Sin duda, el hecho de poder habitar en nuestra tierra nos ha permitido desarrollar una vida espiritual que se manifiesta en innumerables hechos individuales y comunitarios legendarios de nuestro pueblo.
Hay aniversarios y momentos de recordación para toda clase de eventos: personales, comunitarios y nacionales. Incluso ciertos programas radiales y medios escritos, no se olvidan de evocar las efemérides de días y años, extraídos de algún texto (que alguna persona ha recopilado) para recordar o llenar el tiempo disponible.
El Estado de Israel está por cumplir 60 años de existencia, y esto es rememorado en muchos espacios con aire de festejo.
Antes de abocarnos al tema, y sabiendo que suele ser una cuestión que trae polémica, quiero adelantar que no estoy interesado ni necesito ser señalado como más o menos sionista.
Creo que en el pasado, esto solía ser materia vital para muchos - en particular si se trataba de personas con convicciones y prácticas religiosas - pues no se reducía a una mera simpatía, sino que tocaba las fibras más íntimas dentro de la cosmovisión personal de cada uno.
En ciertas épocas y ambientes, el hecho de cuestionar el beneficio o la virtud de un estado de judíos era considerado como una ofensa nacional innombrable. En aquellas etapas de la historia reciente, uno de los peores agravios era ser acusado de “no reconocer el estado”.
Los medios, casi siempre tan burlones como mordaces tenían poca afinidad con quienes mantenían una postura que a su gusto era arcaico y poco tolerante con los sentimientos en boga.
Claro: estamos hablando de la época inmediatamente posterior al espantoso holocausto en el que perdieron la vida cruelmente tantos judíos - frente a un mundo (¿civilizado?) que cerró sus ojos, sus corazones y las puertas de sus países impidiéndoles el ingreso y posible refugio.
E, independientemente de los medios: ¿qué podía uno - acaso - atinar a decir en presencia de personas que perdieron todo: no solo todo lo material que poseían, sino a sus seres queridos, su auto-imagen de dignidad, su creencia en el bien, sus esperanzas…?
Y si después de atravesar en la realidad, las peores pesadillas imaginables en la fantasía de los seres humanos, vieron surgir un estado inimaginable en los últimos 2.000 años… ¡¿Acaso sería posible cuestionar el hecho que atribuyeran al flamante estado autónomo y dirigido por judíos todas las esperanzas - efectivas o ilusorias - que pasaran por su mente?!
Quienes (afortunadamente) no pasaron aquellas traumáticas experiencias, aun si viven muy pocas décadas más tarde, jamás podrán entender las lágrimas que provocaron en los ojos de los sobrevivientes de la Shoá, el ver soldados judíos en uniforme, una bandera con la estrella de David, el idioma hebreo hablado libremente, y, - por qué no, si eran practicantes - observar a los judíos que libremente practicaban sus creencias en el terruño de sus ancestros.
Cuando los judíos sufridos y atormentados por los pogroms de Rusia se volcaron hacia la creencia de que el sionismo resolvería su “problema” (“Die jüdische Frage”), todo parecía tener lógica y poder solucionarse. Palestina de aquella época estaba escasamente poblada, y los judíos de Rusia y Polonia eran manifiestamente odiados en sus respectivas patrias. Había judíos filántropos dispuestos a pagar el traslado de toda esa masa de hermanos desnutridos y desamparados a la tierra prometida.
Y, siendo los judíos buenos, trabajadores, y viviendo en un país propio “de modo que no molestaran a nadie”, ¿por que nos odiarían…?
¿Por qué habríamos de ser menos que otros? ¿Por qué no tener un espacio propio cuando lo tenían las tribus emancipadas de África?
