Sus corazones latían como si hubieran estado corriendo con todas sus fuerzas. Su paso, sin embargo, era mesurado y firme, y no dejaba entrever ningún tipo de temor.
Alex y Sasha podían practicamente sentir los destellos de odio que les lanzaban mientras iban pasando entre el grupete de adolescentes del lugar que estaban parados frente a su escuela secundaria.
Dentro del edificio, los estudiantes eran forzados a comportarse bajo el semblante de un cierto decoro, pero afuera, los dos jóvenes judíos sabían que eran tomados como objeto de pillería. Sus largos años de experiencia les habían enseñado a caminar entre medio de la banda con el mismo talante que si pasaran ante una manada de perros sueltos –despacio, con calma, sin lanzar ninguna mirada de reojo.
Alex y Sasha respiraron profundamente para reponerse mientras llegaban hasta el final de la cuadra, y entonces se dieron cuenta de que los chicos no los estaban persiguiendo.
Ellos eran judíos, y en la Rusia Soviética sufrían mucho por serlo. Sus carreras de estudios superiores eran una colección de actos intimidatorios, de exclusión y de tratos crueles. Esa tensa existencia era lo más difícil de soportar puesto que ningún niño podía alcanzar a entender qué significaba ser judío- excepto que era sinónimo de ser odiado.
La terminación de los estudios secundarios era una buena oportunidad para dar vuelta la página y abrir un nuevo capítulo. Ellos esperaban que en la Universidad sus capacidades académicas pesaran más que su origen. Ellos habían estudiado juntos las distintas opciones de carreras universitarias y habían elegido una escuela de ingeniería que era conocida por recibir relativamente bien a los estudiantes judíos.
El día que empezaron a estudiar en la universidad fue para ellos como un renacimiento. Ellos ya no tuvieron que estar más atentos a cada palabra y a cada gesto. Por fin pudieron bajar la guardia y dedicar todas sus energías a sus estudios.
Fue durante esos gloriosos primeros meses en la universidad cuando Sasha empezó a buscar una reconciliación con su identidad judía. A pesar de que esa clase de estudios estaba totalmente prohibida, él había encontrado una clase de Torá, y lentamente había comenzado a observar mitzvot.
Por su parte, Alex siguió siendo estrictamente secular. El sabía que era judío –nadie hubiera dejado que se olvide de ello- pero para él, su herencia no era nada más que un infortunado accidente de nacimiento.
Un día, Sasha y Alex estaban caminando juntos hacia la clase cuando notaron un oficial de policía del campus que se dirigía hacia ellos. Sus viejos instintos volvieron a morderles el estómago. Ellos miraron a su alrededor buscando algún desvío hacia el cual dirigirse para desaparacer rápidamente, pero no hallaron ninguno. La penetrante y precisa mirada del oficial los fijó en su lugar y en un instante estaba al lado de ellos mostrando una sonrisa que parecía quebrar su cara de piedra.
“¡Muchachos! ¿Cómo están hoy? Ustedes son dos buenos estudiantes, según creo”.
“¿Qué podrá querer de nosotros?”, pensó Alex para sus adentros. Sasha ya estaba imaginando el tren a Siberia que probablemente los estaría esperando en la estación. O tal vez primero habría un juicio de dos minutos durante el cual él sería hallado culpable de estudiar Torá.
“No se preocupen, muchachos”, les dijo el oficial. “Yo sólo estoy aquí para ofrecerles una excelente oportunidad. Miren, nosotros necesitamos hombres jóvenes como ustedes para trabajar en nuestra fuerza policial del campus. Es un trabajo que los encaminará rápidamente hacia una carrera muy lucrativa dentro de la KGB (la policía secreta de Rusia). Si yo fuera un joven en busca de un futuro, no me perdería esta oportunidad”.
Para Sasha, el término “KGB” era sinónimo de historias que había venido escuchando de boca de activistas judíos y que hablaban de redadas y arrestos, de rabinos y alumnos que habían sido arrancados de sus hogares en medio de la noche oscura y súbitamente eliminados. El le respondió al oficial con amabilidad, en forma inmediata, “no gracias”.
Por su parte, Alex todavía seguía aspirando a encontrar alguna forma de vida como ruso en Rusia, sin estar sujetado a su identidad judía. Convertirse en parte de la fuerza más poderosa del país significaba, en su imaginación, una perspectiva gloriosa.
Sin duda, los dos amigos se habían embarcado en dos corrientes que iban a colisionar. La función específica que se le asignó a Alex fue la de informar sobre actividades clandestinas de los judíos. El tenía que estar atento a actividades subversivas tales como estudiar Torá, hacer un bris o reunirse para rezar. Alex se convirtió en el cazador, y la gente como Sasha, en los cazados.
Mientras que los nuevos aspirantes a la KGB cumplían sus deberes fielmente, pasando informe tras informe sobre las infracciones a la ley cometidas por los judíos, Alex usó su puesto para proteger a su viejo amigo Sasha y evitar que fuera arrestado. Cada vez que recibía por adelantado una noticia sobre una redada policial sobre algún lugar donde se reunían judíos, él le advertía a Sasha que se mantuviera lejos.
