Mucho se ha escrito ya sobre los terribles padecimientos de los judíos en los campamentos de exterminio nazis. Pero todo ellos no es siquiera una gota en el mar en comparación con la horrorosa realidad de lo que nuestros seis millones de mártires, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre sufrieron en las fábricas de muerte preparadas por los diabólicos asesinos nazis! Sin embargo, cada vez que leemos memorias y relatos de los testigos presenciales de aquel horrible pasado, volvemos a horrorizarnos hasta lo más profundo de nuestras almas. Aunque ya habíamos leído numerosas veces historias similares, revivimos una vez más esas atrocidades que jamás deben borrarse de nuestra memoria. Por eso, es necesario refrescar capítulos de aquella época a fin de que perduren para las generaciones futuras la abnegación y los sacrificios de los niños judíos y su disposición a morir al kidush haschem (santificando el Divino Nombre). Daremos aquí uno de esos relatos, que figura en el libro “Mekadshei Hashem” (“De los que santificaron el Nombre), cuyo autor es harav rabí Zvi Máizels, Z.L., que se salvó milagrosamente del Holocausto y que era uno de los rabinos más eminentes de Chicago. He aquí lo que cuenta rabi Máizels: En la víspera de Rosch Haschaná del año 5705 los nazis reunieron a todos los adolescentes menores de 18 años que hasta entonces habían logrado ocultarse de las garras asesinas en el campamento de Auschwitz. 1.600 muchachos fueron conducidos a un desplayado detrás de las barracas. Cada uno de ellos sabía lo que les esperaba. El jefe alemán del campamento ordenó colocar en tierra un alto poste en cuyo extremo superior fueron clavados unos ganchos. Cada uno de los jóvenes debía pasar junto al poste. Si su cabeza alcanzaba a rozar los puntiagudos ganchos, era señal de que había crecido lo suficiente como para poder reintegrarse al campamento de trabajo y, en consecuencia, continuar viviendo durante algún tiempo más. Los que no tenían la altura requerida estaban ineludiblemente condenados a morir. Los muchachos, sabiendo lo que les aguardaba si no conseguían adecuarse a la “medida sodomitíca”, estirábanse con todas sus fuerzas poniéndose en puntas de pie, para tocar con la cabeza los puntiagudos ganchos. Al advertirlo, el jefe del campamento golpeaba brutalmente con su bastón de goma a los que pretendían engañarlo, hasta causarles la muerte. Sólo doscientos “aprobaron el examen”. A los otros 1.400 se los encerró inmediatamente en una barraca aparte, separados de los demás. Ya no se permitió que nadie se acercara a ellos, ni se les repartió pan y agua. Allí los tuvieron hasta el día siguiente, que fue el primer día de Rosch Haschaná. Ese primer día del Año Nuevo reinó un terrible pánico en todo el campamento. Pronto se difundió el rumor de que al anochecer los 1.400 niños serían llevados a los hornos letales. “Muchísimos padres cayeron en una terrible desesperación. Se mesaban los cabellos, sin saber de qué medio valerse para salvar a su único hijo. Los niños encerrados enteráronse en alguna forma de que yo tenía un schofar. Entonces comenzaron a gritar y pedir, con grandes súplicas y lamentos, que yo entrase adonde ellos estaban e hiciese los toques rituales del schofar, a fin de que pudieran cumplir con el precepto de tekiat schofar (sonido del schofar) antes de emprender el camino del kidusch haschem. Yo dudaba y no sabía qué hacer, porque ya estaba oscureciendo y los nazis podían regresar en cualquier momento para llevarse a los niños, y pensaba si yo debía arriesgar mi vida. Pero los gritos de los encerrados perforaban mi corazón y no me daban reposo. Hasta que finalmente llegué a la conclusión de que debía cumplir el postrer deseo de los sagrados niños judíos condenados a muerte. Después de muchas negociaciones con los “capos” y luego de haberlos recompensado con grandes sumas de dinero, que fueron reunidas al instante, accedieron a dejarme entrar donde estaban los jóvenes. No es posible describir mis sentimientos y vivencias cuando entré a la barraca cerrada y me encontré con los miles de ojos entristecidos de los adolescentes, empañados con ardientes lágrimas, y con los lamentos que trituraban el corazón y partían los cielos. Cuando comencé a recitar los versículos “Min hamiitzar”, antes de los toques, todos prorrumpieron en llanto y pidieron que les dijese algunas palabras. Por la enorme angustia y en gran terror que me embargaba, no podía abrir la boca; la lengua se me había pegado al paladar. Pero tuve que acceder a su pedido y les dije algunas palabras de consuelo, recordándoles el aforismo del Jazal: “Afilu jérev jadá munajat lo al tzaarav sche adam, al imná atzmó min harajamim”. (“Aún cuando una espada filosa yace sobre el cuello de un hombre, no se rehusará a la misericordia”). Cuando ya había terminado la mitzvá de tekiat haschofar (el precepto de realizar toques del schofar) y me disponía a salir, se puso de pie uno de los muchachos y exclamó, anegado en llanto: “Queridos compañeros. El rabi nos ha dicho palabras de confortación, que aún cuando una espada filosa se encuentre sobre el cuello de un hombre, él no renunciará a la misericordia. Yo digo que podemos esperar lo mejor. Pero debemos estar preparados para lo peor, ¡D-s no lo permita! No nos olvidemos de gritar en el último momento: “Schemá, Israel…” Luego se levantó otro jovencito y expresó: “No podemos decirle ‘gracias’ al rabi por la mesirut nefesch (por haberse expuesto) que ha demostrado otorgándonos la mitzvá de tekiat schofar, que es ahora nuestro último precepto. Pero le deseamos que salga de aquí sano y salvo”. Y todos dijeron: “Amén”. Cuando ya estaba por salir se me acercaron varios de los muchachos y, con lágrimas en los ojos, me pidieron un trocito de pan, para que pudiesen cumplir con el precepto de la seudá (comida) de Rosch Haschaná, porque ya hacía 24 horas que no probaban bocado. Lamentablemente, no pude satisfacer su pedido, pues no llevaba conmigo ni un pedacito de pan y no me hubiera sido posible entrar por segunda vez allí. Y así fueron conducidos a las cámaras de gas: hambrientos y martirizados. Cuando me acuerdo de ese Rosch Haschaná me admiro: ¿De dónde sacaron muchachos tan jóvenes tanta fuerza y valentía sobrehumana para santificar el Nombre Divino con una religiosidad tan clara? Y pienso en que, como el sacrificio de Isaac, cuando Isaac estuvo dispuesto a inmolarse al Creador, bendito Sea, fue en un Rosch Haschaná, ese día fue santificado, y es capaz de santificar el Nombre Divino con mesirat néfesch (exponiéndose a todo), y eso les sirvió de baluarte a aquellos 1.400 sagrados mártires judíos, que tuvieron el privilegio de santificar colectivamente el Nombre Divino en forma tan elevada y grande. “Haschem inkom leeineinu nikmat dam avadav” (“D-s vengará delante de nuestros ojos la venganza de sangre de sus siervos”).
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