Por S. Gottlieb
Salvado por el Majzor
Herman Levine, un prominente comerciante textil de Alemania, se sentía seguro y confiado. A finales de los años 1920 y comienzos de los ’30, su negocio se expandía a través de todo el Reich germano; políticos de alto rango y sus familias compraban telas exclusivas en su negocio. Dado que era conocido como un honesto comerciante de buen trato, él se había ganado el respeto y la admiración de sus clientes.
Sin embargo, todo aquello cambió a finales de los ’30, cuando Hitler, que previamente había sido encarcelado y aislado, ascendió al poder junto con su corrupto partido Nazi y las temibles tropas de las S.S. El ejército regular alemán, la Wehrmacht, prontamente se rindió ante el poder de Hitler, y él enfervorizó a las masas infectándolos con el vil odio hacia los judíos; desde entonces ningún judío se sintió seguro en Alemania.
Al principio, Herman sólo escuchaba rumores y sentía los primeros signos de cambio en su tierra natal. Algunos de los que habían sido buenos clientes suyos, habían dejado de comprar en su tienda, y sus viejas amistades no respondían a su saludo cuando se cruzaban en la calle. Poco después aparecieron las “Leyes de Nuremberg” que limitaban enormemente sus negocios, y en un breve tiempo su negocio se había quedado sin clientes. El ya no podía reponer su stock y no tenía dinero para pagarles a sus acreedores. Herman se dio cuenta, con gran dolor en su corazón, de que ya era tiempo de liquidar sus propiedades y planear su huida.
Durante esos difíciles tiempos, algunos de sus antiguos clientes siguieron frecuentando su negocio, diciendo que se lamentaban de lo que estaba sucediendo. Fueron ellos los que le advirtieron que debía huir mientras áun estaba a tiempo, no obstante lo cual Herman estaba dudoso. No era fácil trasplantar a su esposa, su hija, su yerno y dos nietos, de un momento a otro. Por otra parte, ¿adónde podrían ir? Si Herman y la mayoría de sus correligionarios hubieran tenido una vaga noción de los horrores que los esperaban, no habrían esperado hasta que ya fue demasiado tarde.
El tiempo pasaba. Las leyes se hacían cada vez más restrictivas, ahogando sus posibilidades de trabajo, hasta que él se vió forzado a declarar la bancarrota y a vender todas sus pertenencias por una limosna. Sus amistades alemanas le regatearon hasta la última corona, diciéndole sarcásticamente que en pocos meses más todo sería de ellos.
Muy pronto Herman fue segregado del mundo comercial de Alemania, ignorado y despreciado por sus ex “amigos”, excepto uno. Bruno Korndorf, un alto oficial alemán, frecuentemente se quedaba charlando y tomando un vaso de cerveza con él, y le informaba de las últimas novedades.
“Hitler tuvo otro encuentro secreto con los más altos oficiales anoche”, le dijo Korndorf a Herman una noche, en 1938, mientras estaban sentados en el desierto salón de lo que fuera una vez su floreciente tienda. “Yo escucho que él planea cerrar todos los comercios de judíos y entregárselos a los arios”.
“No hay nada para tomar de mi negocio”, respondió Herman con amargura. “Mi stock prácticamente desapareció y no tengo dinero para reponerlo”. Pero lo que más me duele de todo esto es la actitud de mis antiguos amigos. Aparte de ti, querido Bruno, ninguno de mis patrióticos clientes alemanes quieren reconocerme más.”
“Todos ellos han sido infectados por una fiebre de odio antijudío que ha desparramado la prensa”, respondió Bruno. “Pero yo no soy ni tan estúpido ni prejuicioso como los demás. Yo no creo en la ridícula teoría de la ‘Raza Aria’. De hecho” –prosiguió diciendo, inclinándose hacia delante y bajando la voz- “yo tengo un secreto que quiero compartir contigo. Yo soy un mischling, un alemán de raza mixta. Mi abuelo, de parte de mi madre, era judío”.
Herman se estremeció. Bruno era un alemán de sangre azul, hecho y derecho, y descendía, por parte de su padre, de una larga línea de orgullosa nobleza alemana. En una pared de su estudio estaba colgado el árbol familiar, recorriendo su historia en Berlin y Frankfourt durante siete generaciones.
“¿Tu…tu familia lo sabe?, preguntó.