Así fue que luego del gran dolor del holocausto, nos auto-engañamos con el beneplácito (fundado en el sentimiento de culpa) de las naciones que dio lugar a la creación del Estado. Si tantas naciones levantaron su mano en la votación de las Naciones Unidas para dar lugar a la partición de Palestina y la consiguiente creación de un hogar judío, esto sin duda significaba que el final del túnel estaba a la vista. Ahora ya era una cuestión de tiempo para que la voluntad de los judíos que habitaban en el nuevo estado demostraran su laboriosidad, su ingenio y su rectitud, y desde ya que se convertirían en un país respetado y admirado por el resto del mundo. Sin duda, esto permitiría la convivencia con los vecinos de Israel y el fin del antisemitismo. Se había - supuestamente - encontrado la panacea para curar todos los males que nos aquejaban y todo de un solo vuelo.
Sin embargo, pasaron 60 años. Y los judíos, claramente no somos un país más en medio de los demás. Basta con leer el libro de historia judía, para percatarse de ese fenómeno. Nuestra epopeya no tiene parangón con el pasado de ninguna otra nación, tanto si nos remitimos a la historia antigua de nuestro pueblo, como si leemos y analizamos los tiempos más modernos.
Aun si otras naciones tienen un día “feriado” cuando celebran su aniversario de independencia, si festejan con desfiles y despliegues de poder, evidentemente sería un intento de réplica superficial el querer celebrar un acontecimiento “judío” que solo se parece desde sus rasgos externos.
Si otros pueblos conmemoran la gesta de aquellos que lucharon por independizarse de otra nación (“colonialista”) que los ocupaba, para poder determinar su futuro en forma autónoma (según dicen los libros, pero eso no significa que esa autonomía exista en la vida real de las naciones…), el creyente en la Torá, sabe que estas palabras son totalmente huecas.
¿Existen, acaso, la “independencia” y la “autonomía” para el judío? ¿Creemos realmente que nosotros “decidiremos nuestro futuro”? ¿Puede un judío devoto afirmar que “tiene efectivamente el destino en sus manos”?
¿No son estos slogans vacíos copiados de otras culturas, que nada tienen que ver con la fe del judío?
Este es el primer punto que debiéramos reflexionar.
El próximo, es no menos importante que el anterior:
La base jurídica del Estado de Israel está fundamentada en los estados de derecho ajenos a la Torá: el derecho romano, o el derecho británico e incluso el turco - pero no el estado de la Ley de la Torá.
Sin embargo, para el judío creyente, la Ley de la Torá no es un aspecto optativo, opinable o prescindible. Cada letra de la Torá está en el lugar que está porque así debe ser, y el judío arriesga su vida por este principio. Ningún estado de derecho de otra nación puede reemplazar a la Ley de sus ancestros, y la mera noción de que un estado judío se rija por otras leyes que no sean las propias, convierte a este ente en un “país de judíos”, más que en un Estado Judío. El hecho de que durante varias décadas se haya vivido bajo esta realidad, no cambia en absoluto el fundamento de lo que afirmamos
Muchas cosas se creyeron en cierto punto de la historia, pero demostraron ser falsas con el devenir del tiempo. Aun cuando todo cambió, hay una cosa que jamás se modificó: la Torá. Todo lo que la contradijo en cierta coyuntura, desapareció con el tiempo, y la creencia de la perpetuación de un estado de ley para judíos ajeno a la Torá es tan fugaz como cualquier otra propuesta transitoria de las que hubieron. (Creer en un estado judío con una ley laica es una contradicción tan inconcebible, como creer en un vegetariano que coma carne…).
Todo esto nos lleva a una reflexión: ¿Qué tiene de especial “60 años”? ¿solamente el hecho de que todo sigue igual?
¿Nos pone en un mejor estado de ánimo que una situación que no creemos auténtica siga sin rectificarse?
Si hemos estado atravesando un terrible exilio durante dos milenios, ¿es acaso esto lo que esperamos?
Aun si creyéramos que este es el comienzo de una futura redención total (como lo consideraron algunas autoridades importantes de nuestro pueblo): ¿nos pone felices que quedáramos atascados en aquel “comienzo de redención” sin adelantar a una redención total y definitiva?
Ninguno de nosotros conoce los Planes Di-vinos.
