela, una herida que se hizo al caer de una silla en la que se hamacaba. Lo curaron en varias oportunidades sin éxito. Una última vez, lo vio un profesor llegado de Estambul, pero sin resultados perdurables. En esa primera década del siglo XX, la ciudad de Izmir comenzaba a modernizarse, los conocimientos científicos y artísticos de la Europa Occidental iban penetrando en la cerrada trama medio-oriental de esa región turca.
Al tiempo, Izjakito se quejaba de la infección que nuevamente aparecía en su mejilla derecha, haciendo la herida tan visible. El agua verde que ella le preparaba y aplicaba con un suave paño, apenas calmaba su picazón, contaba mi abuela, reviviendo en ese momento la impotencia que la había invadido décadas atrás. Yo con mis ojos de niño, muy abiertos por la sorpresa de conocer una historia que incluía a mi tío cuando era tan niño como yo, en una región tan alejada de mi Buenos Aires, la escuchaba con atención, “i no había dingún dotor ke lo kurara Luiziko...” continuaba haciendo pausas que agregaban misterio, hoy admiro su estilo narrativo, su manera de atrapar mi atención infantil para trasmitirme estas pequeñas historias familiares que de otra manera, se hubieran perdido en el olvido.
La herida de Izjakito no cerraba, mi abuela decidió consultar con algunas vecinas turcas de las cercanías, la más vieja de todas propuso su solución, consultar con Youssuf, pedirle una visita. El anciano tenía renombre como curador en Karatash, el barrio de los judíos y los alrededores, era conocido también en Urlá, Aydín y otras poblaciones pequeñas cercanas a Izmir, de donde venían a veces en arabá y carros de dos caballos para buscarlo con desesperación. Y Masaltó, mi abuela no dudó un instante, no quiso consultar a su marido, no reveló la intención a sus amigas, sólo atinó a tomar el ascensor que la dejaba en lo alto de la montaña y caminar hasta lo del musiú. Allí, hablando un turco casi impecable, le rogó que visitara a su hijo; el anciano respondió que iría después del rezo de media mañana.
No recuerdo cuántos agregados más tenía la historia en boca de mi abuela, pero nunca olvido la imagen creada en mi mente infantil de un anciano con fez, subiendo escaleras para llegar a casa de mi abuela, aunque posiblemente vivía en una planta baja. Comenzó a caminar alrededor de Izjakito, mi tío, haciendo pasar por sus dedos cuenta por cuenta la sharta, esa especie de rosario musulmán, mientras rezaba. Mi abuela, lo observaba a distancia y al finalizar..., ella interrumpía para hacerme la misma pregunta ¿sabes lo que le metió en la cara, Luiziko?, yo me guardaba la conocida respuesta para escucharla de su boca. ¡Una narandja pudrida, toda vedre! Y con tono de sorpresa, afirmaba: ¡i ansí se kuró!. Palabra a palabra me transmitió su lengua sin pretender que la memorizara, palabra a palabra también me contó las historias que conformarían el único testimonio del pasado familiar. Por eso, unos días después de ese encuentro en un café del centro, logré aceptar con una sonrisa, las últimas palabras de mi viejo profesor.
Qué lástima, usted prometía ser un excelente especialista Luis, yo aposté a su incorporación en nuestro equipo del hospital, sus notas atestiguaban mis esperanzas, qué lástima. Y sin disimular su contrariedad por mis confesiones dijo: ¿de dónde sacó usted que con homeopatía, acupuntura y esa medicina...alternativa...?, dijo haciendo un silencio como temiendo que el término lo contagie. Qué lástima, dijo, para cerrar una oración que no pensaba concluir y se fue.
¿Cómo decirle que ese curador turco aplicó a mi tío, penicilina casera, antes que Occidente la “descubriera”?, ¿cómo le explicaba al anciano doctor, que la curación de Izjakito nunca se hubiera permitido publicar en las revistas especializadas de Occidente?. Por eso, unos días después del encuentro en ese Café del centro, logré aceptar con una sonrisa, las últimas palabras de mi viejo profesor de medicina, sin dudar de la especialidad que como médico yo había elegido.
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