“Como es habitual, cabeza de asno e irracional como ningún otro” fue el juicio que sobre los científicos realizó el eminente psicólogo del siglo veinte, H.J. Eysenck.
Y agregó: “y su infrecuente alto nivel de inteligencia, sólo convierte a sus prejuicios en algo por demás peligroso”.
Hay un ejemplo reciente de falta de razonabilidad científica que se destaca tanto por el renombre del científico involucrado como por la ironía hacia la cual su parcialidad lo condujo.
El biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, quien murió en el año 2002, fue uno de los científicos más respetados, influyentes y leídos de su tiempo.
En su libro publicado en 1981, “The Mismeasure of Man” (La falsa medición del Hombre), que trata acerca de la medición de la inteligencia, él presenta el trabajo del físico antropólogo del siglo diecinueve, Samuel George Morton, como la Prueba número uno de cómo los preconceptos raciales pueden perjudicar la investigación científica.
Buscando evidencia respecto a que el Ser Supremo había creado por separado a las razas humanas, empleó semillas de mostaza (al principio, luego fueron perdigones) para calibrar meticulosamente los volúmenes de cientos de cráneos de caucásicos, asiáticos, indios americanos y africanos.
Por cierto, él encontró un patrón de las diferencias de tamaño en las cavidades cerebrales de los distintos grupos. Al volver a analizar los datos, Gould sin embargo concluyó que los científicos no le habían otorgado el debido significado a sus hallazgos y habían acusado a Morton de considerar que los grupos que tenían cavidades craneánas más pequeñas eran intelectualmente inferiores.
Recientemente, no obstante, un estudio publicado en una revista sumamente prestigiosa y supervisada por pares, Public Library of Science Biology (Biblioteca Pública de Ciencias Biológicas), afirma no sólo que no existe evidencia alguna de que Morton empleara concepciones raciales parciales, sino que había sido Gould y no Morton quien no había considerado adecuadamente los datos.
Investigadores que volvieron a medir los 308 cráneos que Morton había reunido, descubrieron que en verdad Morton había minimizado los alcances de las diferencias halladas.
Gould responsabilizaba a Morton de haberlas englobado “inconcientemente” dentro de un círculo engañador.
Por supuesto, la premisa de Morton de que las razas fueron creadas separadamente no coincide con lo que enseña la Torá (aunque después de los tiempos de Noé surge una humanidad tripartita generada por sus tres hijos). Pero su investigación fue llevada a cabo honrosamente.
Fue Gould quien impulsado por su antipatía hacia la noción de posibles diferencias de tamaño en los cerebros de las distintas razas –lo cual podría ser usado para sostener creencias racistas- quien (concientemente o de otra manera), distorsionó los datos.
La arrogancia científica tiene una importancia que va más allá de lo meramente académico. Si el premio Nobel Paul Ehrlich hubiera llevado al extremo sus ideas en 1968, el mundo hubiera sido testigo de un control compulsivo de la natalidad incorporando en la provisión de agua químicos esterilizantes. Ese fue el año en que Ehrlich publicó “La explosión poblacional”, en el cual su desdén por la cantidad de niños que nacían lo llevaron a predecir una hambruna mundial en veinte años más si no se tomaran tales medidas.
Practicados como corresponden, los esfuerzos de la ciencia son sublimes. Sus alcances no sólo pueden aumentar el conocimiento del mundo y mejorar las condiciones de vida sino también ser fuente de gran inspiración. Un libro de ciencia que ponga en evidencia un respeto por la Creación y un reconocimiento de las limitaciones humanas puede constituir un verdadero trabajo de inspiración religiosa.
Pero, como la mayoría de los textos tradicionales religiosos explican, sólo alguien que ha vencido sus preconceptos, deseos e imperfecciones de carácter que habitan en todos nosotros, puede sinceramente percibir al mundo con claridad.
El resto –incluso los científicos- estamos sujetos a errores de juicio, obnubilados como estamos por nuestros prejuicios.
En ningún lugar de la ciencia puede tal vez la parcialidad provocar tanta ceguera como cuando se refiere a la evolución.
Las especies, a lo largo del tiempo, conservan rasgos que les son útiles y pierden otros que no lo son. Los que no se adaptan no sobreviven; los aventajados sí. Eso es sencillo y se puede ver.
Pero la aparición de una nueva especie a partir de otra ya existente, o incluso de un miembro u órgano totalmente nuevo dentro de una especie- hechos que la ciencia contemporánea insiste en que han sucedido literalmente millones de veces- nunca han sido presenciados por testigos ni reproducidos. Mucho menos si hablamos de un organismo que ha emergido de la materia inerte- la “generación espontánea” que quienes proponen la teoría de la evolución consideran que fue lo que inició el proceso.
La solemne convicción de que la vida apareció azarosamente y que nuevas especies evolucionaron a partir de otras innumerables veces, sigue siendo un enorme salto…bueno, de fé. Y esa es la razón por la cual la “evolución” es llamada, apropiadamente, una “teoría”. Y más bien debería ser llamada una religión.
En tanto una creencia o fe que santifica el azar como el motor de todo, el Evolucionismo puede deberle menos a la objetividad que a un deseo subconciente de rechazar el concepto de un Creador.
Y toda la insistencia militante en su veracidad debería recordarnos a todos nosotros las palabras del Profesor Eysenck.
|
|
|