Bruno sonrió. “Mi esposa, Kristina, está absolutamente al tanto de lo que considera un ‘secreto vergonzante’. Sin embargo me hizo jurar que nunca lo revelaríamos a nadie. Tú sabes que Rudolf, nuestro hijo, hoy en día es uno de los más ardientes admiradores de Hitler, una estrella en ascenso entre las Juventudes Hitlerianas”.
Herman se desmoronó. ¿Un nieto de judíos es un nazi? Pero él contuvo su pregunta al darse cuenta de que Bruno se ponía nervioso. Aparentemente había algo más que él tenía in mente.
“¿Hay algo más que te moleste, amigo mío?”, le preguntó con delicadeza, sirviéndole a Bruno otro vaso de cerveza.
“Sí. Kristina no está tan bien últimamente. Tuvimos que internarla nuevamente la semana pasada y los doctores no son optimistas respecto a su recuperación”. Los ojos de Bruno se llenaron de lágrimas.
Herman le deseó una pronta recuperación y le pidió a Bruno que lo mantuviera informado respecto al estado de su esposa. Luego, los dos amigos se despidieron con un dejo de ansiedad.
Los meses pasaron. La situación en Alemania empeoró día a día. Los amigos judíos de Herman estaban, todos, empacando sus pertenencias, escondiendo sus cosas valiosas y preparándose para lo peor. Era poco antes de la Kristalnacht y muchos judíos ya podían ver los graffitis en las paredes.
Una noche, tarde, Herman se sentó solo en su estudio, pensando una y otra vez en sus alternativas, cuando alguien golpeó a su puerta. Herman pegó un salto, agitado. ¿Quién podía venir a buscarlo a esas altas horas? En esos días temibles un golpe en la puerta sólo podía significar un problema.
El espió por la mirilla. En las sombras de la noche reconoció la silueta de su viejo amigo, Bruno Korndorf. Abrió rápidamente la puerta y empujó al visitante hacia el interior de la casa.
“Bruno, mi querido amigo, ¿cómo estás?”, preguntó Herman notando que el rostro de Bruno estaba pálido y preocupado.
“No muy bien”, respondió Bruno con los ojos llenos de lágrimas. “Mi esposa Kristina falleció hace dos meses”.
“¡Cuánto lo siento!”, dijo Bruno sinceramente dolido. “¿Cómo te estás arreglando?”.
“Me temo que no muy bien”, respondió Bruno. “Rudolf ha insistido en que me mude a un asilo de ancianos dado que él no puede ocuparse de cuidarme. Por otra parte, mi departamento ha sido tomado por los nazis como lugar de citas, dado que Rudolf trae a sus ‘amigos’ casi todas las noches.
“¿Por qué no te mudas a mi casa?”, preguntó Herman sin pensarlo.
“¿Estás loco?”, le respondió chillando Bruno. “¿Tú sabes lo peligroso que fue para mi venir a visitarte? Estoy aterrorizado de tener cualquier tipo de contacto con judíos, a los que llaman “la raza inferior. Mi Rudolf no tendría reparos en denunciarme a las autoridades”.
“¿Por qué viniste, entonces”, le dijo Herman alterado.
“Porque tenía que darte algo”. El anciano desenvolvió el paquete que traía bajo su brazo. “Antes de morir mi madre me dio un precioso ‘Libro Judío’ que había sido de mi familia durante generaciones, advirtiéndome que lo guardara con mucho cuidado. En el índice, su padre había inscripto la historia de su familia, y ella había escrito también la fecha de nuestro casamiento y la del nacimiento de Rudolf. Es una preciosa herencia de familia pero ya no puedo conservarlo en mi departamento, y menos con la ‘compañía’ nocturna que estoy teniendo”.
Herman abrió cautelosamente el antiguo y marchito libro y suspiró. Se trataba de un majzor de Rosh Hashaná, bellamente ilustrado y que, claramente, costaba una pequeña fortuna.
“Distinguido, ¿no es cierto?”, Bruno trató de sonreir. “Pero si este libro es descubierto en mi posesión, ese será mi final. Yo quiero que tú lo tengas, mi querido amigo. Mantenlo a salvo para míhasta que termine esta locura y podamos retornar a nuestra antigua amistad”.
Los dos amigos chocaron sus manos y se separaron llenos de tristeza. Bruno se fue y nunca más fue visto.
