La Voz Judía


La Voz Judía
Obedecer y atender
Por Rabino Daniel Oppenheimer

“Sobre llovido, mojado”. Así se podía describir acertadamente el ánimo de Héctor aquella tarde. Héctor había dedicado su vida a la pequeña empresa de servicios que manejaba. En ciertos momentos la cosa fue mejor, en otros, no tanto. Pero ahora, “la cosa” estaba grave. Héctor estaba preocupado por el porvenir de su propia familia, y al mismo tiempo, por el futuro de los empleados que trabajaban con él.
¿Cómo los iba a encarar? ¿Los podía “dejar en la calle”? Ya eran años que ellos peleaban a la par suya, en las buenas y en las malas. Héctor era un buen patrón. Concedía vacaciones a sus empleados, aun cuando él mismo no se tomaba más que un fin de semana.

Dada la gravedad del asunto, Héctor decidió consultar con Mario, un amigo íntimo desde su niñez. A él le podía confiar sus angustias más íntimas. Después de escuchar los detalles del problema y considerar todas las posibles alternativas, Mario sentenció: “Mirá, Héctor: No te queda otra. Te tenés que poner duro y despedirlos...”. “¿Y, con qué los voy a indemnizar? Si hay que pagarles lo que manda la ley, tengo que vender hasta mi propia casa!” - la cara de Héctor mostraba a las claras el aprieto patético en que se hallaba. “¡Héctor! No te pongas sentimental... Haceme caso... Hay momentos en la vida en que tenés que pensar primero en vos.” Héctor salió del café aun más confundido de lo que había estado al ingresar. Cuando llegó a casa, se encontró con la próxima sorpresa: “¡Marta! ¿Qué hacés acá tan temprano?” Marta no respondió. Solamente le mostró un papel mimbreteado: “Me cortan el sueldo a la mitad, o me puedo considerar despedida...” - respondió finalmente, y agregó con tono desafiante - “pero no te preocupes, porque ya hablé con Adriana, sabés, mi amiga, la abogada y me dijo cómo hacer! No los voy a dejar salirse con las suyas. Yo voy a defender lo mío!”. “¡Pero Marta!, ¿no te acordás que este puesto te lo dieron de favor cuan n papel mimbreteado: “Me cortan el sueldo a la mitad, o me puedo considerar despedida...” - respondió finalmente, y agregó con tono desafiante - “pero no te preocupes, porque ya hablé con Adriana, sabés, mi amiga, la abogada y me dijo cómo hacer! No los voy a dejar salirse con las suyas. Yo voy a defender lo mío!”. “¡Pero Marta!, ¿no te acordás que este puesto te lo dieron de favor cuando lo necesitabas?” - cuestionó Héctor - “¿cómo les vas a hacer eso ahora? ¡Sabés muy bien que si no te pagan, es porque no están bien los negocios!”.
Marta se sintió molesta con la duda de su marido. “¡Perdón, pero aunque fuera como decís, nunca falté al trabajo, hice horas extra, ellos no me pueden largar así de un día al otro!”. Héctor no discutió más. Tenía la cabeza hecha un torbellino. Delante de él pasaban las imágenes de sus empleados con las caras ansiosas, los ademanes de Mario que le advertía que no aflojara, Marta, los consejos de Adriana... y, sí, Marta tenía razón: ¡necesitaba el dinero! ¿Qué hacer? ¿Quién tenía razón en todo esto?
De verdad. ¿Quién tiene razón? ¿Héctor está pensando de manera equivocada? ¿Cómo se decide si lo que está haciendo es lo correcto? ¿Es un tema de conciencia? ¿Depende de la buena voluntad de cada individuo? ¿Cambian la cosas si, como en este caso, es Marta la que quiere hacer el reclamo “defendiendo lo suyo”, y “está en todo su derecho”, o la situación de Héctor que se encuentra del otro lado del mostrador en su empresa? ¿Existe un código claro de lo que es correcto? En esta vida... ¿es la ley y la legalidad, lo que define la dignidad y la honestidad humana? ¿Qué es “lo bueno”?

