Hace muchos años, en un pequeño pueblo vivía una joven pareja. Antes de su casamiento, el muchacho había sido un estudiante de yeshivá y continuó sus estudios durante un tiempo después de la boda. Luego decidió que había traído consigo una dote, y ello le permitió comenzar un pequeño comercio. El negocio prosperó y en poco tiempo se convirtió en un hombre rico. A medida que su éxito crecía, más ocupado estaba en sus negocios. Era muy poco el tiempo que hallaba para estudiar; mucho más le interesaba hacer más y más dinero.
En su pequeño pueblo había mucha gente pobre. Casi no pasaba un día sin que alguien golpeara a la puerta y pidiera ayuda.
La joven esposa, un alma bondadosa y de corazón generoso, jamás negaba ayuda a quien se la pidiera. Pero su esposo no era como ella, tenía el genio de los avaros. Mientras no había sido rico, acostumbraba a dar la décima parte de sus ganancias para tzedaká; pero a medida que sus ingresos fueron creciendo rápidamente, sus donaciones comenzaron a escasear. Más rico era, menos daba. Se volvió tan miserablemente avaro que hasta prohibió a su mujer que dejara entrar en su casa a los mendigos.
De todas las festividades judías, Purim era la que menos disfrutaba. Purim es la fiesta en la cual se debe enviar mishloaj manot (envío de regalos) a los amigos y dar una cantidad extra de tzedaká a los pobres. ¡Y eso era mucho más de lo que él podía soportar!. Por supuesto que nadie enviaba ningún tipo de regalos a este miserable ricachón. Ni tampoco existía alguien a quien él deseara enviar este tipo de obsequios. De modo que preparó una bandeja de mishloaj manot, con un Homentash y un higo, y se la envió a su esposa pensando que así cumplía con la mitzvá. Y para los pobres, daba sólo unas pocas monedas a los mendigos presentes en el Bet Hakneset cuando iba a escuchar la lectura de la Meguilá.
Cuando este joven hombre se sentó a la mesa para disfrutar de una deliciosa Seudá de Purim, el Banquete de Purim, acompañado solamente de su esposa, se escuchó un fuerte golpe en la puerta.
Estaba sorprendido. ¿Quién podía ser? Hacía mucho que nadie golpeaba a su puerta. Envió a su esposa a ver quién estaba allí, y de pronto escuchó un coro de alegres voces que cantaba:
¡Feliz Purim! ¡Feliz Purim!
Hoy es Purim, mañana no lo es más.
¡Dennos ya algo de dinero y dejaremos su puerta en paz!
Eran, por supuesto, los Purim Shpilers, que hacían su recorrida puerta por puerta a fin de juntar dinero para maot jitim (dinero para trigo) y proveer de matzot, vino y alimentos a las familias pobres del pueblo, de modo que pudieran celebrar Pésaj, cuatro semanas más tarde, de forma adecuada. En aquel entonces era costumbre -y lo sigue siendo hoy- que estudiantes de yeshivá y jóvenes muchachos se disfrazaran y divirtieran a la gente en sus hogares bailando y cantando, y así juntaban dinero para los necesitados. Nadie se negaba a contribuir; algunos con más, otros con menos, cada cual de acuerdo a sus posibilidades, ya que todos sabían qué gran mitzvá era mostrar mayor generosidad en Purim, especialmente si se trataba del comienzo de la campaña de maot jitím.
En ese momento, recordando las estrictas órdenes de su esposo, la mujer les pidió que esperaran. Pero no fue necesario; la voz de su esposo se escuchó claramente desde el comedor: “¡Échalos! ¡No tengo nada para ellos! ¡Ya cumplí con mi obligación!”. La mujer se sintió terriblemente avergonzada mientras cerraba lentamente la puerta, dejando afuera a los desilusionados Purim Shpilers...
Al día siguiente, cuando el esposo volvió a sus negocios, sufrió una gran pérdida. Lo mismo ocurrió el día siguiente, y así comenzó una caída pendiente abajo, con los negocios de mal en peor. Todo lo que intentara para mejorar la situación, terminaba en el fracaso. En poco tiempo había perdido toda su fortuna, contrayendo, para colmo, enormes deudas. Poco a poco se vio obligado a vender todo lo que tenía, inclusive su casa y las joyas de su esposa.
