Iosef, entonces, se echó a llorar y dijo simplemente: “¡Yo soy Iosef! - ¿está, acaso, mi padre aún en vida?”
Los hermanos quedaron desconcertados y sobrecogidos ante esta revelación.
Efectivamente, era el propio Iosef, quien hablaba perfectamente el Lashón haKodesh (hebreo), y estaba circuncidado al igual que ellos - no cabía la menor duda.
Ya habían trascurrido veintidós años desde aquel fatídico día en el que los hermanos vendieron a Iosef, después de considerar entre ellos que merecía hasta la pena de muerte.
Si bien no es inaudito que haya celos entre hermanos, en este caso curiosamente ellos no lidiaron por cuestiones materiales, ni siquiera por su ego mellado.
La controversia había resultado como consecuencia de una serie de situaciones en las que Iosef vio a sus hermanos conduciéndose según lo que él entendía no era apropiado para hijos de Ia’acov, y creadores del pueblo de Israel. Fue así que Iosef, se dirigió a su padre a relatarle lo advertido, para que pudiera amonestar y corregir la conducta de estos.
En realidad, todas las circunstancias reparadas por Iosef, respondían a su interpretación personal de las situaciones. Los hermanos no estaban pecando según la ley, pero - a sus ojos - parecían estar haciéndolo.
La inferencia negativa que Iosef había hecho a partir de los sucesos, provocó en ellos un sentimiento de discordia y contrariedad hacia él.
A su vez, los hermanos temían que Iosef tuviera intenciones de apartarlos del futuro pueblo de Israel, por creerlos inferiores a él y a sus ideales. Sospechaban que quedarían relegados al igual que lo fueron previamente Ishmael y Eisav, quienes no habían reunido las condiciones para continuar las enseñanzas de sus respectivos padres.
En realidad casi todo altercado entre dos o más personas, suele ser - en parte - producto de una serie de prejuicios del linaje selecto que se forman en la percepción de los protagonistas. Si bien es muy posible que hubiera inicialmente algún punto de diferencia, aquel asunto sería quizás fácilmente solucionable si no se le sumaran otros factores adicionales que lo inflan y proyectan.
Es más, cuanto más tiempo se demora en resolver los conflictos, y cuantas más personas se suman a la disputa, más crece el antagonismo que poco tiene que ver con la discrepancia inicial.
¡Cuántas de las peleas cotidianas repiten este esquema de interpretación errada y consecuente desconfianza mutua!
En realidad, los conflictos crecen y se desarrollan en la mente de las personas, y se alimentan de cegueras, desconfianzas y parcialidades.
Tal como un castillo de naipes, se suman muchas construcciones hipotéticas de lo que se supone que el otro cree de uno, etc.
Es más: una vez que cierto concepto se arraiga en la imaginación la persona, es difícil modificarlo, aun cuando pasó el tiempo, y la sensación original ya pasó (Saba de Kelm).
Volvamos con Iosef.
¿Cómo llegarían a restablecerse la fraternidad entre hermanos luego de tanta discordia y amargura?
El artífice de esta reconciliación completa fue el propio Iosef. A él le tocó la dura tarea de recomponer la confianza mutua y recuperar la armonía entre hermanos.
A fin de alcanzar este objetivo, había que eliminar todos los prejuicios que pudieran teñir su futura relación.
Iosef precisaba quitar de su mente el concepto de que sus hermanos eran tan crueles, que estaban dispuestos a vender a un hermano si creyeran que la situación lo ameritaba. Recién cuando pudieron ofrecer quedarse junto a Biniamín (“somos todos esclavos, tanto quien tiene la copa, como el resto de nosotros” - Bereshit 44:17), después de que este último había sido acusado - injustamente - de robar la copa del Virrey, aun permitiéndosele a ellos volver a casa con la comida que sus familias necesitaban desesperadamente, desapareció de su mente el estigma que ellos eran crueles, y se demostró que su arrepentimiento era total.
Por otro lado, Iosef necesitaba modificar el concepto que ellos tenían de él. Mientras ellos pensaran que Iosef podría utilizar el poder para dominarlos - si lo tuviera - tal como habían sospechado cuando este era joven (razón por la que lo vendieron en primer lugar), se mantendría el recelo inicial. Pero cuando Iosef les demostró que tenía en sus manos el poder total de hacer lo que quisiera, y que, sin embargo, no tenía el más mínimo deseo ni intención de dañarlos, pues realmente los amaba como hermanos, quedaría definitivamente resuelto el conflicto.
