“¡Maldito el día en que nací, que el día en que mi madre dio a luz, no sea bendecido!” (Irmiahu 20:14) “Dijo Irmiahu: ‘¡Patrón del Mundo! ¡Qué pecado cometí, acaso, por el que todos los profetas anteriores y posteriores no debieron participar en la destrucción del Bet HaMikdash, y yo sí!...’ “ (Pesikta Rabatí 27:5)
La tarea de ser profeta no es simple. El pueblo de Israel tuvo cuarenta y ocho profetas y siete profetizas cuyas profecías fueron transmitidas para el futuro. Sin embargo, su misión no fue ni placentera ni agradable. En su mayoría, debieron advertir al pueblo acerca de conductas que debían modificar y modos de vida errados. Habitualmente la gente no quiere escuchar como la amonestan. Prefieren permanecer en la comodidad de los hábitos acostumbrados y, todo aquel que viniera a cuestionarlos es visto como un agresor. ¿No preferimos, acaso, también nosotros mismos una “palmadita” en la espalda a vaticinios alarmantes y aterradores?
Aquella época no fue distinta. En las tres semanas que corren entre el 17 de Tamuz y 9 de Av, se leen en Shabbat tres lecturas extraídas de los libros Ieshaiahu y Irmiahu. Irmiahu fue objeto de toda clase de persecución a manos de quienes no se alegraban con sus palabras. Fue encarcelado en época del rey Tzidkiahu por advertir la próxima caída de Jerusalén en manos de los caldeos (Bavel) y la destrucción del Bet HaMikdash, el templo construido por el rey Shlomó hacía ya 400 años, mediante ese mismo invasor. Irmiahu fue lo que hoy se llamaría un “enemigo político” o un “elemento desestabilizante” para el régimen. La gente creía que esas profecías tremendistas eran producto de la fantasía de Irmiahu. Ya, anteriormente, el rey Ioshiahu (Melajim II, 22:15) había contactado a otra profetiza, Juldá, para pedir un veredicto más benévolo, pensando, equivocadamente, que una mujer auguraría un pronóstico favorable.
Irmiahu ciertamente no fue el único que sufrió estas amenazas. En otros tiempos, en épocas del famoso Eliahu HaNaví, los profetas eran acechados y asesinados (Melajim I, 18:13), por la entonces reina Izevel, esposa de Ajav. Asimismo, el profeta Mijaihu sufrió una afrenta pública a manos de Tzidkiahu, un agorero falso (Melajim I, 22:24) por contradecir su presagio engañoso ante el rey Ajav. Otro que corrió una suerte similar, fue el profeta Zejariá, quien intentó impedir que colocaran una imagen en el Bet HaMikdash y fue muerto en el propio templo (Divrei HaIamim II, 24:21) por orden del rey Io’ash.
Volviendo a la era de Irmiahu, había otro adivino llamado Jananiá ben Azur (Irmiahu 28:1). Mientras Irmiahu alertaba a los judíos acerca de la tragedia que estaba por ocurrir, Jananiá prometía que D”s estaba por romper el yugo impuesto por el rey Nevujadnetzar sobre los judíos. Más aun, juraba que los elementos del templo que habían sido confiscados por el rey de Babilonia, volverían prontamente a Ierushalaim (“andamos mal, pero vamos bien...”). Jananiá murió dentro del mismo año, tal como dijo Irmiahu, pero la gente, aun así, no estaba dispuesta a enmendar sus caminos. Encarcelado y acorralado, Irmiahu no tenía opción, sino seguir transmitiendo la palabra de D”s.
¿Cómo hubiésemos actuado en su lugar? Difícil decirlo, pues no hemos vivido en aquel momento. Sin embargo, podemos intentar auto-evaluarnos: ¿cómo reaccionamos cuando nos advierten con palabras molestas e irritantes? ¿Agradecemos la bondad de aquel que nos amonestó, viendo su intervención como un acto de amor? ¿O preferimos sentirnos agredidos, poniéndonos en papel de víctimas?
Las palabras de los profetas fueron conservadas para el futuro, pues aun cuando fueran severas, fueron dichas con un profundo amor por personas que, aparte de estar inspiradas por D”s para apercibir (y también en otras oportunidades, consolar y esperanzar) al pueblo, lo hicieron a partir de su gran preocupación por el bienestar espiritual de la nación. No faltan hoy quienes, a su vez, nos critican en términos rigurosos y ásperos. En lugar de tener una actitud de niño caprichoso que sólo acepta elogios, bien haríamos en prestar atención y reflexionar.
AMOR SEVERO II ¿Podemos encontrar una situación similar en el orden doméstico? Escuchemos lo que nos dice el Rav Avraham Twersky shlit”a (“Positive Parenting” Edición Artscroll):
“El amor altruista es aquel por el cual uno adora a otra persona más allá de la gratificación que uno recibe a cambio. Las personas que sacrifican sus pertenencias, su comodidad personal, y hasta sus vidas por otra persona a los que aman, están poniendo su objeto de amor por encima de sus necesidades personales.