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Del 9 al 10 de noviembre de 1938, sucedió la Kristalnacht, la Noche de los Cristales Rotos. Un memo secreto fue enviado por Heinrich Müller a todos los oficiales de la Gestapo. En el mismo se advertía de no interferir con las acciones que contra los judíos, especialmente contra sus sinagogas, sucederían en todo el Reich inmediatamente. Y también se les informaba que debían prepararse para arrestar a 20 ó 30.000 judíos, principalmente a los de buena situación económica. Si se les encontraban armas, debían tomarse medidas extremas. Todas las acciones estarían respaldadas por la Gestapo.
Esa fue una noche que Herman Levine y miles de sus correligionarios nunca olvidarían. Una noche de fuego y violencia; los alaridos sedientos de sangre de los miserables ‘soldados’ alemanes, sonaban estruendosamente mientras robaban, incendiaban y destruían todo lo que encontraban a su paso.
Por la mañana, cuando no se había extinguido aún el fuego de la destrucción de aquella noche de violento atropello, los traumatizados judíos finalmente despertaron. Pero para la mayoría de ellos ya era demasiado tarde.
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Transcurrieron algunos meses. Los nazis se preparaban para embarcarse en su doble misión de dominar al mundo y barrer del mismo a los judíos.
Un día, mientras Herman estaba sentado a la mesa junto con su esposa, su hija y su yerno, discutiendo sus perentorias opciones, él recibió un telegrama de un remitente anónimo.
“Bruno Korndorf ha muerto. STOP. Ataque cardíaco semana pasada.STOP.”
Herman se entristeció al enterarse del fallecimiento de su amigo, pero ese era el menor de sus problemas. El ya había liquidado lo que quedaba de sus magras pertenencias y estaba planeando la forma de escapar junto con su hija, su yerno y sus nietos.
Su yerno, Max lo instó a apurarse y finalizar el plan. “Tenemos que huir antes que Rudolf descubra nuestros planes”.
“¿Tú te refieres a Rudolf Korndorf, el hijo de mi difunto amigo?”, le preguntó Herman con sorpresa. “¿Qué relación tiene él con nuestros planes?”
“¿No sabes que él es uno de los más encumbrados nazis de Berlín?”, respondió Max soprendido. “Su arrogancia y su viciosa sed de sangre no tienen parangón. ¡Si él ordenó, precisamente la semana pasada, que maten a Josef Heinz como un perro, por tener Josef Heinz una abuela judía!”
“Pero…¡si Rudolf también tiene un abuelo judío!”, quiso decirle Herman, pero se contuvo a último momento.
“Rudolf y yo tenemos una cuenta pendiente”, dijo Max. “Hace algunos años nosotros estábamos en la misma clase, en la Universidad de Berlín, y tuvimos una discusión una noche, a altas horas. Yo probé que Rudolf estaba equivocado, frente a sus amigos, y él se sintió humillado. Más tarde me desafió a un duelo y yo me opuse. Nunca, desde entonces, él me lo perdonó”.
“¿Por qué no me dijiste nada de eso hasta ahora?”, preguntó el suegro. “Yo hubiera apurado los planes para huir de haber sabido que Rudolf tenía una cuestión personal contra tuyo”.
“Esperemos que no sea demasiado tarde”, dijo Max sombríamente. “¿En cuánto tiempo podremos irnos?”.
“Yo saqué pasajes en el barco que sale el próximo martes”, respondió Herman. “Nos iremos juntos, tarde, de noche, y tomaremos el tren hasta la frontera”. Su voz se hizo más tenue hasta convertirse en un suspiro mientras continuaban discutiendo los planes.
De pronto, el encuentro familiar fue interrumpido por fuertes golpes en la puerta.
“¡Achtung! ¡Alle raus!, gritaban soldados alemanes desde afuera. Herman se paró de un salto. Su esposa y sus hijas estaban aterrorizadas como para moverse.
Los horribles gritos seguían mientras Herman abría lentamente la puerta. Un contingente de guardias armados de las SS irrumpieron en el interior de la casa arrestando a Max y a su esposa, Henrietta, la adorada única hija de Herman.
“¿Adónde los llevan?”, gritó Hanna, la esposa de Herman. “¿Qué delito cometieron?”
Pero la única respuesta que recibió fue una sonrisa burlona del guardia.
