Parshat Toldot llama nuevamente a la reflexión acerca de temas educativos – en particular lo que concierne a la educación en el hogar. Quien suponga que educar a un hijo es una tarea simple, es porque jamás se dedicó a hacerlo.
Aun nuestros mismos patriarcas, tal como leemos en la Torá, padecieron por situaciones malogradas en la educación de sus hijos. En esta Parshá, encontramos que Itzjak y Rivká no consiguieron que su hijo Eisav siga el eximio camino de ellos.
Es menester aclarar a esta altura que cuando utilizamos la palabra “educación” nos referimos a todo aquello que se vincula con lo moral, es decir: la elección libre de hacer lo que se debe hacer, aun si este proceder se opone a la propia inclinación interna y aun si la mayoría de la gente que lo rodea no lo haga de ese modo.
Y en este punto crítico, si bien se puede adiestrar a un hijo para que obedezca ciertos preceptos, que se aleje de ciertas conductas inaceptables, y que cumpla con ciertos deberes de una manera determinada, lo más difícil de todo es que lo decida hacer por si mismo, pues ni la opinión, ni la voluntad de una persona se puede controlar o forzar.
Cuando los infantes son aun pequeños, se supone que a la mayoría de los padres y responsables de la educación de los niños, no les faltan recursos o medios – si bien no digo que sea recomendable – para obligar, forzar o imponer que obedezcan. Muchas personas no escatiman esfuerzos para incentivar, estimular y animar a sus hijos en cierto sentido que creen importante.
Es así que existen algunos padres que ejercen presión persuadiendo a sus hijos con promesas de premios (porque el papá tiene la billetera), mientras otros amenazan con castigos (porque el papá es físicamente más fuerte).
Sin embargo, lo que pocos padres reconocen cuando sus hijos son aún pequeños, es que no falta tanto tiempo hasta que el “niño” se emancipe, tenga más fuerza física que el padre (aunque no la utilice en su contra), y posea su propia billetera (esperemos no tan vacía). A esa altura, ya no servirán los métodos convencionales de persuasión y dependerá casi exclusivamente de la buena voluntad de hijo.
¿Podemos o queremos influir desde ahora – cuando aun “está en nuestras manos” - para que se mantenga la conducta aun cuando ya sea mayor?
No cabe la menor duda que estamos tratando el punto central de la educación: el intento de lograr que en el futuro el hijo opte libremente por lo que debe elegir, en presencia nuestra – o sin ella. ¿Cómo habremos de denominar tamaña tarea?
La palabra mágica que utilizaremos para describir esta obra – delicada e imprescindible - será “motivar”.
¿Qué es la motivación?
Antes de responder, nos formularemos una pregunta corriente: ¿Qué hace a un buen negocio? Seguramente, el hecho de conseguir un buen precio de venta y poco costo al comprar el producto.
Pues utilicemos este mismo criterio para nuestro “emprendimiento educativo”:
En nuestro caso, como “costos altos” podemos considerar el desgaste que sufre la relación de padres con hijos cada vez que estos se ven compelidos a hacer algo que no quieren, y aun más cuando reciben amenazas o castigos. Esto no significa que no sea necesario asumir ciertos costos, si se quieren lograr metas en la vida. No obstante, entendamos por ahora que si los costos son muy altos, es indefectible evaluar el beneficio y analizar si no existen modos “más económicos” de lograr lo deseado. Un vínculo entre padres e hijos estropeado, es muy difícil de recomponer. Volveremos sobre este punto más adelante.
Por otro lado, si los estímulos que se utilizan para influenciar, son premios u otros incentivos de orden material, estos se prestan a la adicción. Con el tiempo, corremos el riesgo que ante cualquier pedido, la respuesta sea: “¿qué me vas a dar, si lo hago?”
Lo más indicado parecería ser la comprensión filosófica y el juicio ideológico para cumplir con cierta obligación. Sin embargo, esto también tiene sus limitaciones: No se puede esperar de un niño el discernimiento intelectual que aun los mayores no poseemos para llevar a cabo cada una de nuestras tareas éticas y espirituales. Es muy posible que si el niño estuviera motivado para estudiar, con el tiempo vaya integrando a su conocimiento las razones por las que debemos cumplir con nuestras obligaciones - dentro de lo que nuestra reducida mente humana puede entender.
Nos queda, entonces, valernos de dos puntos iniciales:
El adiestramiento hacia las Mitzvot como modo natural de hacer las cosas – por un lado, y, asimismo, el clima favorable – en orgullo, alegría, afecto - que se genera en el momento de observarlas.
