ZAKYNTHOS, Grecia – Necesitaba un descanso al finalizar un largo y agotador semestre. Mi familia se había ido a la punta sur de la península balcánica, a una desconocida isla de Grecia. Decidí reunirme con ellos.
Volamos de Tel Aviv a Atenas. De Atenas hacia el famoso levante de las islas orientales, aterrizamos en la isla de Zakynthos – “Fiore di Levante” (Flor del Este) – que es también conocida por su nombre italiano – Zante.
Durante el viaje, leí la guía turística y aprendí un poco acerca de su historia, la agricultura, el clima y, finalmente, acerca de los poéticos orígenes del himno nacional.
No leí ni una palabra acerca de lo que estaba por descubrir, realmente, en la isla.
El viaje desde el aeropuerto hasta nuestra villa duró unos pocos minutos. Desde la planicie costera, condujimos hacia arriba por retorcidas curvas hasta nuestro destino.
Una anciana dama, una típica vecina vestida toda de negro, nos dio la bienvenida a su casa con una cálida sonrisa. Era obvio que ese lugar era la fuente de su orgullo.
La dueña de casa nos dio un corto tour de sus dormitorios de viejo estilo, de los baños y del salón. En la cocina, notamos los hermosos platos griegos auténticos que colgaban sobre su cocina con aspecto de antigüedad. Todo esto era para nuestro uso.
Le explicamos que, por razones religiosas, desafortunadamente, no podríamos disfrutar usando su vajilla y que habíamos traído la nuestra.
Así es como todo comenzó.
Parecía confundida. Miró a mi padre y, de pronto, sus ojos se iluminaron. Notó su kippa (yarmulke). Nos pidió que la siguiéramos al jardín.
Desde el punto alto donde estábamos parados, vimos un fantástico panorama del océano y los barcos. Pero ella señaló completamente hacia otro lado.
“¡Miren hacia allá!” dijo.
Quiso saber qué es lo que veíamos.
“Árboles, vegetación”, dijimos.
“¡Miren nuevamente y concéntrense!” exigió.
“Algo identificado que parecen dientes, puntos blancos” dijo mi padre.
Nos miró fijamente por un largo momento y dijo: “Ese es el cementerio judío”.
Yo estaba sacudida. Todos estábamos estupefactos. Aquí estábamos en una aislada isla de Grecia. ¿Quién oyó jamás de judíos aquí?
Traté de rememorar historias y experiencias que había oído de amigos que habían visitado este lugar. Nada vino a mi mente.
Desde ese momento y hasta que dejé Grecia, las relajantes vacaciones bebiendo ouzo en la playa se convirtieron en un fascinante viaje. Para el final de él, yo había descubierto una inolvidable historia.
A la mañana siguiente, monté sobre mi ciclomotor alquilado y conduje hasta el cementerio. El estremecimiento que me atravesó comenzó cuando vi la Estrella de David en la pequeña entrada negra. El temblor creció cuando entré. Era un enorme cementerio que contenía cientos de tumbas desde el siglo 16 hasta 1955. Los jardines estaban bien mantenidos y había pequeñas piedras sobre muchas tumbas, como si hubiera habido visitantes recientemente.
1955. Pensé por un momento. Cualquiera que conozca la historia de Grecia y sus islas, aún ligeramente, sabe que no hubo lugar peor golpeado por los nazis.
Rodas, Corfu, Salónica, Atenas. La pérdida de vidas judías en Grecia fue devastadora.
Desde 1944, casi no quedaron judíos, aún en las comunidades más grandes.
No obstante, no entendía el significado de la tumba “1955” y decidí investigar.
En una pequeña casa que se encontraba en el corazón de la propiedad, encontré al cuidador del cementerio, tercera generación de cuidadores del cementerio judío de Zakynthos. Mi incapacidad de hablar la lengua me impidió tener una profunda conversación con él.
Traté de encontrar la forma de continuar mi búsqueda de la historia judía de esta ciudad, y en cinco minutos estaba en la municipalidad.
Cuando le conté al empleado en la mesa de entrada lo que buscaba, me preguntó si ya había estado en la sinagoga. La pregunta fue hecha de forma casual, como si fuera formulada diariamente.
“Discúlpeme”. Pensé que no había oído bien. “¿Una sinagoga en esta isla”?
Me dio las indicaciones.
La sinagoga estaba ubicada en una concurrida calle de la isla. Cerca de la calle principal, en un espacio entre dos edificios, había una puerta negra de hierro, como la que había visto no hacía mucho en el cementerio. Sobre ella había un arco de piedra con un libro abierto.
Se leía, en una libre traducción del original hebreo, “En este sagrado lugar estaba la Sinagoga Shalom. Aquí, en el momento del terremoto de 1953, los viejos rollos de la Torah, comprados antes se estableciera la comunidad, se quemaron”.
A través de la puerta cerrada vi dos estatuas. A juzgar por sus largas barbas, me parecieron rabinos. Lo escrito en la pared me demostró que estaba equivocada: Esta placa conmemora la gratitud de los judíos de Zakynthos al Alcalde Barrer y al Obispo Chrysostomos”.
¿Por qué era el reconocimiento? ¿Quiénes eran esas personas? ¿Por qué las estatuas? ¿Qué ocurrió aquí? Tenía un montón de preguntas. Tenía que encontrar una pista, si no una respuesta. Volví a la municipalidad, excitada y temblando.
Me acerqué al empleado, que ya me conocía, y comencé a preguntarle acerca de lo que había ocurrido ahí. Él me derivó al vice alcalde en el tercer piso. Encontré su oficina, golpeé a su puerta y le pedí si podía dedicarme algunos minutos. Aceptó de buena gana.
MEDIA hora después salí con lo siguiente.