Al final llegó el día en que tuvo que decir a su mujer que eran tan pobres que lo único que podía hacer era salir a mendigar. Entonces puso ante ella dos opciones: podía acompañarlo y ambos mendigarían juntos, o ella podía disculparle el dinero que le hubiera correspondido por su Ketuvá (contrato matrimonial) y estaba dispuesto a darle el divorcio, ya que no podía mantenerla más.
La joven mujer hacía tiempo se había dado cuenta del error cometido al casarse con un hombre tan ruin. Aceptó el Guet (divorcio) y sintió alivio al liberarse de él.
Tiempo después le fue presentado un delicado joven viudo, que también estaba en una buena posición económica. Se casaron y vivieron muy felices en un pueblo cercano. Su esposo era un hombre muy generoso a quien gustaba ayudar al necesitado, y alentaba a su esposa a imitarlo. La buena fortuna sonrió a esta joven y bondadosa pareja, y fueron bendecidos con dos hermosos hijos, un niño y una niña. El suyo era en verdad un dichoso y feliz hogar judío.
Cuando Purim estuvo próximo, toda la familia, padres e hijos, estaba muy atareada con la preparación de cestas para mishloaj manot. Tenían muchos amigos que les enviaban mishloaj manot, y muchos amigos a quienes ellos debían enviar. Su casa estaba abierta a cualquiera que viniera por una donación, y los niños estaban particularmente entusiasmados con los Purim Shpilers que nunca dejaban de visitarlos. Cuando ya acababa la tarde hubo un poco más de calma, y la familia se sentó a la mesa para la seudá de Purim, con muchos invitados llamados especialmente para acompañarlos en la comida festiva.
En medio del banquete se escucharon golpes a la puerta. La mujer fue a abrir y se encontró con un harapiento mendigo que parecía hambriento. “Entra. Pasa, por favor; has llegado justo a tiempo”, dijo la mujer haciendo presurosa un lugar para él junto a la mesa. El esposo se puso de pie para recibir el nuevo huesped. “¡Feliz Purim! ¡Shalom Aleijem!”, lo saludó cálidamente estrechándole la mano. “Por favor, lávate las manos y acompáñanos!”.
El mendigo se lavó las manos y tomo asiento en silencio. Luego comenzó a comer con desesperación, como si durante días no hubiera probado bocado. Las delicias seguían llegando: pescado, pollo, sopa con kreplaj, y bastante licor para bajar la comida.
Los ojos del mendigo se llenaron de lagrimas. ¿Eran lágrimas de gratitud, o lágrimas de pena y piedad por sí mismo, al recordar que alguna vez él podía también permitirse una Seudá de Purim semejante?
Sólo el mendigo lo sabía. Después de que el mendigo y todos los demás invitados se retiraran, el esposo comentó a su esposa: “Estoy feliz de que hayamos podido ayudar a ese hombre que parecía tan triste. Me hizo recordar que unos años atrás yo estaba en una situación parecida a la suya, cuando era pobre y estaba hambriento y tenía que mendigar. Cierto Purim, tuve una horrible experiencia en un pueblo cercano. Estaba muriéndome de hambre y decidí probar suerte en la casa de un hombre rico que vivía allí, a pesar de que se sabía que no era muy amable. Pero pensé que probablemente al menos en Purim sería diferente. Al acercarme a la casa vi un grupo de Purim Shpilers ante su puerta, una puerta que les fue cerrada en la cara. Perdí entonces el coraje necesario para pedir una comida y me fue de allí hambriento...
Pero gracias a Di-s, ahora vivo bien. Di-s me bendijo con una maravillosa esposa y con hermosos hijos, y estamos en posición de ayudar a personas menos afortunadas que nosotros. ¿Quién sabe? ¿Quizás este pobre hombre alguna vez estuviera en buena posición, o incluso haya sido rico? Di-s es quien hacer girar la rueda de la fortuna, “Hace caer al gallardo, y levanta al humillado”. “Tienes razón, mi querido esposo”, asintió su mujer, secando una lágrima de su rostro. “Fue realmente un hombre rico alguna vez”. “¿Cómo puedes saberlo?”, preguntó el esposo.
“El fue aquel hombre rico ante cuya puerta viste a los Purim Shpilers...”. “¿Cómo lo sabes con tanta certeza”, volvió a preguntar su marido, cada vez más asombrado. “Lo se, pues yo estaba allí cuando sucedió”, contestó la mujer. “Verás ...”, agregó en voz baja, “aquel fue mi primer esposo...”.
|
|
|