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Me gusta cultivar recuerdos de mi infancia. Saborear en la distancia del tiempo los días de fiesta. Buscar en los colores del otoño las fragancias de Pesah y entender la primavera como anuncio de las Altas Fiestas. Evocar los patios de amores familiares, los juegos infantiles a la sombra de parras y macetas, adivinar olores de carbón apenas encendido, vapores de salsas y de hierbas. Y deleitarme los viernes con perfumes de esencias y de especias
Pero es otoño, Shavuot llega, celebramos haber recibido la Torah, entonces en mi evo-cación quiero palpitar los misterios del templo... emocionarme con los sagrados Rollos, admirar los tabernáculos adornados de religiosa orfebrería, sorprenderme con esos Parojet (2) que los cubren, hechos de remotos terciopelos bordados en hilos de oro y detenerme ante la estilizada manecilla de plata que usan los rabinos para seguir letra a letra las Escrituras. Conmoverme en la imponente presencia de los hombres ataviados con sus talegas, oír el murmullo de sus rezos y tal vez llorar en la solemnidad de sus cánticos.
En aquellos otoños de la infancia los días eran más fríos, se anticipaban los preparativos para esa fiesta. Las mujeres de la familia tejían los abrigos para los varones que estudiaban toda la noche en el templo.
En la casa abrieron las bolsas de nueces y las latas de miel. El abuelo las trajo de Cór-doba al regreso de sus vacaciones. La familia grande está de fiesta. Ya saben el surtido de co-midas y de postres. Año tras año es esperado, deseado y conocido, se repite. Ni carnes ni ver-duras. Especiales comidas lácteas, pastas rellenas de ricota y queso: los típicos calzones y las apetecibles sembusak (3). De postre, el tradicional arroz con miel y las masitas de nueces con canela; el incomparable mamul de la familia.
El mortero de bronce de la abuela Matilde, imprescindible, está instalado en el patio so-bre una vieja alfombra. Los niños como en un juego participamos por turnos en el uso del sonoro mortero, para triturar las nueces, para apisonar el azúcar en terrones hasta convertirlo en impal-pable y los cubanitos de canela transformados en polvo, igual que las semillitas de cardamomo que usaban para perfumar el café.
También en el patio está la mesa donde prepararán las diferentes masas, donde madre y tías repetirán recetas de sus abuelas como si estuvieran en las calurosas mañanas de un ba-rrio de Aleppo. Y que no falte cocinar en la lentitud del brasero, el empalagoso arroz con miel que grandes y chicos gustábamos como ritual impostergable de esta fiesta sefaradí de Shavuot.
Y yo recuerdo...ahora salgo a la calle. Segura. Voy a la panadería para saber el mo-mento que en el horno podrán a cocinar el mamul. De allí retiro las negras bandejas, que en la casa, después de un trabajoso lavado, rebosarán de masitas alineadas en rigurosas fila. Todo listo.
Es el instante de enfrentar al barrio. Con el pudor que produce lo diferente, tenemos que caminar hasta la panadería con la pesada bandeja y sentir que todos nos miran...¿qué lle-vamos?...¿por qué?...¿celebrando?... nosotras las nenas judías del barrio...no recuerdo qué contestaba, pero sí sentía que me pesaban las preguntas. Don Pedro, el que horneaba las fac-turas, ya sabía, mis hermanas mayores me habían precedido en esta tarea. Esperar que termi-nara de hornear las facturas, impregnarme de otras fragancias, a vainilla de la crema pastelera, de azúcar quemada de las tortitas negras y el olor rancio de las cansadas asaderas convertían a mi paciencia en aprendizaje precoz de otra repostería. Así, en la penumbra de ese espacio, en-tre canastos y tablones, bandejas y lienzos, masas y panes crudos y cocidos, ladrillos oscureci-dos de hollín y de humaredas, palas heridas de leños y de fuego, el ajetreo y la fuerza de los hombres bajo la tenue luz de la lámpara, daban al lugar una tibieza que me compensaba del frío de patios y veredas.
Como un abuelo, Don Pedro permitía que me sentara sobre unas bolsas y apenas distraído me alcanzaba una tortita santiagueña adornada con pasas de uva.
Disfrutaba. Me deleitaba estar en ese espacio que sentía mío desde siempre. Me pertenecía desde la voz de mi padre en los relatos de su infancia. Lo imaginaba en la lectura de las cartas de mi abuelo que tenía el horno en un barrio de Aleppo. Lejanas cartas que llegaban lentamente, a través de los mares, con interminables intervalos y que deseaba escuchar con creciente espe-ranza.
Y así entretenida, soñando a mi propio abuelo, surgía en el ambiente un tentador perfu-me de canela...de agua de azahar... anunciaban que mis masitas estaban listas. Una a una las íbamos acomodando en el frasco de vidrio reservado para el mamul, una a una las convertíamos en montañitas nevadas con el azúcar impalpable.
Había cumplido el ritual. En mi casa esperaba la familia, el saludo a los mayores, la mesa preparada, los chicos jugando...Shavuot estaba otro año más, entre nosotros.
(*) Es licenciada en psicología, trabaja e investiga sobre la temática sefaradí y también es miembro de la Comisión directiva de Cidicsef.
(1) mamul: dulce sefaradí oriental / shavuot: importante fiesta hebrea
(2) parojet: aditamentos decorativos para los rollos de la Toráh
(3) Comida típica sefaradí oriental
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