Habitualmente, quienes se presentan como portavoces de D”s, son embusteros.
Sin embargo, aun si no sabemos interpretar el porqué de los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor, podemos observar que en los 60 años que transcurrieron hemos vivido - a nuestro pesar - muchas angustias nacionales.
No ha habido un solo período de tranquilidad. Y, aun cuando a simple vista se creía que se podía respirar luego de la salvación de alguna de las tantas inminentes destrucciones a las que hemos estado amenazados una y otra vez, poco después de esa tranquilidad aparente, esa sensación demostró haber sido una simple quimera y un ingrato auto-engaño.
La alegría de haber sobrevivido la Guerra de la Independencia, campaña del Sinaí, Guerra de los Seis Días y hasta haber logrado recuperar territorios de la sempiterna y bíblica Israel ocupados por los países lindantes para “prevenir” ataques precisamente de esos vecinos que no nos aman, se disipó con la guerra de desgaste, y la guerra de Iom Kipur, luego con la Intifada y tantos otros males. Aun cuando se firmó la paz con Egipto, surgió el riesgo creciente desde el Líbano. Aun cuando se “neutralizó” la amenaza de Irak, creció la provocación de Irán. Si en cierto momento se creyó que se podía pactar con cierto grupo palestino, no pasó mucho tiempo hasta que esto también demostró ser ilusorio.
Cuando un liderazgo político de Israel pareció ser demasiado suave con los vecinos que agredían, el pueblo votó a la oposición que proclamaba ser más firme. Cuando esa firmeza demostraba no poder resolver los conflictos, el voto del pueblo se volvió hacia quienes ofrecían supuestas soluciones diplomáticas.
Así han transcurrido seis décadas de oscilaciones políticas “girando en falso”.
Claro que considerar todo lo que hemos expuesto crea una sensación desagradable. Al leer lo que acabamos de escribir, se siente una sacudida depresiva. ¿Y entonces qué?
No. Bajo ningún concepto los judíos debemos transmitir impresiones negativas acerca del hecho de ser judíos, ni nos está permitido hablar peyorativamente acerca de la tierra de Israel.
Dado que la Torá aseguró que seremos redimidos, entonces esto ocurrirá aun si pareciera ser lo más remoto que pudiéramos imaginar. Sin embargo, no somos nosotros los que dictaremos a D”s cómo Él nos ha de restaurar como nación independiente.
Todo lo que hemos escrito hasta aquí no tiene otro fin que el de permitir sincerarnos acerca de los aspectos políticos de nuestra nación, discerniendo entre lo que creemos en calidad de judíos por un lado, y, por el otro, los manejos gubernativos que nos son ajenos y que solo imitan otros orígenes que nada tienen que ver con el judaísmo.
La oportunidad de vivir libremente en nuestra tierra no se ha presentado a generaciones previas, tal como se ha ofrecido a la nuestra, por determinación de D”s en nuestros tiempos. Nuestros abuelos no pudieron vislumbrar cómo se cumplía la profecía de la Torá que vaticina que la tierra de Israel volverá a ser de los descendientes de quienes la debieron abandonar, después de dos milenios. Para ellos, la experiencia contemporánea era una idea muy firme en sus mentes y corazones, pero abstracta en la existencia práctica.
Sin duda, el hecho de poder habitar en nuestra tierra nos ha permitido desarrollar una vida espiritual que se manifiesta en innumerables hechos individuales y comunitarios legendarios de nuestro pueblo.
Cada vez que se visita Israel, y aun más para aquellos que tienen el privilegio de poder habitar en ella, uno queda impactado por la simplicidad en la forma de vida de tantas personas y familias que ponen en práctica el ideal de la Torá: limitarse en lo material y dedicarse con amplitud a lo espiritual.
Los actos de bondad entre vecinos son la consecuencia práctica de la Torá aprehendida que se vuelca desde lo teórico a la acción.
