La increíble y surrealista historia de Swami Vijayananda. En un caluroso día de verano del 2008, cerca de Hardwar, India, la ciudad de peregrinaje al lado del nacimiento del Río Ganges, tuvo lugar una escena absolutamente incongruente. En medio de hombres vestidos con dhoti y mujeres vestidas con sari, dos hombres jasídicos de Israel, con largas peot y kipot negras, avanzaban con rapidez por las hacinadas calles. Cuando llegaron a su destino – el Áshram (lugar de meditación hindú) de Anandamayi-ma, la mujer santa de la india más adulada del siglo 20 – titubearon a la entrada del patio. Allí había estatuas de idolatría por todos lados. Siendo judíos religiosos, se preguntaban si tenían permitido entrar. Parados allí, vieron al gurú, Swami Vijayananda, vestido con la bata color ocre que usan los monjes, saliendo de uno de los edificios y sentándose en un banco de piedra para recibir a la larga cola de devotos que esperaban. Uno a uno se acercaban al gurú de 93 años de edad, se ponían de rodillas y tomaban el polvo de sus pies – un gesto hindú de honor, en el que uno toca los pies del gurú con una mano y luego se toca la frente. Cada devoto tenía apenas un minuto de la atención del gurú para hacer una pregunta o mencionar algunas palabras. Luego, todavía arrodillado, el devoto debía encontrar un lugar en el piso a un poco de distancia para continuar deleitándose con la presencia del gurú. Los dos hombres jasídicos eran Eliezer Botzer y su amigo Nati, directores de Bait Yehudí, Hogar Judío, una cadena de centros judíos situados por todo India en lugares como Hardwar y Goa, en donde miles de israelíes recién salidos del ejército se congregan. A pesar de que Eliezer y Nati habían pasado mucho tiempo en la India, al estar parados en la entrada del Áshram de Anandamayi-ma se sentían sumamente fuera de lugar. Después de unos minutos, el gurú notó la presencia de los dos judíos religiosos. El siguiente devoto, primero en la fila, estaba a punto de acercarse al gurú, pero él lo detuvo. Les hizo un gesto a los dos asistentes que lo flanqueaban para que bloqueasen la cola. Luego, el gurú invitó a los dos judíos religiosos a entrar. Mientras la larga fila de devotos, muchos de ellos europeos, veían sorprendidos, Eliezer y Nati se acercaron directamente hacia el gurú. Nada de reverencias, nada de tomar del polvo de sus pies, nada de arrodillarse en el piso. El gurú hizo una seña para que se sentasen a su lado en el banco. La pregunta de Eliezer fue diferente a las de los devotos, que le preguntaban a Swami Vijayananda sobre el propósito de la vida o la forma de llegar a una conciencia más elevada. Mirando directamente al gurú, Eliezer preguntó: “Escuché que usted es judío. ¿Es cierto?”. El gurú sonrió. Sí, había nacido en una familia jasídica en Francia. A pesar de que sus abuelos habían sido jasidim de Lublín, sus padres habían sido más modernos, pero de todas formas completamente observantes. Él había ido al jéder (Talmud Torá) y había sido educado con todos los devotos detalles del judaísmo. Le contó a Eliezer y a Nati que cuando tenía veinte y tantos abandonó la observancia judía. Se convirtió en doctor, y luego acaeció el Holocausto; le contó a Eliezer y a Nati sobre sus experiencias durante el Holocausto y sobre cómo le regaló los tefilín a un judío religioso porque igualmente él ya no los estaba utilizando. “¿Por qué vino a India?” le preguntó Eliezer. El gurú relató que, después de la guerra, estaba en un barco dirigido al naciente Estado de Israel. Una mujer en el barco le preguntó por qué estaba yendo de una guerra a otra. “¿Adónde debería ir?” le preguntó. Ella sugirió India, un lugar de paz, sin antisemitismo. En India, en 1951, a los 36 años, conoció a