Sefaraires


SEFARAires
Aires de Sefarad en Buenos Aires
LITERATURA Y ARTE
Llegaron los reyes (CUENTO)

Por Luis León
Enero había comenzado nublado. Después de la hermosa noche de año nuevo, el cielo se cubrió de densos algodones que desfilaron sobre los habitantes de Buenos Aires, robándoles el sol. El día cinco de madrugada, el firmamento se tiñó de gris oscuro y en pocos minutos comenzó a caer una lluvia torrencial, de esas que impiden cruzar algunas calles. Al principio la gente del conventillo se asomaba a la puerta de las habitaciones para comentar en voz alta lo sabio que era Dios, por enviar la lluvia que se llevaría el calor; pues la radio trasmitía que se habían superado los treinta grados.
El fenómeno duró más de los esperado, fuertes ráfagas de viento y lluvia se introducían en grandes remolinos dentro de las habitaciones. Eso provocó el cierre de puertas, a excepción del papú Moshón, que declaró que, desde niño, odiaba los días calurosos, y mientras se mojaba decía: Oj,oj,oj!, esto es bueno !.
Pero con las horas, aparecieron las complicaciones; al otro día leerían en los diarios, sobre tres muertos por el cartel que voló a una cuadra de allí. En ese conventillo de la calle Acevedo, también hubo desastres. Dos de las habitaciones perdieron algunas chapas, lo que motivó la entrada torrencial de agua, arruinando pertenencias de sus moradores. Una de ellas estaba deshabitada, pero en la otra, vivían Kadén la Cohena y su marido, quienes tuvieron que protegerse en el almacén de enfrente.
Ambos ancianos eran reservados y no acostumbraban a hablar con los vecinos como hacía el resto de la gente del conventillo; no les interesaban las pequeñas historias de la djudría de Villa Crespo. Su marido David, era sastre de una tienda del centro, y al atardecer, cuando regresaba del trabajo, tomaba su bolsita de seda y se iba a la sinagoga. Allí meldaba los libros de la Ley, sacándolos uno a uno de su envoltorio, buscando las páginas que correspondían al momento, siempre con atención y en silencio. A Kaden en cambio, se la oía cantar, cuando remendaba ropa, o repasaba la vajilla del almuerzo. Si alguien golpeaba a su puerta para pedirle algo, atendía con dulzura, y cuando cabía, aconsejaba prudentemente a las mujeres jóvenes o trataba de aliviarles los dolores del corazón.
Pero ese día de tormenta, puso al anciano matrimonio a prueba; sus escasas pertenencias estaban mojadas y no sabían donde dormir esa noche. Su único hijo vivía en Rosario, y se resistían a enviarle un telegrama contándole la mala nueva, deseaban evitarle un dolor inútil, él nada podría hacer desde tan lejos.
Pronto llegaron los primeros auxilios en manos de un grupo de mujeres de la kehilá. Los hombres comentaron en la sinagoga lo sucedido, alguien trasmitió la noticia, y así se juntaron los primeros pesos para reponerles al menos lo imprescindible. Había que colocar nuevamente las chapas del techo, reparar la canaleta, y eso quedó a cargo de Jaime el kalailadji, hermano de la encargada.
Kaden la Cohena y su marido, tenían la vista fija por encima de los que les ofrecían ayuda; sentados en unas sillas de madera y mimbre que el almacenero sacó a la calle al terminar la lluvia. Atinaban a agradecer, pero rechazaban cualquier ofrecimiento; así llegó la tarde, y los halló sin comer lo que los vecinos habían traído. En Villa Crespo la gente era solidaria, sobretodo entre los sefaradíes, que a pesar de sus escasos recursos, ayudaban a quien llegara de Turquía, con familia y sin dinero. Pero ahora, que debían hallar la solución para este matrimonio, los propios necesitados renunciaban a recibir lo que se les daba.
En casa tengo dos habitaciones vacías bien amuebladas, al menos vengan esta noche, les propuso una mujer. Tengan este dinero que juntamos, por si prefieren ir a la pensión de la vuelta, ofreció otra. Pero las miradas de ambos seguían imperturbables; eran muy creyentes y sólo decían “con el nombre del Dió... con el nombre del Dió..” en voz lo suficientemente baja para que llegue al cielo pero no a los presentes.
La preocupación de los vecinos se convirtió en miedo. Miedo por el estado de Kadén, que siempre ayudó a los necesitados abriéndoles la puerta del conventillo con una canción. Miedo también por David, su esposo, porque ese día no atinó a ir a la sinagoga como todas las tardes, y su fe esta vez, podría jugarle una mala pasada. La gente se fue retirando, ante tanta impotencia, ellos que ayudaron en la Pro Medicamentos de la Comunidad Sefaradí, fracasaban ante este matrimonio de ancianos orgullosos, que sólo se confiaban a Dios en murmullos..

