La Voz Judía


La Voz Judía
No me dejen solo!
Por Rabino Daniel Oppenheimer

La contención

La naturaleza según la cuál determinó D”s que seamos creados y criados los humanos, determina una dependencia natural de los niños para con los progenitores en sus primeros años de vida. Desde su incapacidad total de valerse por si mismos para las necesidades más elementales en sus inicial momentos terrenales, hasta llegar a su mayoría de edad, sucede un proceso continuo - habitualmente irreversible - de emancipación.

Hasta aquí todo suena bien, muy lógico, comprobable en la vida diaria, y - supongo - irrefutable.
Pero, como todos también sabemos: muchas cosas no son tan realizables en la vida real como aparecen en el papel.
De hecho, podemos evidenciar fácilmente que niños de la misma edad de distintas familias, poseen un vínculo de mayor o menor dependencia - respectivamente - con sus papás, y aun dentro de una misma familia, varios hermanos tienen distintos tiempos respecto al avance en su autonomía.
Aun en un mismo niño, hay momentos de mayor celeridad en el avance a su autonomía, y otros en los que se transita con pasos dados con más cautela, e incluso puede emanciparse en cierto aspecto de su vida, mientras - simultáneamente - mantiene una mayor dependencia en otros vínculos personales.

Es así, entonces, que “salir hacia fuera” no es algo matemático - ni debe serlo, y ni siquiera se puede pronosticar, recetar o siquiera aconsejar, sin conocer el detalle del vínculo, y la naturaleza de los padres, de los hijos y de su entorno.
Entendamos claramente que no debemos, ni podemos aceptar “extremos” de ninguna índole. El propósito de estas líneas es permitir un momento de reflexión en las actitudes que podemos asumir los papás, en beneficio del aprendizaje de la responsabilidad y el uso de la progresiva libertad de la que deben gozar los jóvenes. (Si bien nos referimos continuamente a los padres como aquellos que acompañan el proces itudes que podemos asumir los papás, en beneficio del aprendizaje de la responsabilidad y el uso de la progresiva libertad de la que deben gozar los jóvenes. (Si bien nos referimos continuamente a los padres como aquellos que acompañan el proceso de madurez del niño - pues en realidad son los modelos primarios - hasta cierto punto los pares y otras figuras (p.ej. maestros) juegan un papel importante en esto, en la medida que el niño crece).

Por un lado, el instinto materno naturalmente tiende a proteger a sus hijos. La cultura de nuestra sociedad, y hasta cierto punto la ley nacional, obligan a los papás a responsabilizarse por la integridad física, las necesidades vitales y la preparación para el futuro de sus hijos.
Por el otro, a medida que los niños fueron adquiriendo la habilidad de valerse por si mismos, deben crecer y hacer uso de dichas facultades. El hecho es que los mismos papás que tratamos de resguardar a nuestros hijos de todo potencial mal que pudiera sucederles, nos sentimos orgullosos de los adelantos que ellos muestran en sus destrezas, avance intelectual e independencia.

No siempre, sin embargo, sabemos formular adecuadamente esta situación. Suele suceder que algunos padres - el papá, la mamá, o ambos (ocasionalmente uno por acción, y el otro por omisión…) - minimizan las aptitudes de sus hijos y los sobre-protegen, más allá de las necesidades reales de los hijos. No existe un único motivo para explicar este fenómeno. Es posible que los papás “necesiten” ese rol de papás, pues subconscientemente les permite ejercer control, o sentirse importantes y valiosos. También se puede deber a una ansiedad excesiva enraizada en los padres y que en esta situación aplican a sus hijos. Una tercera causa puede ser que estén copiando lo que ellos vieron en su infancia.

Hay niños que se resienten y resisten esta actitud, y obviamente ello crea conflictos. Hay otros niños que “gozan” de esta “comodidad” que adormece la oportunidad de desarrollar su capacidad, y aun si no entienden que la falta de estímulo a “pelearla solos” no los beneficia, se convierten en partícipes de su crecimiento coartado.

Ciertos conflictos se suscitan en situaciones en las que - con el afán de proteger a sus hijos - se crean bretes entre padres de compañeros de grado que creen que deben intervenir en diferencias que son solamente infantiles e inofensivas.

Dado que es imposible sugerir una “hoja de ruta” puntual, al menos podemos alertar que esta situación existe y debe ser estudiada y encarada continuamente por los mayores, a fin de evaluar los adelantos individuales de cada niño y pensar si es el momento adecuado para estimular un paso hacia adelante, o inversamente, frenar o espaciar cierta actitud acelerada.

Pero no solo nos preocupa el punto de equilibrio entre la sobre-protección y el desamparo. El próximo punto - no menos importante - es el modo de cómo estimular aquel crecimiento hacia la autonomía.
Pueden existir actitudes de progenitores por las que unen la idea de la emancipación en la que el joven puede valerse por si mismo, con la voluntad oculta de que aquel joven deba hacerlo - contra viento y marea, acompañando esta “enseñanza” con un aire o un ademán de “largarlo” para que demuestre su desenvoltura.

Esta postura es muy riesgosa. Si bien debemos crecer, no podemos prescindir de la contención de nuestros padres a lo largo de todo el proceso.
Para poder arriesgar, pisando sobre suelo nuevo e incierto, el joven debe hacerlo sabiendo que tiene adonde volver en caso que este primer intento fracase, y que aun si no cumple con la expectativa que se puso en él, no deja de contar con papá y mamá, que lo quieren incondicionalmente y velan por su bienestar, aun si lo “dejan solo” en cierta instancia.