El entrenamiento para enfrentar la vida se da de todos modos en la mayoría de los hogares, pues en todas las civilizaciones se acostumbra a que los padres impongan normas de conducta que creen útiles en sus casas. Obviamente que cuanto más arbitrarias estas normas y cuánto más lacerada la relación de padres con hijos – tanto menos probabilidades tienen estas normas de ser mantenidas a través del tiempo. En el caso de un hogar judío que transmite enseñanzas judías, las leyes de la Torá se transmiten - no como voluntad propia de los padres, sino como un deber al que se someten los padres y al que incluyen a sus hijos de manera lógica y natural.
Por otro lado, la atmósfera agradable que se genera al momento de cumplir con el deber como judíos, transmite un sentimiento de paz y armonía, que a su vez transmiten seguridad y confianza en que lo que se está viviendo y haciendo es realmente valioso y trascendente.
Sigamos. Habitualmente, los seres humanos necesitamos - en mayor o menor medida – la aprobación de quienes nos rodean. Esta búsqueda de aprobación está ligada normalmente con los afectos, y a veces por el temor.
En nuestro caso, si el clima es de orgullo, alegría y afecto, como lo hemos mencionado con anterioridad, entonces – naturalmente – los hijos querrán ser partícipes activos y buscarán la aprobación de quienes allí pertenecen, es decir la de los padres.
En ese caso, toda aprobación que no sea exagerada: el reconocimiento verbal del esfuerzo realizado, una palmadita en la espalda, una sonrisa de aquiescencia o un aplauso por parte de los padres, fortalece la auto-estima y ayuda al niño a dirigir sus esfuerzos en el sentido de aquello que ha generado ese sentimiento de beneplácito de sus seres queridos.
Tal como hemos expresado esto debe suceder en forma constante, pero sin dramatizar y en proporción – aunque fuese muy levemente inflada, de los hechos en cuestión. Vale más la reiteración de un elogio en tono tranquilo – aun de pequeños detalles, que glorificaciones grandilocuentes esporádicas y fuera de contexto.
Premios
¿Y los premios? ¿no constituyen también ellos un incentivo adecuado?
Como hemos señalado anteriormente, los premios – más así cuando están condicionados desde antemano a que el niño realice o deje de hacer cierto acto, pueden convertirse en una suerte de dependencia. De perdurar en el tiempo, el premio se convierte en la razón principal que justifica el acto, en reemplazo del objetivo auténtico que es la obligación de servir a D”s, siendo una buena persona acorde a Sus preceptos.
En este orden, debemos dejar muy en claro que el motivo real de nuestro proceder en general, se condiciona a la Voluntad de D”s.
Si un papá siente que debe premiar a su hijo luego de haber logrado cierto avance en su conducta, y más si esto sucede en forma esporádica, permite que los premios no se conviertan en una adicción.
Castigos
¿Y respecto a las amonestaciones verbales y los castigos?
Estos también tienen su espacio. Sin embargo, lea con antelación el prospecto que acompaña el medicamento:
Mire exactamente lo que dice acerca de la edad del paciente para no exagerar en la medicación (no todo castigo sirve para cualquier niño)
No se olvide de las contraindicaciones: puede no ser aconsejable para ciertas personas, puede causar mareos (distancia entre el padre y el hijo)
Se debe comer antes para que no caiga sobre el estómago vacío (si la actitud habitual del padre no es cariñosa, aun menos lo deberá castigar)
Se debe beber agua en abundancia después de ingerir el medicamento para que se diluya (no permita que quede el sabor amargo de la brecha que se creó entre papá e hijo)
No se automedique (siempre es mejor consultar para calmar los ánimos de venganza por ofender al padre al no obedecer)
Y ante cualquier duda... consulte a su médico (jamás permita que se convierta en el estilo “normal” de vincularse)
Aun en el mejor de los casos, el castigo – que no siempre se puede evitar – tiene un costo alto si los comparamos con la motivación originada en el afecto y la aprobación. No es el mejor negocio, ni convence a nadie a largo plazo.
En resumen, podemos sintetizar, que en la escala de la motivación, la más indicada es la que crea una identificación natural del hijo o del alumno con quien le está enseñando, por la coherencia de su discurso y por el cariño que los une. En aquel caso, ni siquiera se torna necesario descalificar a otros para asegurar la continuidad de la transmisión, cuya práctica hasta puede ir en detrimento de la imagen de quien la ejerce.
Respecto a la Mitzvá de encender las luces de la Menorá del Bet HaMikdash, nos acotan los Sabios que el Kohen debe acercar el fuego que las enciende, hasta tanto la mecha de la Menorá arda por fuerza propia.
Esto lo podemos tomar como referencia en lo que atañe a la educación: motivar para que siga su camino por ímpetu del mismo joven.
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