Las sombras de la tarde prometían aire fresco y sano. Las chapas del techo de ambas habitaciones habían sido repuestas con rapidez y habilidad, y entre todos los vecinos, sacaron muebles y objetos al patio para que el último sol recién aparecido, los secara. Era cuestión de dos o tres horas, el piso estaba limpio y los utensilios de la pieza, lavados; pero los colchones de lana de las dos camas, no servían más. En ese momento un golpe de manos frente a la puerta de entrada, hizo girar a los que colgaban la ropa húmeda en la soga. Masaltó Chemayá preguntaba por Kaden la Coena, estaba seria, y todos sabían que en esas circunstancias su impaciencia no admitía que tardaran mucho en responderle. Al escuchar la respuesta, se cruzó al almacén con premura y sin saludar.

El panorama había cambiado poco, ambos ancianos aceptaron pan y queso, para engañar los estómagos vacíos desde la mañana. Sus miradas obstinadas seguían orientadas a un punto fijo. La gente había optado por retirarse a pensar cuando llegó Masaltó Chemayá, cuyo carácter fuerte era célebre entre los djidiós de Villa Crespo. Su saludo fue corto y severo, lo cual desde el principio desorientó a los ancianos y al almacenero que observaba la escena desde cierta distancia. Pidió que le cuenten brevemente lo sucedido y luego pasó a describirles el estado en que los vecinos dejaron nuevamente su pieza, les dijo que estaba todo en su lugar y quedaría seco en un rato, ya que el cese de la lluvia había traído nuevamente el calor. La forma en que la recién llegada los interrogaba, hizo cambiar el ánimo de ambos, pero a ella también le rechazaron cualquier ayuda material.

Masaltó no hizo esperar su reacción, comenzó a sermonearlos. Les dijo que sólo tenían que aceptar los dos colchones perdidos, que eso no era limosna ni sedaká, que era un hecho humanitario de la gente. En un momento apeló al argumento del 6 de enero, les dijo casi sonriendo, que era un regalo del día de reyes, como los que acababa de comprar para sus nietos. Pero David, que era tan religioso se alteró, le contestó que los reyes no existían en el judaísmo, que eso era pagano, no supo reconocer el humor con que Masaltó había intentando convencerlos. Pero ésta volvió al ataque, sacó de su cartera una Biblia de fino papel y comenzó a buscar con rapidez. Leía pequeños trozos, con su ladino melodioso, recordándoles y sentenciando, habló de su homónimo el Rey David, y después de Salomón, luego de Rubi Shimón ben Yojai y los malajines, los ángeles. Si existían reyes y ángeles en el Antiguo Testamento, bien podrían haber sido enviados para hacer llegar regalos a la gente, improvisó, y que seguramente esa era una costumbre que el cristianismo sacó de los judíos. Sus argumentos parecían surtir algún efecto, porque David ya no miraba al frente sino que giraba su cabeza nerviosamente hacia un costado, mientras su mujer observaba atónita a Masaltó con una amplia sonrisa en su rostro, casi como cuando comenzaba a cantar.

La escena era presenciada de cerca por el almacenero, quien desconocía por completo la lengua de los sefaradíes, y de vez en cuando hacía un comentario en idisch con su mujer, que estaba tras el mostrador. Masaltó con un despliegue propio de una actriz dramática, se retiró unos pasos para observarlos al mismo tiempo, y les dijo: alevanten, alevanten que no ´staré akí hasta fikumí. Los conminó a dejar atrás el orgullo mojado por la tormenta, se colocó entre ellos tomándolos de los brazos, más que ayudarlos, buscaba impedirles echarse atrás. Los llevó al local del colchonero junto al Bazar Dos Mundos, allí les sugirió el color del colchón y luego casi les impuso el intenso floreado de las colchas. Al terminar la compra, con la promesa del colchonero de entregarlos antes de cerrar, Masaltó les preguntó burlonamente, si deseaban recibirlos directamente en su casa, o preferían que se los desharan los reies dentro de las zapatetas.


 

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