Al oir los gritos, los dos pequeños hijos de Henrietta saltaron de la cama y vieron, horrorizados, que se llevaban a sus padres a los cuarteles de los nazis. Los gritos de los angustiados padres y de sus nietos llenaron el cielo, esa noche.
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Herman pasó una noche sin dormir, caminando de un lado al otro, preguntándose si no había alguna forma de salver a sus preciosos hijos.
A través de rumores que le habían susurrado había tomado conciencia de que, a menudo, no se había vuelto a hablar de aquellos judíos influyentes que habían sido arrestados en el pasado. El sabía que debía actuar con rapidez antes de que su amada hija y su esposo fueran transportados “hacia el Este”, el sitio del cual nunca se volvía.
Por la mañana, temprano, Herman sacó cuidadosamente el Majzor del lugar secreto donde lo guardaba, fotografió el índice y se dirigió hacia un local de impresiones para sacar varias copias. Con los documentos en sus manos, se encaminó hacia los cuarteles de los nazis ingresando, literalmente, en la boca del león.
“¡Ajá! ¿Qué quiere Ud.?”, le espetó el guardia nazi que estaba en la puerta del imponente edificio.
“Yo tengo que hablar con Rudolf Korndorf sobre un tema de máxima importancia”, dijo Herman con un tono confidente que ocultaba su tumulto interior.
“Espere aquí”, le dijo el guardia con dureza.
Herman esperó lo que le parecieron horas, con los documentos en la mano, hasta que finalmente lo hicieron pasar al “santuario”, la próspera oficina de de Rudolf, uno de los nazis de más alto rango en Berlín.
“¿Qué deseas, sucio judío?”, le preguntó desdeñosamente Rudolf, haciendo como que no había reconocido al amigo más íntimo de su padre. “¿Cuál es el ‘importante mensaje’ que tienes para mí que hace que te atrevas a venir aquí sin una cita previa?”.
Herman sabía que sería inútil pedir piedad. Su única esperanza era emplear un tono de confidencia. “Yo te exigo que liberes a mi yerno y a mi hija de la prisión”, le dijo.
Rudolf estalló en una risa burlona. “¿Es eso todo lo que deseas, sucio cerdo? ¿Para eso tuviste la osadía de venir a molestarme? Voy a hacerte arrestar junto con tu inútil yerno que una vez amenazó a un ario cuando estaban en la Universidad. ¿Tú te piensas que Rudolf se olvida?”
Tragándose su miedo, Herman puso los documentos sobre la mesa. “Herman tampoco se olvida”, le dijo. “Estos documentos me los entregó tu padre; yo escondí los originales en un lugar seguro y tú nunca los hallarás. Ellos atestiguan que tú, Rudolf, ¡eres nieto de judíos!”
Rudolf empalideció. El había escuchado rumores respecto a sus orígenes judíos, vagos comentarios hechos al pasar por su madre durante su enfermedad terminal. Pero ahora, este judío tenía la desfachatez de confrontarlo con la evidencia.
Echó una mirada a los papeles, escritos en alemán, y empalideció. Allí estaba, sin duda, la prueba de que él, Rudolf, estaba manchado, era un mischling, que tenía sangre judía corriendo por sus venas arias.
Guardando la compostura, Rudolf dijo friamente: “¿Dónde escondiste el documento original?”
“Nunca lo encontrarás”, respondió Herman. “Si mis hijos no son liberados esta misma tarde, yo personalmente tendré que enviarlo a los diarios alemanes locales, y mañana toda Alemania conocerá tu secreto”.
Los ojos de Rudolf tenían una mirada salvaje; la mirada de un animal atrapado. “Qué quieres”, vocideró.
“Sólo libera a mis hijos y yo nunca jamás mencionaré tu secreto; te doy mi palabra de honor”, dijo Herman.
En el transcurso de una hora Herman pudo reunirse con su adorada hija y con su yerno. Dos días después toda la familia había escapado, en las sombras de la noche, llevándose tan sólo sus más preciadas posesiones. Por supuesto, Herman llevó el Majzor consigo, esa preciada herencia que había salvado su vida y la de su familia.
En ese Rosh Hashaná, toda la familia junta, sana y salva, refugiada en tierra británica, fue a la sinagoga. Herman abrazó fuertemente el precioso Majzor, y derramó copiosas lágrimas mientras rezaba, siguiendo la lectura del Majzor, rogándole al Todopoderoso que tuvieran un año nuevo dulce y lleno de bendiciones.
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