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Caminaba erráticamente por la avenida Corrientes, cualquiera diría que estaba dudando en comprar o no algún modelo de calzado de tenis exhibido en la vidriera. Por mi cabeza rondaba una idea descabellada, hacía sólo dos días que habían demolido el antiguo café Izmir, de la calle Gurruchaga. Los trozos de ladrillos que los obreros no cargaron en el contenedor, formaban una ridícula alfombra parda sobre los pisos de los patios y llenaban los huecos, bajo la madera de las habitaciones. Allí decenas de años atrás, vivieron mis abuelos al llegar de Turquía, si bien mi padre murió cuando yo era casi niño, ellos vivieron muchos años más y como compensación del cielo pudieron hacer de mí un artista y trasmitirnos la historia familiar, a mí y a mi hermana.
El café Izmir era un bar cualquiera que un sefaradí como mis abuelos compró, para que sus paisanos pudieran reunirse a charlar, jugar al table, comer y escuchar música. Mi abuelo contaba que la música hecha por tanyedores árabes griegos y armenios, se sentía desde lejos. Ellos, en las habitaciones del fondo, no podían dormir, entonces en verano se sentaban en el patio y bailaban “a la turca”. Con sus casi cien años, mi abuelo que vivió hasta hace poco, repetía esta historia y levantaba sus brazos como intentando revivir esas danzas.
Es difícil decidirse a ingresar en una propiedad ajena, corriendo el riesgo de ser detenido por intruso. Pero necesitaba entrar, recorrer la huella donde estaban las habitaciones de mis abuelos, donde transcurrieron las innumerables historias que me contaba de chico, a poco de perder a mi padre. Quizá por eso, quedaron tan fijados en mi memoria los personajes y sus palabras. Nunca me llegó a decir cuál de estos cuartos era el de ellos durante más de veinte años, pero da igual, los patios, la pequeña cocina del fondo y el único baño eran de todos. Comencé a caminar hacia la calle Gurruchaga, la presencia de esa improvisada valla de madera me hizo decidir. Un fuerte tirón y estuve adentro.
Cada paso un recuerdo, como si yo hubiese vivido aquí. Lo derrocaron y lo hicieron tarlá, como si el abuelo me hablara desde arriba. ¿Cómo podría traducir tarlá? Miraló Bojorico, como me llamaba por ser el mayor, así se llamaba también él, se me iena de angusia la boca del alma, aunque es a mi a quien se le están retorciendo las tripas por saber que la historia de los míos se redujo a una capa de escombros. Traspasando esto, que pudo ser el local, deben haber estado las habitaciones, es difícil imaginar la casa que una vez hubo aquí. No se si estoy caminando lentamente, por pisar sobre seguro, o es la máxima velocidad que mi estado anímico me permite.
Entrar al pasado produce angustia y curiosidad. ¿Esa será quizá, la sensación de nuestro cuerpo al teletransportarnos?. La gente imagina que cuando se descubran máquinas para viajar al pasado, se podrá convivir con los que ya murieron. Yo tengo ahora junto a mí al abuelo, con sus acciones y hasta sus palabras. Cudiado Bojorico, cudiado no te vaigas a caer Bojorico, Eliáo Naví que te acompañe. Siempre era “Eliao Naví” el que me acompañaba, “Elías el profeta” iba y venía del cielo para asisitir a los hijos sefaradíes que salían a trabajar o a los chicos que iban al colegio. Eliao Naví que te acompañe, salú y vida que tengas, el Dió que te guadre y bendiciones como estas retornan a mí, para indicarme dónde pisar.
A pesar que la demolición parecía haber sido hecha a las apuradas, no quedó una sola pared en pie, sólo revoques con trozos de un viejo empapelado, grandes manchones rosa y celeste intenso, huellas de vidas pasadas, ni una imagen, ni una palabra escrita en esos paramentos sordomudos. Caminaba buscando el recuerdo tras cada cascote de ladrillo, algo quediga que allí estuvieron mis abuelos, Ermá Sunjá la encargada, doña Luna la enfermera y también Abraham que era “ruso” pero conocía muchas palabras en djudesmo. Algunos listones de madera deteriorados, comidos por la humedad del siglo, caños de luz retorcidos con cables embreados como cordones de zapato.
Cuando le parecía encontrar un objeto, Alejandro removía con un caño de aluminio de una vieja cortina de baño. Como un rabdomante escuchaba y volvía a remover. ¿Era por aquí abuelo?, ¿dejaron algo para mí, antes de mudarse a la avenida?, remover y escuchar. Que no seas asemeyado Bojorico, siempre te mueves como tu padre, munchos anyos que vivas Bojorico, siempre moviendoté. Deben haber sufrido mucho la pérdida de su hijo, munchos anyos que vivas, decían casi constantemente cuando lo comparaban con él, temían que él también los dejara para siempre, como su papá.
Alejandro seguía removiendo y escuchando, una taza rota!, no pudo haber sido del Izmir. A la altura de la última habitación, allí a la derecha debe haber estado la cocina, unos pocos azulejos molidos a mazazos, un pequeño tirón de plomo colgando de la pared medianera. Se detuvo de golpe, delante suyo había un pozo y su próximo paso lo habría hecho caer en él, una antigua cámara de cloaca quizá, pero era un tanto más grande. Comenzó a remover con el caño la pila de objetos, había trapos, cartones, utensilios de plástico rotos, el típico conjunto de cosas que los albañiles encuentran bajo los pisos de madera o en los entretechos de las demoliciones y reúnen para quemar antes de irse, pero aquí no lo hicieron. Alejandro tomó un trozo de madera para hacer de palanca con la otra mano y comenzó a extraer. El mensaje estaba casi al fondo, aquella libreta de tapas de hule negro con prolijas escrituras, manchada con el amarillo del tiempo, su tinta ya rojiza y desteñida. Olvidó el asco y la prudencia, la tomó sabiendo que ese era el mensaje de su abuelo a través de Ermá Sunja, la encargada, las hojas estaban llenas de cifras y nombres, en cada una, casi las mismas cantidades y los mismos personajes, fue pasando, revisando fechas al comienzo de cada página. No pudo evitar erguirse y mirar al cielo, como si fuera verdad las historias que dicen que allí arriba están los que se nos fueron. Sí, era la libreta de Ermá Sunjá, la encargada, con los nombres de los inquilinos y la paga mensual, había sobrevivido milagrosamente a sus habitantes, el nombre Bojor aparecía durante meses y meses, por varios años, siempre puntual como contaba mi abuelo, nunca dejé de pagar a nadie ni cuando changarín ni de comerciante. La puso en su bolsillo y comenzó a salir, cuando aún había un poco de luz y el día anticipaba algunas estrellas que vendrían por la noche. Cudiado Bojorico, cudiado no te vaigas a caer Bojorico, Eliáo Naví que te acompañe, esta vez no era el abuelo quien le hablaba, Alejandro lo pronunció en voz alta mientras caminaba despacio pero con decisión hacia la calle, tenía que volver a casa para llevar al cine a su mujer, era viernes y acostumbraban a dejar los chicos con su suegra.
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