El día anterior a Rosh Hashaná, Alex se encontró con Sasha y lo llevó a un sitio privado. Luego de haber estudiado bien el lugar para cerciorarse de que no iban a ser oídos por nadie, fijó su mirada en la de Sasha y le dijo:
“Escúchame con atención; mañana es el día de mi gran exámen final”.
“¿De qué estás hablando?”
“Es Rosh Hashaná, y me han asignado una gran tarea. Se espera que yo me siente en la parte posterior de la sinagoga durante los rezos. Tú y yo sabemos que decenas de personas se me van a acercar para ofrecerme enseñarme Torá o para invitarme a un servicio secreto de rezos, o algo por el estilo. Ellos me darán sus nombres. Y se supone que yo voy a entregar esos nombres a la KGB para que arreste a esas personas bajo la acusación de estar cometiendo crímenes contra Rusia. Pase lo que pase, ¡no vayas mañana a la sinagoga, Sasha! Hablo en serio. ¡No vayas!”.
Sasha no dudaba de que el peligro era real. A pesar de estar ansioso de rezar con sus hermanos judíos en ese día sagrado, y de oir el antiguo Shofar, decidió quedarse en su casa a rezar solo. Pensar en todos los que probablemente empezarían su nuevo año bajo arresto, enredados en la mortal red soviética de opresión, era una idea que taladraba su cabeza. “¿Quién vivirá y quién morirá?”, rezarían durante Unesané Tokef, y pese a que ellos no sabían lo que él, Sasha, sabía, ellos dirían esas palabras con su corazón lleno de presentimientos, puesto que ellos eran objeto de un régimen criminal.
A las tres de la tarde alguien golpeó con fuerza en la puerta del departamento de Sasha. El abrió y quedó impactado al ver a Alex parado allí, con sus ojos rojos e hinchados, y sus mejillas llenas de lágrimas.
“¡Alex! ¿Qué pasa?”, preguntó Sasha mientras empujaba a su amigo hacia adentro del departamento.
“Yo…yo…¡lo siento! ¡Yo lo siento! ¡Yo lo siento!”, decía con voz entrecortada. “Yo quiero…quiero…arrepentirme”.
“¿De qué estás hablando? Dime qué pasó”, lo urgió Sasha.
Alex se desplomó sobre una silla en el living de la casa de Sasha, tomándose la cabeza con las manos.
“Yo había planeado hacer exactamente lo que ellos me habían ordenado hacer”, dijo. “Yo fui a la sinagoga predispuesto a tomar nota de cada judío que se me acercara para hablarme. Yo sabía que si lo hacía, yo sería aceptado como agente de la KGB, y entonces todas mis preocupaciones respecto a ser un judío en este país se terminarían. Yo estaría del lado de ellos.
“Entonces, me senté mientras esperaba que alguien cayera en la trampa. Mientras tanto, Sasha, yo estaba mirando y prestando atención. Los judíos estaban rezando. Era como un largo y correntoso río, toda esa emoción, todas esas lágrimas. La voz del jazán era como el canto de un ángel. Empezó a transportarme, y yo comencé a canturrear junto a ellos. Nunca sentí nada así en toda mi vida. Así fue que empecé a pensar ‘¡Debe ser esto!’ ‘¡Debe ser por esto que un judío es judío!’.
“Entonces, todos se quedaron quietos, y se oyó un sonido agudo, como el llanto de un bebé llamando a su madre. Miré hacia arriba y vi que alguien estaba tocando el shofar. Yo ya sabía de qué se trataba pero nunca antes lo había escuchado. Ese sonido vino directo hacia mí como una flecha, y todo lo que pude hacer fue pensar en los llantos, los llantos del pueblo judío en todas las generaciones. En mi mente, lo único que veía era a los judíos llorando en Egipto y en España. Yo los ví llorando mientras los nazis los eliminaban, y ahora son los rusos los que los hacen llorar. ¡Y yo soy parte de ese acto miserable! ¿Cómo pude yo ser un traidor semejante? ¿En qué estaba pensando? Salí corriendo de allí, y aquí estoy”.
“Alex, ¿qué puedo hacer para ayudarte?”, le preguntó Sasha, impresionado ante la súbita toma de conciencia de su viejo amigo.
“Tú tienes que enseñarme Torá”, le respondió Alex.
“Lo haré”.
Ambos se fundieron en un abrazo, y luego pusieron manos a la obra. Se sentaron a la mesa, y un simple Alef-Bet fue el comienzo que compartieron. Ellos comenzaron por el comienzo, como grandes amigos unidos por una meta –aprender las palabras sagradas de la Torá.
Más tarde, Sasha y Alex se trasladaron a Nueva York, y en la actualidad ambos están construyendo hermosas familias judías. El poder de las oraciones de Rosh Hashaná había tirado abajo la muralla que Alex había levantado en torno a su alma y lo había transladado de nuevo al lugar al que pertenecía.
Alex estaba tan alejado del Yidishkeit que estaba dispuesto a delatar a sus hermanos judíos sobre Rosh Hashaná. Sin embargo, el pintele Yid, la llama sagrada que arde en cada judío, fue encendida por las tefilot en la sinagoga aquel día.
Hay millones de judíós simplemente esperando que alguien o algo encienda la llama que existe dentro suyo.
*Rabi Binyomin Pruzansky es autor de “Historias para el Corazón Judío”
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