Frecuentemente, y en particular cuando se escucha en forma reiterada sobre la vida privada un tanto confusa de algunos magistrados encargados de administrar justicia, o cuando ciertos procesos se demoran eternamente en los juzgados, la gente habla de lo nefasto que es nuestro sistema judicial. Hablando así, se hace sentir, como si el problema radicara en algunos o muchos jueces que se conducen de una manera poco ética. Sin embargo, ¿quién dijo que las mismas leyes que tenemos - o que tienen otros países - son justas? ¿Es más justo el derecho romano que el británico? ¿No son - en todos los regímenes legales - decisiones arbitrarias que tomaron un grupo de personas a quienes les pareció que esa es la mejor manera de legislar?

Sin embargo, como bien sabemos, la propia Constitución de un país se modifica cuando no conjuga con ciertos intereses. Aun si la mayoría de las personas votan por cierto cambio, ¿acaso eso significa que la ley sea justa o moral? Y, si bien uno de los siete preceptos universales, ordena a los seres humanos, legislar en cada lugar leyes de convivencia y juzgar a los que transgreden la ley, eso no implica ni garantiza que la ley humana favorecida por un conjunto de personas, sea verdaderamente equitativa e imparcial. ¿Qué es entonces de manera concluyente y definitiva: moral? ¿Con qué criterios se define el bien y el mal absolutos?

Este dilema lo tuvieron los pensadores desde tiempos inmemoriales. Sin entrar en las conclusiones a las cuales llegaron cada uno de ellos, los judíos que salieron de Egipto entendieron que legislar leyes universalmente rectas y eternas que respondan a todo el potencial humano en su deber ante D”s y con sus semejantes, está más allá del intelecto de las personas. Aceptaron , pues, que únicamente D”s, Quien creó y conoce íntegramente la naturaleza del ser humano, es Aquel y solo El, Quien puede proporcionar una Ley que sea invariablemente y eternamente justa y adecuada a las necesidades espirituales de los hombres. Con las dos palabras tan breves de la fórmula “Na’asé v’Nishmá” (hemos de obedecer y atender - Shmot 24:7), se sometieron íntegramente a un Estatuto que trascendía el alcance de su comprensión. Dado que era probable que con el tiempo aquella convicción inicial se debilitara, esa decisión crítica fue establecida y consolidada mediante un pacto eterno para con los presentes ante el Monte Sinai y para los descendientes que se sumarían en el futuro, más aquellos que quisieran adherir libremente al pueblo mediante la conversión. Por eso se habla de un Brit (pacto) que ocurrió frente al Monte Sinaí.

Todos los seres humanos poseemos discernimiento moral. Esto vale para todas las sociedades de todos los tiempos, aun aquellas que nos pueden parecer “primitivas”. Es así, pues todos hemos sido creados a imagen Di-vina. Y si Ud. pregunta: siendo así, ¿por qué estamos impedidos de redactar nosotros mismos un código ético justo y eterno? En parte, la respuesta pasa por el hecho que en cierto punto, no podemos salir de nuestra parcialidad.

Aun los más santos entre los hombres, son subjetivos en cierto aspecto, en la toma de decisiones. Es verdad, Avraham, Itzjak y Ia’acov concibieron y cumplieron con los preceptos en forma voluntaria y espontánea. Sin embargo, no hubo en aquel cumplimiento el valor de la Mitzvá, es decir, la orden de Hashem, y obediencia a un mandato de D”s. La subjetividad humana influye tanto que aun los jueces, ubicados en el tribunal que debe sentenciar con la Torá frente a ellos, necesitan de la asistencia de la Presencia de D”s para no errar en su dictamen (Tehilim 82:2).

¿Incorruptibles? “No confíes en ti mismo hasta el día de tu muerte”, nos enseña Pirkei Avot (2:5). Nadie está más allá de poder ser sobornado en cierta manera, razón por la cual la Torá nos advirtió con tanta severidad acerca del tema. Y es precisamente el “soborno” de la comodidad de sus costumbres anteriores, aquel que impidió que el resto de los seres humanos aceptaran la Torá.