Contención: es uno de los elementos que se volvieron más escasos en nuestra sociedad. En un mundo que no deja de crecer y globalizarse, en una sociedad que no deja de desafiar a cada individuo en millares de aspectos, en un contexto que cada vez crea más miedos y temores económicos y físicos en sus integrantes, los niños - y los grandes - necesitamos de ese valioso y exiguo bien.

Puesto que los propios adultos, muy frecuentemente sentimos que carecemos de la contención, la serenidad, la tranquilidad y el apoyo que necesitamos, tanto más difícil se nos torna brindar aquel sostén y calma a quienes dependen anímicamente de nosotros. Nuestra sociedad que cree en estereotipos, exige de adultos ser “hombres” y no sufrir de miedos y debilidades.
Cuanto más evidente se demuestra en nosotros esta equivocada premisa, tanto más ansiosos nos ponemos por no poder controlar la realidad de nuestra fragilidad.


Nos podemos plantear entonces la siguiente elemental cuestión: ¿cómo podemos nosotros, los adultos que también sufrimos la falta de contención, brindar seguridad, paz y serenidad a los niños?

La respuesta no es simple cuando se lleva a la realidad cotidiana. Muchas situaciones de incertidumbre nos llevan a trasladar nuestros propios miedos a los niños que aún no están preparados para afrontar estas situaciones, pues desconocen la dimensión y la seriedad de aquella ansiedad que expresamos mediante acciones marcadas por brotes intempestivos, desplantes, y otros modos de demostrar nuestra inseguridad interna.

Es verdad. Gran parte de nuestra manera de actuar no es fácil de corregir, pues está muy enlazada y acoplada a nuestro ser. Es muy posible que - en ciertos aspectos, nuestras actitudes respondan a situaciones que hemos vivido en nuestra infancia, y difícilmente nos debamos sentir culpables por haber adquirido hábitos negativos siendo aún pequeños.


Pero ahora somos grandes. Muchos estamos a cargo de niños a quienes no debiéramos querer contagiar ni marcar con nuestras flaquezas. Por lo tanto, no debemos “tirar la toalla”. Los adultos podemos identificar con más claridad lo que nos sucede y - dada nuestra experiencia de vida - tenemos acceso a otras herramientas y recursos.


Aquella falta de contención que sufrimos en ciertas circunstancias, la podemos reparar con la Tefilá (los rezos), en el estudio de la Torá, en la reflexión, y en el apoyo mutuo de una mini-sociedad (como ser una comunidad religiosa) que valora al individuo, lo aprecia y permite que entre sus integrantes se brinden ese sostén y esa paz que necesitan para sí mismos y para poder brindar a sus dependientes.

Volviendo a los niños: ellos están más limitados y en etapa de crecimiento. Claro está que los extremos son nocivos. Se debe incentivar el crecimiento de estos hacia su maduración, mientras se le brinda el apoyo en sus logros y en sus fracasos. Se deben apartar los apuros a que las cosas sucedan y evitar la predisposición a “quemar etapas”.
Cada cosa en su momento. La tendencia de vestir a los hijos desde pequeños con ropa que imita a la de los adultos, es una clara señal de falta de paciencia tan importante para los pequeños.

Muchos “compromisos sociales” que creemos estar obligados a cumplir, quitan el tiempo vital que los niños necesitan. Las obligaciones económicas, agotan a muchos papás. En momentos en que sus niños los necesitan relajados, los tienen tensos, abatidos, faltos de perseverancia y alegría. Muchos castigos que se dan con intenciones educativas, responden más a aprensiones internas, al cansancio, y a frustraciones propias. Si bien los papás no van a admitir que “le tienen bronca” a sus hijos, la realidad que demuestran con su tono de voz e impaciencia y el mensaje que sus hijos perciben, suele ser otro.

Los ideales de perfección exagerados, la falta de tolerancia al error, el sentimiento siempre presente de sentirse víctimas, llegan hasta al propio vínculo de papás y niños.
Cuando el niño desobedece, esto crea bronca (“¡por qué me da tanto trabajo!”…).

Toda enseñanza, por más correcta y justificada que sea, que se dé con sentimiento de adversidad, tendrá resultados inversos a los esperados. Se crea un clima de tensión, más rivalidad entre los hermanos los que a su vez sufren del temor al no contar con esa contención que esperan de los papás, y ven a sus hermanos como competidores que quitan el apoyo que creen debiera ser solo para ellos.

Ni qué hablar de lo que pueden sentir los niños por lo que pierden en el momento de una separación de los papás.
Más allá que los papás crean que niños inteligentes “entiendan” la situación, y más allá de que el divorcio conyugal lamentablemente se haya convertido en un hecho muy común, nada suplanta totalmente la contención que primariamente deben brindar ambos papás para un sano crecimiento, y que se convierte en el legado más valioso.
Claro que en esto podemos y debemos ayudar los demás miembros de una comunidad, y que parte de lo que ciertos niños (y adultos) no reciben por otro lado, se los brinda el afecto de quienes los rodean y contienen - pero este substituto no es igual al lazo natural creado por D”s.

Aun cuando no lo sepamos reconocer la contención constante del cariño como algo tangible, estuvo y debe estar presente en cada gesto grande y pequeño, cotidiano o inusual, en momentos de aprobación, desacuerdo y hasta en situaciones de sanción.

La contención ha estado en la educación de todas las anteriores generaciones que han carecido de los logros tecnológicos y materiales, pero clara en el rol del individuo y de papás.

 

La Tribuna Judía 61

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