Cuando le conté a mi hija que había visto el domingo pasado a un pequeño grupo de hombres vestidos de manera inusual en la sinagoga de Staten Island, y le dije que me había dado cuenta de que estaban tratando de pescar algún minián antes de ir a participar en la Maratón de Nueva York (que tiene lugar en esa ciudad), ella me preguntó si alguno de ellos tenía alguna chance de ganar la carrera.
“No,” le dije. “Va a ganar alguno de Kenia.” Cuatro entre los diez ganadores de la última carrera de los hombres de Nueva York, después de todo, provenían de ese país africano. En realidad, ya son cinco ahora. (Felicitaciones, Geoffery Mutai.) Un hombre de Kenia llegó en segundo lugar.
En ese momento el rostro de mi hija mostró una sorpresa tal que parecía que yo me hubiera plegado a alguna clase de racismo. Entonces le expliqué que los kenianos parecen estar especialmente dotados físicamente para carreras de larga distancia. Los kenianos y también los etíopes (otro pueblo con victorias desproporcionadas en maratones) que pertenecen a la ágil y flexible tribu Kalenjin.
Si creer que las diferentes poblaciones tienen capacidades diferentes constituye racismo, pues entonces creo que soy un racista. Pero el significado peyorativo de la palabra está más bien reservado a la asignación de rasgos de carácter humanos negativos -como la falta de honradez, la pereza, la embriaguez, o la falta de credibilidad- a un determinado grupo racial o étnico. La gente tiene libre albedrío, por supuesto, y cada individuo debe ser juzgado por sus propios méritos.
Reconocer que existen diferentes aptitudes en cada uno de los pueblos, sin embargo, no debe ser más censurable que destacar las diferencias físicas, como el hecho de que los miembros de la tribu Hutu son robustos y relativamente de baja estatura, mientras que sus vecinos Tutsis son más altos y desgarbados. O que uno no se encuentra muy a menudo con fullbacks de origen Ashkenazi (o para el caso sefardí).
Incluso la excelencia en los atributos mentales, como las capacidades que por lo común se encuentran entre los asiáticos para las matemáticas, o entre los Judios para los negocios o la ciencia, no debe ser vista como algo insultante hacia los demás. Aún cuando la observación sea exacta, sólo tiene una importancia limitada.
La Torá se refiere al pueblo judío como a “una nación sabia”, pero eso no significa que todos estemos bien dotados intelectualmente. Hasta los Judios que no son las luminarias más brillantes del candelabro tienen una misión Divina en la tierra que no es menos valiosa que la del Rogachover de la cuadra. Y los respetables Jazal habitualmente no acostumbran a usar palabras como “genio” o “brillante” sino otras como “justo” y “temor a D-s.” Eso es lo que cuenta.
Es plausible, por supuesto, que los logros intelectuales de los chinos o los judíos –así como la dominancia de Kalenjin en la maratón- se deban a algo más que a los genes; los factores culturales y los ambientales sin duda juegan un papel importante. Es más, incluso los hechos que se basan en estereotipos se están convirtiendo cada vez más en irrelevantes, así como los bancos de genes se mezclan más con cada generación.
Aún así, algunas habilidades asociadas con las poblaciones siguen estando vigentes, y algunas personas parecen pasarla bastante mal con eso. Pierden un tiempo precioso sintiéndose mal consigo mismos y experimentando resentimiento hacia los demás, perdiendo de vista la gran verdad de la vida. No importa qué habilidades poseemos, lo que importa es lo que hacemos con ellas.
Del mismo modo, algunas personas de escasos recursos sienten resentimiento hacia los más ricos. Ellos pueden suponer que (como lo hacen algunas personas adineradas también) que la prosperidad es el resultado de una inteligencia superior. (Esto, a pesar de la amplia evidencia fácilmente comprobable en sentido contrario)
Como Judios creyentes, sin embargo, debemos saber que las fortunas económicas están en su totalidad determinadas por la voluntad Divina; de últimas, ellas están más allá de la lógica y resultan inescrutables para nosotros los mortales.
Esos pensamientos conducen inevitablemente a las protestas de la ocupada Wall Street.
Puede que dentro de la multitud de manifestantes en el bajo Manhattan y de sus pares en otras ciudades, haya quienes tengan quejas legítimas y objetivos claros. Pero lo que uno escucha más alto y con mayor frecuencia (tal como incluso me lo demostraron de un modo más que suficiente unos pocos minutos en Zuccotti Park) es un simple resentimiento por el hecho de que la gente rica…sea rica.
Muchos de quienes protestan parecen estar diciendo muy enojados ¿por qué ellos y no nosotros?.
¡Qué triste manera de desperdiciar la vida! En lugar de identificar las propias bendiciones y el establecer cuál es la tarea –o el privilegio- que tiene cada uno para utilizarlos tanto como sea posible durante el mayor tiempo posible, esos manifestantes se auto-inmolan en el fuego de su rabia por no ser otra persona.
Pero son una buena motivación para que el resto de nosotros recuerde que lo que importa en este mundo no es lo que tenemos, física o monetariamente, sino lo que elegimos.
La mayoría de nosotros no perdería una milésima de segundo envidiando la velocidad o la resistencia física de un keniano. Ninguno de nosotros debe perder ni la mitad de ese tiempo sintiendo resentimiento por lo que otra persona tiene.
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