El pueblo de Israel no fue el único que recibió la propuesta de adoptar la Torá. Todas las naciones tuvieron y tienen la opción de crear ese vínculo íntimo con Hashem, si aceptaran Su ley sin reservas ni condiciones. El Midrash (Sifí 342, Talmud Avodá Zará 2:) cuenta que D”s pasó por todas los pueblos para ofrecerles la Torá, y que cada uno de ellos tenía alguna objeción hacia alguno de los preceptos. Dado que la Torá no es un libro de “valores”, no necesariamente “te hace sentir bien” en todas las circunstancias, no siempre “te sirve”, ni tampoco se trata de “un estilo de vida”, sino de una convicción que abarca todas y cada una de las acciones de la persona, sus pensamientos y actitudes. No hay espacio ni posibilidad de acogerse a una porción de la Torá. La oferta era entonces: todo o nada. Aun entre los propios judíos, descendientes de quienes juraron frente al Sinaí, cuando algunos de ellos optaron por una observancia selectiva de los preceptos, escogiendo algunos y descartando otros tildados como “poco importantes”, terminaron por descartar la Torá en su totalidad - ellos mismos o sus hijos y nietos.

A través del tiempo, esta ley demostró ser la única que no caducó ni se modificó con las circunstancias, un concepto que pertenece a los trece principios de fe del judaísmo.

Al final de la Haftará de B’Midbar, encontramos las palabras de D”s al pueblo de Israel, en boca del profeta Hoshéa (3:21): “Y te desposé para la eternidad. Y te desposé con rectitud, justicia, con bondad y misericordia. Y te desposé con la Verdad y te uniste a Hashem”. Estas frases las repetimos cada vez que nos colocamos los Tefilín. El vínculo de Israel con D”s equivale al de un matrimonio que jamás se dividirá. La supervivencia del pueblo de Israel en un exilio de dos milenios, sin tierra y perseguidos de un país a otro, no tiene explicación salvo su enlace con el Todopoderoso, Quien le garantizó su eternidad al unirse con El mediante la aceptación de la Torá.

Cuando festejamos un nuevo aniversario de aquella magna declaración: “hemos de obedecer y atender”, ratificamos nuestra convicción en que únicamente mediante la observancia de la Torá, al cumplir con la ley que contempla todo el potencial humano desde la Creación del mundo y hasta el final de los días, podemos divisar el verdadero bien.

El flamante Rav de la ciudad de Brisk (Brest-Litovsk), acababa de asumir su cargo, cuando en uno de los primeros Shabatot, le golpearon la puerta. Era un agente de policía que venía a pedirle su asistencia para acompañar a un soldado judío detenido en una cárcel local, que había sido sentenciado a muerte. La ley del país permitía la oportunidad a cada condenado de “confesarse” con un clérigo de su fe. El Rav se negó. “Si no pueden aplicar la pena hasta que yo vaya, pues no iré, para no ser yo el que le cause la muerte aunque fuese indirectamente”. El oficial quedó intrigado por la lógica, pero se enfureció ante la negativa del Rav. La gente de la ciudad se convocó ante la puerta de la casa del Rav. “Es inexperto. Nos está poniendo a todos en peligro.” No hubo caso. El Rav no iba a ir. Incluso, les mostró las palabras del Ramba”m (Maimónides, uno de los principales codificadores de la ley hebrea) que avalaban su postura. Ni una delegación mayor de la comisaría, ni las amenazas pudieron modificar la actitud del Rav. El comisario decidió, entonces, detener el asunto hasta recibir órdenes de sus superiores. En el interín, la familia del condenado logró la intervención de ciertas autoridades que aceptaron revisar el sumario, y el soldado se salvó. (R. Paysach Krohn en su libro “The Maggid Speaks” Artscroll/Mesorah).

Frecuentemente nos encontramos ante situaciones en las que las leyes de la Torá no condicen con lo que acostumbramos en nuestra sociedad. En aquellos casos, nos cuesta adherir a los preceptos que los otros califican de arcaicos y desactualizados. Nosotros sabemos lo contrario. Son los hábitos, costumbres y usanzas del momento, los que pronto estarán avejentados y caducos, porque dependen de la conveniencia de pocos o muchos y fluctúan con la posición derivada del lado del mostrador en que uno se encuentre. La Torá, en cambio, se mantiene y permanecerá con nosotros por siempre.

 

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