El 9 de setiembre de 1943, el gobernador de la ocupación alemana, llamado Berenz, le había pedido al alcalde, Loukas Barrer, la lista de todos los judíos de la isla.
Después de consultar con el Obispo Chrysostomos y rechazando la demanda, decidieron ir juntos al día siguiente a la oficina del gobernador. Cuando Berenz insistió otra vez con la lista, el obispo explicó que esos judíos no eran cristianos, pero habían vivido ahí en paz y tranquilamente durante cientos de años.
Nunca habían molestado a nadie, dijo. Eran griegos como todos los demás griegos y ofendería a todos los residentes de Zakynthos el que tuvieran que marcharse.
Pero el gobernador persistió en que le dieran los nombres.
Entonces, el obispo le entregó una hoja de papel conteniendo sólo dos nombres: Obispo Chrysostomos y Alcalde Barrer.
Adicionalmente, el obispo escribió una carta para el mismo Hitler, declarando que los judíos en Zakynthos estaban bajo su autoridad.
El gobernador se quedó sin habla, tomo ambos documentos y los envió al comandante militar nazi en Berlín. Mientras tanto, sin saber lo que habría de ocurrir, los judíos locales fueron enviados por los líderes de la isla a esconderse dentro de las casas cristianas en las montañas. De cualquier modo, una orden nazi de reunir a los judíos fue rápidamente revocada – gracias a los leales líderes que arriesgaron sus vidas para salvarlos.
En octubre de 1944, los alemanes se retiraron de la isla, dejando tras ellos a 275 judíos. La completa población judía había sobrevivido, cuando en muchas otras regiones, las comunidades judías fueron eliminadas.
ESTA historia única esta descripta en el libro de Dionyssios Stravolemos, Un Acto de Heroísmo – Una Justificación, y también en el corto de Tony Lykouressis, El Canto de Vida.
De acuerdo al guía turístico Haim Ischakis, en 1947, un gran número de judíos de Zakynthos hicieron alia mientras otros se mudaron a Atenas.
En 1948, en reconocimiento del heroísmo de Zakynthos durante el Holocausto, la comunidad judía donó vitrales para las ventanas de la Iglesia de San Dionyssios.
En agosto de 1953, la isla fue golpeada por un fuerte terremoto y el barrio judío entero, incluyendo sus dos sinagogas, fue destruido. No mucho después, los restantes 38 judíos se mudaron a Atenas.
En 1978, Yad Vashem honró al Obispo Chrysostomos y al Alcalde Loukas Karrer con el título de “Justos entre las Naciones”.
En marzo de 1982, el restante último judío de Zakynthos, Ermandos Mordos, murió en la isla y fue sepultado en Atenas. De este modo, el círculo de la presencia judía se cerró después de cinco siglos.
En 1992, en el lugar donde estaba la sinagoga sefaradí antes del terremoto, la Junta de Comunidades Judías de Grecia erigió dos monumentos de mármol recordatorios como un tributo al obispo y al alcalde.
UNOS POCOS días antes de que hubiera planeado dejar la isla y volver a casa, fui a un banco para convertir algunos dólares en euros. Pero aún en un simple lugar como un banco, me arreglé para agregar otra pieza a este rompecabezas judío.
Una empleada que había estado en el teléfono y comiendo un sándwich, me llamó cuando llegó mi turno. Cuando le di mis dólares para cambiarlos, ella me entregó la moneda convertida en un sobre sin pedirme ninguna identificación.
Más tarde, cuando lo abrí, me sorprendió ver tanto dinero.
El dinero que había sido puesto en el sobre no había sido contado correctamente y, en lugar de cambiar $1.000, ¡ella me había dado el equivalente de $10.000!
Realmente, esto no me sorprendió, porque la empleada no me había prestado atención. En última instancia, sin embargo, una vez que el banco se diera cuenta del dinero faltante, no habría habido manera de llegar a mí, dado que no se pidió información de contacto.
A la mañana siguiente, llamé al banco y pedí hablar con el gerente. Quería saber si había algún problema con las cuentas de la noche precedente.
“Usted debe ser la señora con los dólares”, dijo, invitándome inmediatamente a su oficina.
Una hora después, yo estaba en el banco. Cuando entré a la oficina, el hombre sentado frente al gerente se cambió a otra silla y me cedió su asiento.
Compartí mi experiencia bancaria con él, me dijo cuán fácil habría sido para mí desaparecer con el dinero.
El mismo gerente fue profusamente apologético acerca del modo poco profesional en que fui tratada y me agradeció repetidamente por devolver el dinero.
Para expresar su gratitud, me invitó a mí y a mi familia a cenar en un restaurante exclusivo. Le expliqué que comer afuera era muy complicado para nosotros debido al hecho de que éramos judíos observantes.
Me pidió mi dirección para podernos enviar un cajón de vino.
“Eso también es un problema”, le dije.
Le conté que había venido de Israel hacía una semana para vacaciones, pero que había resultado diferente.
“Unos días después que aterricé, me sorprendí al descubrir a la comunidad judía que había aquí hace más de 25 años, dije. “Ustedes no me deben nada. En realidad, ustedes me dieron a mí y a mi pueblo un montón. Lo menos que puedo hacer como judía para demostrar mi aprecio por lo que ustedes han hecho por los judíos de Zakynthos es devolver este dinero que no me pertenece y decir, ¡Gracias!”
Hubo un silencio por lo que pareció ser un largo minuto.
El hombre que me había cedido su asiento cuando entré y no había dicho una palabra durante la conversación, se levantó con lágrimas en sus ojos, se volvió hacia mí y me dijo:
“¡Como el nieto del Alcalde Karrer, estoy extremadamente abrumado y quiero agradecerle!
Traducción del hebreo: José Blumenfeld
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