Sefaraires


SEFARAires
Aires de Sefarad en Buenos Aires
LITERATURA Y ARTE
Año nuevo en Buenos Aires (CUENTO)

Por Luis León
Moshón miraba pasar la gente sentado en la vereda. El agobiante calor de ese diciembre en Buenos Aires, lo impulsaba a salir a la vereda desde temprano con su silla de mimbre, infalible compañera con quien compartía historias y desventuras desde hacía diez años, cuando perdió a Kadén su esposa y compañera. Llegaron juntos en el mismo barco que tomaron el día de su casamiento, y a partir de ese momento, quizá por ausencia de los hijos que Dios eligió no darles, Moshón mezquinaba las palabras, apenas un breve saludo a los vecinos, o el nombre del pe-dazo de carne que le pedía a Jaime el carnicero kasher del mercado de Gurruchaga. Guardaba los diálogos para si, rara vez los compartía con otros. Hace cuatro o cinco años, el papú (1) Menajem tras meses de insistencia, logró hacerlo algo conversador. Sólo a él confiaba sus recuerdos de Izmir, en el Jan de las Cabras (2), donde vivió con sus padres. Recordaba detalles de sus calles, muchas veces intransitables, de las riñas constantes entre sus paisanos, y muy de vez en cuando se permitía volver a enorgullecer, recordando aquel enfrentamiento exitoso, que tuvo con dos muchachones turcos que le quisieron pegar. Pero el papú Menajem también lo dejó, y eso fue difícil de tolerar. Por eso la vieja silla de mimbre con sus flecos colgantes y fuera de escuadra, era su compañera silenciosa a quien con-fiarle que a veces deseaba volver con sus padres, a quienes no pudo o no supo traer de Turquía.
Esa mañana tan calurosa de diciembre, sentado en la puerta de su casa de Velazco, casi Malabia, frente al mercado al que nunca entraba, divisó a Masaltó doblando la esquina. Sabía que venía a verlo, a regalarle una visita muy corta, para intercambiar palabras en djudesmo, la lengua de sus hermanos sefaradíes, aquella que comenzaban a descuidar los mancevikos (3). La mujer había comenzado a frecuentarlo a la muerte de su amigo, a quien traía comida todos los viernes al mediodía. Ese hábito lo trasladó a él, le tocaba el timbre, y si no estaba, le dejaba en la puerta la pequeña olla de loza con un gran pedazo de prasifuche o habikas con arroz (4), para que no olvidara la tradición de sus padres, para que el recuerdo entrara en su cuerpo con el calor y el sabor de esa comida. Moshón aprendió a esperarla, a agradecerle a Masaltó sin decírselo, esas pocas palabras de los viernes, esa ollita llena de aromas que lavaba con esmero al verla vacía.
Pero ese día fue algo diferente. Masaltó vino con su nieto menor, la olla era más grande, y mostraba una sonrisa diferente a otros viernes. Le contó de la señora Luna, ambos alabaron su “mano” para colocar inyecciones, le habló también de la visita de su primo León Janná, de otros djidiós que él sólo veía en la kehilá (5) en días de fiesta, y el tema del calor los llevó a revivir los baños de la mar, con ese agua tan transparente frente a la gran bahía, que hacían de Izmir una ciudad tan hermosa. El nieto de Masaltó movía su cabecita tratando de seguirlos, de adivinar las palabras y lugares que no conocía. Y así llegó la charla a su fin, donde ella se atrevió a invitarlo. Le dijo que sabía que era una moda mueva que quitó la djuventú (6), que ella nunca festejaba el año nuevo, porque el año nuevo es Rosh Ashaná, y ellos eran djidiós. Aunque sabía que los jóvenes necesitaban celebrar como los de aquí, y que eso era lógico, lo comprendía y por eso la familia en pleno aceptó reunirse a cenar el 31, ese sería un diciembre diferen-te, un diciembre del año cincuenta. Moshón agradeció la invitación, sin darle certeza de ir. Él no tenía por qué mo-dernizarse ni festejar, no tenía jóvenes cerca que le reclamaran tal cambio.
La mañana del 31 amaneció más calurosa que la anterior, y la lluvia le impidió sentarse en la vereda. Por causas que no alcanzaba a saber, desde la noche anterior Kadén, su mujer, aparecía con frecuencia en sus pensa-mientos. Cerca de las diez cuando la lluvia interrumpió su intensidad por un rato, decidió salir a comprar algo para el almuerzo. Recordó a Kaden con el rostro joven, como el que tenía en el barco que los trajo a la Argentina. Era risue-ña, se reía aún de cosas que no tenían motivos de comicidad, se alegraban los ojos con sólo ver caer el sol en el interminable océano. Y sonrió sólo por recordarla. Bebió el último trago de agua para dejar pasar el remedio por su garganta, fue hasta el pequeño ropero de roble del espejo roto y sacó la percha de Tienda Los Leones. Allá colgaba su único traje, y comenzó a ponérselo con cuidado, procurando que los tiradores queden parejos, no seas choloja (7) le decía Kaden que tanto cuidaba su aspecto. Esa mujer, Masaltó me recuerda a ella, cuidadosa de la ropa.
Llevaré este paquetiko de jalvá para que la djuventú coma algo dulce al llegar las doce. En verdad ellos son fuertes, y tienen derecho a festejar, como yo cuando saqué corriendo a esos muchachones turcos que querían pegarme en el Jan de las Cabras, se dijo con algo de orgullo. Fue nuevamente al ropero para sacar una bolsita de seda con el libro de Ley y su talet (7), por si había oportunidad de meldar (9) un poco se dijo, y la sonrisa se le amplió.

(1) viejo / (2) barrio de judíos de bajos recursos, en Esmirna / (3) jovencitos / (4) comidas sefaradíes judeo-españolas /(5) sinagoga / (6) moda nueva que trajo la juventud/ (7) desaliñado en el vestir / (8) manto empleado para la liturgia judía / meldar: leer los libros litúrgicos / (9) leer los libros sagrados.


 

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