(adaptado del comentario de R.Sh.R. Hirsch sz”l)
LA DIFICULTAD EN RECOMPONER
Es tan fácil caer en el prejuicio, y es tan sencillo quebrar la confianza, y es - por otro lado - tan complicado remediar los males y resolver disputas - especialmente los conflictos familiares, que por eso, esta historia, en la que Iosef tuvo que dejar sus sentimientos de amor de lado (recordemos que Iosef estuvo solo en Egipto tantos años sin ver sus rostros familiares...), nos da una lección de vida: cuidar y alimentar los vínculos con nuestros seres queridos. Y si surge algún malestar, resolverlo cuanto antes.
Lo que sigue, se puede aplicar tanto en desavenencias matrimoniales, discordancias entre socios, conflictos entre vecinos, querellas entre miembros de una comunidad, etc.
¿Cuáles son los impedimentos más comunes que estorban a que se lleve a cabo el apaciguamiento de ánimos entre los antagonistas?, ¿cuáles son los factores que empantanan el escenario, evitando que se llegue a buen puerto?
Por un lado, están los elementos internos.
Muchas personas que han atravesado por estas situaciones sienten en algún punto, que han exagerado en sus actitudes y palabras. Sospechan, pues, que al armonizar con la otra parte, demuestran que se pone en evidencia que todo lo que han dicho y hecho, no era tal como lo estaban definiendo (si el adversario realmente era un ogro tal como se lo dibujaba… ¡cómo ahora uno volvería a convivir con él…!).
El hecho de que la gente piense que debe estar dando explicaciones al mundo, frena la buena voluntad de los adversarios de hacer las paces.
Asimismo, internamente, el litigante puede haber repetido tantas veces los errores, las falencias y desatinos de la persona con quien está contendiendo, que termina por convencerse que realmente no hay nada bueno que se pueda rescatar en aquella persona (curiosamente, de tratarse de una pareja, es muy posible que anteriormente haya estado “locamente” enamorado de ella, sin poderle distinguir en absoluto errores, falencias o desatinos…).
Puesto que desde un principio, el enojo de la persona pasa por sentirse desilusionado con su contrincante - y por ende consigo mismo por haber confiado en esa persona - se flagela a sí mismo por la amistad y familiaridad que cedió, y se echa al otro extremo - no permitiendo que las desavenencias se corrijan.
Al margen de lo que expusimos, también existen muchas patologías no resueltas en individuos de nuestra sociedad, que exacerban las situaciones de por sí desdichadas de muchas personas.
Lamentablemente no faltan aquellos que jamás olvidan viejas discordias, y no pasarán por alto que un antiguo rival tenga una nueva situación reñida con otra persona, para avivar el fuego de la nueva discordia, alentando al adversario de su adversario (“el enemigo de tu enemigo, es tu amigo”). A estos se les suman otros necios, que festejan toda querella, para tener tema de conversación en sus horas de ocio, un método siempre útil para evitar la introspección en los errores de uno…
Estas actitudes están claramente sancionadas y condenadas por los Sabios, y constituyen una de las piezas que más entorpecen la reconciliación de las partes.
Rav Jaim Shmuelevitz sz”l solía relatar un episodio que él vivió en medio de la guerra de los Seis Días.
Ieshivat Mir estaba situada en Ierushalaim a pocos metros de la frontera con los jordanos.
Los alumnos de la Ieshivá, como así también muchos vecinos, buscaron cobijarse de las bombas que la Legión Árabe disparaba desde Ierushalaim Oriental en el comedor de la Ieshivá, que estaba situado prácticamente bajo tierra en una especie de sótano.
El constante bombardeo sacudía el edificio, mientras el grupo humano aglomerado en su interior recitaba fervientemente Tehilim, temiendo que en cualquier momento la construcción se desplomaría sobre ellos (hasta hoy se pueden divisar en las paredes de la Ieshivá los impactos que los cañones árabes dejaron en ella).
No lejos de Rav Jaim, estaba angustiada una vecina que tenía varios niños a cargo, y que había sido abandonada por su marido sin haberle entregado el Guet (acta de divorcio) correspondiente.