El amor de los progenitores hacia sus criaturas, tanto entre los animales como entre los seres humanos, es frecuentemente altruista. Muchos animales sacrifican sus vidas cuando un depredador ataca a sus crías y los seres humanos frecuentemente hacen a un lado sus necesidades personales y deseos en beneficio de sus hijos.
Los problemas en esta clase de amor surgen cuando los niños toman actitudes que generan sentimientos negativos en sus padres, en particular cuando crean irritación, como el caso en que los hijos desafían a los padres. Mucha gente siente que no pueden coexistir simultáneamente el amor y el enojo hacia una misma persona. Particularmente, los niños que no poseen el mismo amor biológico hacia sus padres, a diferencia del que éstos tienen hacia ellos, pueden interpretar que si sus padres están enojados con ellos, esto, en consecuencia, significa que sus progenitores no los aman.
Esto no es cierto, y un ejemplo muy evidente está descripto en la Torá. El rey David tenía un hijo rebelde, Avshalom, quien abiertamente desafió a su padre y fue exiliado. Después del retorno, organizó una revolución y persiguió a su padre con el objetivo de matarlo, obligando así la huida del rey David. Violó públicamente las esposas de su padre, y, sin embargo, cuando David escuchó que Avshalom había muerto en batalla, lloró amargamente por su hijo renegado. “Avshalom, mi hijo, mi hijo, quisiera haber muerto en tu lugar...” (Shmuel II, 19:1)
Mientras el amor parental suele ser biológico e incondicional, los hijos suelen no llegar a entenderlo de igual modo. Como regla, nosotros nunca discernimos las cosas que no hemos experimentado en carne propia. La comprensión del amor de un niño no es altruista, pues nunca la comprobó. El amor juvenil es egocéntrico, amando las cosas que le generan placer y odiando las cosas que le causan molestia. Por lo tanto, el joven cree que los sentimientos de padre son análogos a los propios, y no tiene manera de saber que el amor paterno es de otro carácter. Siendo que el niño detesta las cosas que lo enojan, puede interpretar el enojo de los padres como indicación que no lo quieren.
Del mismo modo en que el niño puede preferir a un amigo más que a otro, y relacionarse con él en forma distinta que con los demás, puede, a su vez, pasar más tiempo con este amigo y prestarle los juguetes con más facilidad. Para el niño, un trato preferencial demuestra mayor amor, y, obviamente, el niño carece de la madurez necesaria para distinguir entre el amor egocéntrico y el amor altruista. Cuando sostiene que un par está recibiendo una atención aventajada de sus padres, llega a la conclusión que sus padres aman a su hermano más que a él.
Cuando el niño protesta ante lo que cree un favoritismo que beneficia a un par, las respuestas de los padres en el sentido que “¡¿No ves que te doy igual que al otro?!” no cumplen su objetivo. En todo caso, es importante compartir su dolor con él y hacerle ver que se lo toma en consideración: “Mamás y papás aman a todos sus hijos. Solo por el hecho que la porción de él parece más grande que la tuya, no significa que te amemos menos”. Dado que esta declaración inmediata por si sola no resuelve el tema, los padres deberán encontrar maneras adicionales de fomentar la auto-estima de aquel niño, inquiriendo en alguna fuente en la cual se puedan asesorar...”.
Hasta aquí las palabras del Rav Twersky. Sin duda, que en todos los órdenes de la vida, existe la posibilidad que quien debe recibir asistencia de un modo que no le causa placer, especialmente si esta ayuda está formulada en tono de crítica, sentirá resistencia y se creará un espacio incómodo entre quien lo da, por más buenas que fueran sus intenciones, y quien lo recibe.
Ia’acov amaba a ambas esposas: a Rajel y a Leá, pero prefería (amaba más) a Rajel. Respecto a Leá, dice el versículo que “se sentía odiada”. Es correcto decir que Ia’acov la amaba, pero la diferencia con Rajel generaba ese sentimiento en Leá.
Cuando en estas semanas, recordamos la destrucción del Bet HaMikdash del cual dicen los Sabios que fue destruido por “Sin’at Jinam”, tengamos en cuenta esto: el hecho que otro se sienta odiado, puede ser el resultado de una actitud social preferencial (hasta cierto punto discriminatoria) hacia ciertas personas dentro de nuestro entorno, aun si nunca hemos demostrado odio manifiesto hacia las demás personas. (Rav Avraham Pam shlit”a) Esto último es sumamente difícil de corregir, como no fue fácil la situación entre Rajel y Leá. No obstante, si lo logramos, seremos merecedores de participar de la alegría de ver su reconstrucción.
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