El arrojo y la valentía se palpa tanto en los soldados que van al frente para defender a sus compatriotas, como en aquellos que crían familias amplias confiando en que están cumpliendo la Voluntad de D”s.
Los conceptos laicos son temporarios y caducan. La noción de parecerse a las demás naciones está destinada a prescribir y desaparecer.
El amor por la tierra de Israel está fijado en la fibra más íntima del judío: “Tú Te levantarás, tendrás piedad con Tzión, pues es tiempo de tenerle misericordia, pues ha llegado su fecha. Porque Tus siervos aman las piedras de ella, y miran con afecto hasta su mismo polvo… Pues HaShem ha reconstruido a Tizón, se ha hecho manifiesto en Su Gloria”. (Tehilim 102:14-15).
El barrendero de Tel Aviv estaba cumpliendo sus funciones con todo detalle, mientras el Rav Jazkel Besser esperaba el bus en la calle, como cualquier turista lo haría - sin darle mayor trascendencia. Frente a él estaba la pequeña sinagoga del Rebbe de Sadigora.
De repente sucedió algo que le llamó la atención: el barrendero levantó su enorme cepillo y corrió el tacho hasta pasar la vereda de la sinagoga, y continuó con su tarea diaria. La vereda de la sinagoga quedó sin barrer…
Creyendo que se trataba de un caso de discriminación anti-religiosa, el visitante indignado persiguió al barrendero para que le diera una explicación que justificara aquella actitud extraña.
“El Rebbe no permite” - respondió el limpiador, y siguió trabajando.
“¡¿Cómo que el Rebbe no permite?!” - insistió el turista aun más desconfiado.
“Así es como le estoy diciendo…” - reiteró el barrendero su punto de vista.
Sin elementos para refutarlo y sin apuro, el Rav Besser decidió esclarecer el panorama. Entró a la sinagoga y preguntó directamente al propio Rebbe: “¿Es verdad que el Rebbe no permite que barran delante de su sinagoga?”.
El Rebbe intentó evadir las preguntas una y otra vez.
“Así es” - respondió finalmente el Rebbe - “yo soy quien barre la vereda todas las mañanas después de rezar”.
Más sorprendido aun, el Rav Besser esperó que terminen de aclararle el cuadro…
“Cuando estaba en Viena el Shabat 12 de marzo de 1938 justo antes de comenzar la guerra, los nazis austriacos, máximos virulentos antisemitas, me obligaron - del mismo modo en que lo hicieron con otros tantos judíos - a limpiar las calles con cepillos y con las manos, bajo los abucheos y escupitajos de los ciudadanos arios del vecindario.
“Muchos de los que pasaron por esta traumática experiencia, fueron trasladados luego los campos de concentración - para no volver a escucharse más de ellos.
“A mi me obligaron a vestirme con el uniforme de barrendero y me obligaron a limpiar las escalinatas de entrada del Teatro de Opera de Viena - con un cepillo de dientes…
“En aquel momento pacté con D”s: ‘Si Tú me salvas de esto, prometo que limpiaré las calles de la Tierra de Israel’”.
Ante las circunstancias que se presentaron a fines del siglo XIX, y a través de la primera mitad del siglo XX, los Rabanim de aquella época discutieron acerca del modo apropiado de actuar frente a la realidad de un movimiento y luego el gobierno secular de judíos sobre la tierra sagrada añorada por nuestro pueblo.
Sin embargo, y más allá de las diferencias en la estrategia a emplear, ninguna autoridad rabínica renunció - ni podría hacerlo - a la verdad subyacente en este tema: que no hay permanencia judía sustentada posible respecto a habitar la tierra de Israel, sino a través del cumplimiento de la Torá, en exclusión de cualquier otro sistema provisorio.
Quienes hemos implorado y rezamos hoy por el bienestar de Eretz Israel, derramamos ante el Todopoderoso nuestra plegaria para que muy pronto se lleguen a cumplir las predicciones de los profetas y que reine la Palabra de HaShem en Israel para la eternidad.
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