La vida de esta mujer consistía en un constante suplicio. Ya habían pasado varios años sin que su marido tuviera aunque fuese la mínima compasión de liberarla de su atadura de ser Aguná (sin el Guet, una mujer casada no puede volver a contraer enlace).
En medio del estruendo de las bombas y de los gritos de congoja y terror de las personas que clamaban su angustia, se escuchó la voz de esta pobre mujer que repetía (en referencia al penoso estado en que la habían abandonado) una y otra vez: “¡Ich binn Ihm moichel!” (= ¡le perdono!).
Afortunada y Providencialmente, sobrevivieron al cañoneo, y Rav Jaim no dejaba de atribuir su salvación a las palabras de esta mujer, que perdonaba el tormento al que estaba condenada de por vida.
SE DERRUMBA EL CASTILLO DE NAIPES
Llegó el momento crítico: Iosef dio una orden insólita: se debían retirar todos sus asistentes y soldados - de inmediato. ¡No debía quedar ni uno!
Obedientemente, todos acataron. Iosef quedó entonces, solo frente a sus hermanos.
Iosef, entonces, se echó a llorar y dijo simplemente: “¡Yo soy Iosef! - ¿está, acaso, mi padre aún en vida?”
Los hermanos quedaron desconcertados y sobrecogidos ante esta revelación.
Efectivamente, era el propio Iosef, quien hablaba perfectamente el Lashón haKodesh (hebreo), y estaba circuncidado al igual que ellos - no cabía la menor duda.
“¡Pobres de nosotros el día del juicio, pobres de nosotros el día de la amonestación! Si Iosef, el menor (salvo Biniamín) de los hermanos reveló estas escuetas palabras, y ellos no pudieron responder… ¡¿qué sucederá el día en que el Todopoderoso repruebe a cada uno de nosotros según la propia conducta?!” - dice el Midrash (Bereshit Rabá 93:10).
Toda la enorme edificación mental de lo que había estado sucediendo desde su juventud, cayó frente a sus ojos.
Todo se veía ahora desde otro ángulo. Iosef, entonces, no quería destruirlos, ni expulsarlos. Los sueños de Iosef, de los que habían sospechado eran tan solo una fabulación delirante, efectivamente habían sido proféticos…
ESPERANZA HACIA EL FUTURO
Oportunamente Iosef logró unir a la familia, tanto los hijos de sus hermanos (que eran “inmigrantes”, como los suyos propios (que habían nacido en el palacio egipcio), fueron esclavizados y oprimidos por los egipcios. En una sola generación ya se había fusionado totalmente el pueblo. No se notaron diferencias entre los primos, y la integración fue perfecta.
Aun cuando diecisiete años más tarde, con la muerte de Ia’acov, los hermanos volvieron a recelar por una eventual venganza de Iosef, éste los volvió a sosegar y amparar generosamente hasta su muerte.
Sin embargo, pasaron muchos años, y una nueva disputa separó la nación. Con la muerte del rey Shlomó, Ierovam ben Nevat se sublevó contra el hijo de Shlomó, Rejavam.
La secesión se tornó cada vez más profunda y los dos reinos llegaron a guerrear entre sí. Finalmente, el reino del norte, constituido por diez tribus fue exiliado por los asirios perdiéndose de vista de la historia (solo algunos miembros de las 10 tribus se integraron al reino de Iehudá).
Todo el pueblo judío espera el momento de la Gran Reconciliación: entre nosotros y el Todopoderoso - y aun entre nosotros, uno con otro.
Llegará el día en que aquella separación se vuelva a ensamblar con una “costura invisible”, al igual que la de Iosef y sus hermanos.
Así vaticina el profeta (Iejezkel 37:16), después de la famosa profecía de los esqueletos que vuelven a tomar vida, y a quien D”s mandó tomar dos tablas de madera que representaban a Iehudá (el reino del sur) y a Efraim (el reino del norte), y acercarlas para que vuelvan a formar una sola madera.
Todo judío observante debe anhelar la pronta redención y la nueva unificación de nuestro pueblo.
Entendamos, que si así aspiramos, el primer paso es resolver los conflictos internos más inmediatos. Y si nosotros abrimos aquel ojo de la aguja aproximándonos mutuamente y dejando de lado viejas “broncas”, mereceremos también que se cumplan las augurios de la Gran Reconciliación.
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