Anandamayi-ma. Ya en ese tiempo cientos de miles de indios la veneraban no sólo como un alma iluminada sino como la personificación de la Madre Divina. Él se convirtió en su fiel discípulo, adoptando el nombre monástico de Swami Vijayananda. Después de su muerte en 1982, muchos indios y occidentales gravitaron a él como su nuevo gurú. Mirando a Eliezer y a Nati, dijo: “Hay dos niveles de espiritualidad: un nivel inferior y uno superior. El nivel inferior es la religión; el superior es el reconocimiento de que todo es uno”. Eliezer lo miró y replicó: “Hay dos niveles de amor: un nivel superior y uno inferior. Está el amor para cualquier persona del mundo, y está el amor para tu propia esposa y la familia. Si no eres capaz de amar a tu propia familia, tu amor por todo el mundo es falso”. “Estoy de acuerdo”, asintió el gurú. “Entonces”, continuó Eliezer, “eres judío. Antes de que vayas y ames al mundo entero, deberías practicar el amor hacia quienes son más cercanos a ti, el pueblo judío”. El gurú rió. Eso comenzó su discusión. Mientras los asistentes miraban nerviosos y los muchos devotos en la fila se inquietaban, el gurú y los jasidim discutieron por largo rato. “Estaba tratando de mostrarnos que estábamos equivocados”, recuerda Eliezer, “que la religión no es la verdad”. Sin que ninguna de las partes cediera ante la otra, Eliezer de repente cambió de actitud. Preguntó: “¿Cómo te llamaba tu mamá cuando eras un niño?”. Cayeron lágrimas de los ojos del gurú, y murmuró: “Avrimka. Mi nombre era Abraham Itzjak. Mi madre me llamaba Avrimka”. Eliezer continuó indagando: “¿Recuerdas la mesa de Shabat de cuando eras niño?”. El gurú cerró sus ojos. Luego, desde oscuras profundidades olvidadas por 70 años, comenzó a cantar “Eshet Jail”, “Una Mujer de Valor”, la canción que se canta antes de kidush en toda cena de Shabat. Con lágrimas fluyendo a borbotones de sus ojos, cantó toda la canción, de principio a fin. El ambiente se puso muy tenso en el patio del Áshram, encendiendo una cargada atmósfera que llegó hasta atrás en el tiempo y hasta el cielo en intensidad. Los dos asistentes, que nunca habían visto al gurú llorar, se preocuparon. Se acercaron para echar a los hombres extraños, diciéndoles que ya se les había acabado el tiempo. El gurú abrió sus ojos, volviendo de repente al presente, y les hizo señas a los asistentes para que se alejaran. Eliezer sacó de su mochila una Torá y se la mostró al gurú. Con una sonrisa melancólica, el gurú le dijo: “Ya tengo una, y te contaré de dónde”. Contando la historia como si hubiese sido un cuento jasídico, contó cómo en los 80’, un israelí con un dilema fue a verlo al Áshram. El israelí había sido un soldado en la primera guerra contra el Líbano. Traumatizado por la guerra y por el incesante espectro de más guerras en Israel, el ex-soldado (no observante), había decidido que quería cortar toda relación con Israel y con el judaísmo. Se convirtió al cristianismo, pero estaba insatisfecho y perturbado. Entonces, fue a India y comenzó a practicar hinduismo. Pero allí también se sentía insatisfecho. Cuando llegó donde Swami Vijayananda, se quejó: “Quizás la razón por la que no me encuentro en la India, y por la que no me puedo quitar de encima el sentimiento de judaísmo, es porque todavía tengo esta Torá que me dieron cuando fui reclutado en el ejército israelí. ¿Está bien si la tiro?”. “No”, le dijo el gurú, “no la tires. Dámela a mí”. Procedió a contarle al ex-soldado la historia de Rabí Akiva quien, mientras los romanos lo estaban despellejando vivo, recitó el Shemá. Cuando sus atormentados alumnos le preguntaron cómo podía cumplir la mitzvá del Shemá mientras estaba siendo torturado, Rabí Akiva dijo que toda su vida había anhelado poder servir a D-s con su propia vida. “Le dije”, contó el gurú, “¿sabes cuál es la diferencia entre nosotros y Rabí Akiva? Después de lo que atravesamos [en el Holocausto y la guerra contra el Líbano], nosotros preguntamos: ‘Mi D-s, mi D-s, ¿por qué me has abandonado?’”