Mi hermano mayor, Isidoro, me susurró “hagas lo que hagas, no le digas tu edad; dí que tienes 16 años”.
Yo era un niño alto por tener once años, así que pude hacerlo y de este modo resultar apto para trabajar. Un hombre de las SS se me acercó, haciendo sonar sus botas contra el empedrado, me miró y me preguntó la edad.
“Dieciséis”, le dije. El me mandó a la izquierda, donde mis tres hermanos y otro joven saludable estaban parados. Mi madre fue enviada hacia la derecha, junto con las otras mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos. “¿Por qué?”, le susurré a Isidoro. El no respondió y yo corrí hacia donde estaba mi madre diciéndole que me quería quedar con ella. “¡No!”, me dijo consternada. “¡Vete! No seas tonto. Ve con tus hermanos”. Ella nunca me había hablado con tanta dureza. Pero yo comprendí: ella me estaba protegiendo. Ella me amaba tanto que esta vez simulaba no hacerlo. Fue la última vez que la vi.
Mis hermanos y yo fuimos transportados en un carro hasta Alemania. Llegamos al campo de concentración de Buchenwald una noche, semanas después, y fuimos conducidos a una barraca abarrotada de gente. Al día siguiente nos dieron uniformes y números de identificación.
“No me llamen más Herman” les dije a mis hermanos, “llámenme 94983”.
Me pusieron a trabajar en el crematorio del campo, transportando a los muertos hacia el montacargas. Yo también me sentía muerto. Forzadamente me convertí en un número.
Pronto mis hermanos fueron llevados a otro campo. Una vez creí escuchar la voz de mi madre diciéndome con suavidad y claramente “Voy a enviarte un ángel”. Me desperté, había sido un sueño, un hermoso sueño. Pero en ese lugar no podía haber ángeles. Sólo había trabajo, hambre y miedo.
Pocos días más tarde, mientras caminaba por el campo alrededor de las barracas, cerca del cerco alambrado, donde los guardias no podían verme, visualicé del otro lado del cerco a una joven con suaves y luminosos rizos. Estaba semioculta tras un árbol. Miré a mi alrededor para asegurarme que nadie me veía y la llamé despacio en alemán.
“¿Tienes algo para comer?”. Ella no entendió, entonces me acerqué más al cerco y le dije lo mismo en polaco. Ella se acercó. Pese a mi aspecto, no pareció asustarse. En sus ojos vi “vida”. Sacó una manzana de un bolsillo y la tiró por encima del cerco. Tomé la fruta y empecé a correr mientras oía que ella me decía “hasta mañana”.
Regresé varios días, a la misma hora, al mismo lugar, y ella siempre me llevaba algo para comer. No nos animábamos a hablar: de ser descubiertos nos matarían seguramente a ambos. Yo no sabía nada de ella excepto que entendía el polaco. ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué arriesgaba su vida por mí? Había tan pocas esperanzas, y esa niña, del otro lado del cerco, me las daba con cada trozo de pan o con una manzana.
Casi siete meses después, mis hermanos y yo fuimos introducidos en un carro de carbón y llevados al campo de Therezinstadt, en Checoslovaquia. “No vuelvas”, le dije a la niña ese día. “Nos vamos”. Volví a las barracas sin mirar atrás, ni siquiera me despedí de la niña cuyo nombre nunca sabría; la niña con las manzanas.
En Therezinstadt estuvimos tres meses; la guerra se estaba terminando, las fuerzas aliadas estaban cerca, y sin embargo mi destino parecía sellado. El 10 de Mayo de 1945 era la fecha señalada para darme muerte en la cámara de gas, a las 10 hs. de la mañana. A las 8 hs. escuché gritos y vi gente corriendo para todos lados en el campo. ¡Los rusos habían liberado el campo! Las puertas se abrieron y todos corrían; yo también.
Milagrosamente todos mis hermanos habían sobrevivido. Yo no sé cómo, pero esa niña con las manzanas había sido la llave de mi supervivencia. Mi madre me había prometido enviarme un ángel y el ángel había venido.
Luego de ser enviado a Inglaterra con la ayuda de una entidad judía de caridad, y ser entrenado en electrónica, llegué a Norteamérica donde se encontraba ya mi hermano Sam.
Un día, mi amigo Sid, a quien conocía de Londres, me llamó para decirme “Tengo una cita, pero ella tiene una amiga de Polonia. ¡Hagamos una salida doble!” ¿Una cita a ciegas? ¡No! Eso no era para mi…Pero Sid insistió y fuimos al Bronx a buscar a su amiga y a la otra joven, Roma. Ella era simpática e inteligente, tenía rizos brillantes castaños y ojos verdes almendrados llenos de vitalidad. Los judíos que sobrevivimos a guerra no hablábamos demasiado sobre el tema. Roma sacó el tema: “¿Qué hiciste tú durante la guerra?”, preguntó suavemente. “Los campos”, le respondí, y volvieron a mi mente los recuerdos aún vívidos, la irreparable pérdida que había tratado de olvidar. Pero que nunca se puede olvidar. Ella asintió con la cabeza. “Mi familia estuvo escondida en una granja en Alemania, cerca de Berlín. Mi padre conocía a un sacerdote que nos consiguió papeles arios”. Yo imaginaba cómo habría sufrido, pero ahora estábamos allí, los dos sobrevivientes.
Ella continuó diciendo “había un campo cerca de la granja; allí encontre a un niño a quien le tiraba todos los días una manzana”. Sorprendido le pregunté: “¿Cómo era?” “Era alto, delgado, y tenía hambre”, respondió. Mi corazón estallaba de emoción. No podía creerlo. “¿Te dijo alguna vez que no volvieras más porque lo iban a enviar a otro lugar?”, le pregunté. “Sí”, respondió. “¡Era yo!”, dije a punto de estallar de alegría. No lo podía creer…mi ángel. “No te dejaré ir”, le dije a Roma, y en esa cita a ciegas, dentro del coche, le propuse casamiento. “¡Estás loco!”, exclamó. Pero me invitó a pasar Shabat en su casa con sus padres.
Durante muchos meses, en las peores circunstancias ella había venido a darme esperanzas junto al cerco, y ahora que la había vuelto a encontrar no la dejaría ir más. Ese mismo día me dio el sí. Hoy llevamos casi 50 años de casados, tenemos dos hijos y tres nietos, y nunca más le dejé ir.
(foto: “Herman Rosenblatt no pudo hacer su Bar Mitzvá en el campo y lo hizo a los 67 años de edad”.
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