. El gurú había estado contando la historia en inglés, pero en este momento citó una oración del Salmo 22 en su hebreo original. Luego continuó en inglés: “‘Pero Rabí Akiva’, le dije al soldado israelí, ‘entendió que su sufrimiento no era un castigo, sino un camino a un lugar espiritual más elevado para alcanzar una completa unidad con D-s’”. El gurú miró hacia Eliezer y Nati. “No sé en dónde está ahora, pero creo que después de lo que le dije debe haber vuelto al judaísmo”. Éste fue el momento que Eliezer estaba esperando. “Quizás es tiempo de que tú también vuelvas. No eres joven. ¿Quieres ser cremado y que tus cenizas sean arrojadas al río Ganges? Es hora de que regreses al judaísmo”. Con eso los asistentes se inquietaron y enojaron. “Están tratando de quitarnos a nuestro gurú”, acusaron a los visitantes judíos. Eliezer hizo un último intento. “D-s ama a todo judío, y quiere que todo judío vuelva al judaísmo”. Los asistentes habían oído suficiente. Furiosamente, echaron a los dos jasidim. En abril de 2010, Swami Vijayananda murió en el Áshram en Hardwar. ¿Quiénes Son Tus Asistentes? Todo judío tiene algo que se llama píntele yid, una chispa del alma judía que es imposible apagar. No importa cuánto se aleje un judío, con cuanta fuerza repudie sus raíces judías o cuán reservadamente ignore a su alma judía; más allá de la cantidad de décadas que haya pasado inmerso en una religión diferente, la chispa judía siempre está allí, lista para ser encendida de nuevo. Sin embargo, todo judío está también rodeado de los “asistentes” que trabajan continuamente para evitar que el píntele yid se encienda. A veces el asistente es el miedo, otras la distracción, otras el egoísmo, otras la complacencia. D-s envía mensajeros a nuestra vida constantemente. Vienen en diferentes disfraces: en algunas ocasiones un extraño hace una declaración portentosa y desestabilizante; en otras hay una llamada de atención en la forma de una tragedia o una casi tragedia; en otras una bendición tan abundante que revela su Fuente; en otras es un encuentro improbable con un rabino o una rebetzin en un avión, en la calle o en un supermercado. En una remota ciudad de India, en 1968, conocí un doctor judío de Gales que cambió mi vida. Conocí un judío, también doctor, que vivió una vida completamente no judía en una isla del Pacífico, y que un día recibió una invitación para una conferencia de médicos, la cual, entre todos los lugares que podría haber sido, coincidentemente era en Israel. Todos estos mensajeros pueden encender la chispa. Pero los asistentes, con caras asustadas o burlonas, nos hacen señas y tratan de evitar que escuchemos a los mensajeros. Los asistentes dicen sus estridentes amenazas: “No tienes tiempo para ir a esa clase”. “No aceptes esa invitación de Shabat porque te lavarán la cabeza”. “Estás demasiado viejo/estabilizado/cómodo para comenzar a cambiar ahora”. “Tu nivel de observancia judía está bien, no te conviertas en un fanático”. “Si comienzas a observar mitzvot, te perderás toda la diversión de la vida”. “Están tratando de secuestrarte”. Se requiere coraje para rechazar a los asistentes y darse cuenta de que en lugar de protegernos, nos están alejando del mensajero que intenta notificarnos de un sorpresivo legado. La chispa judía, el píntele yid en cada uno de nosotros, está esperando para estallar en llamas de alegría, amor y realización.
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