Un ilustrativo intento de acercarse a la situación del ser judío, a partir de la mayor gesta histórica de Shavuot desde el Sinai, estamos condicionados, por el doble imperativo colectivo: Actuar como el pueblo de la Torá.
El monte Sinai está envuelto en llamas. Todo a su alrededor está cubierto por la niebla. El pueblo de Israel en su totalidad se encuentra allí. De pronto se levanta el monte, se ensancha y se dobla sobre las testas de los hijos de Israel. En ese momento se oye una voz divina que exclama: “Si recibieran ustedes la Torá, bien. De lo contrario, allí será vuestra sepultura.”
¡Ay, qué duras son estas palabras! La boa permanece acerrojada y el corazón se estremece; pero no hay escapatoria. Eso es lo que anuncia la voz divina para toda la eternidad.
Es conveniente reflexionar acerca de estas palabras. La voz divina no dijo: “allí os enterraré”, sino “allí será vuestra sepultura.” Allí será, sin ningún otro efecto, ni decreto pernicioso, ni ningún otro castigo. Los que renuncian a cargar con “la responsabilidad del reino de D-s” y a observar la Torá, cavan su propia sepultura.
Esta es la ley de la naturaleza que el Señor de todo lo existente implantó en el pueblo judío. En el mismo instante en que renunciamos a la Torá socavamos, por vía natural, nuestra propia existencia.
Y así sucedió más de una vez, en nuestra dilatada historia, que por rebelarnos contra la Torá pusimos en peligro nuestra existencia; y más de una vez hemos sentido cómo una montaña descendía sobre nuestras cabezas para sepultarnos en vida. Sin embargo, hemos sobrevivido gracias a que a último momento sobrevino el “cumplieron y aceptaron los judíos”, es decir - cumplieron lo que ya habían aceptado.
Esta es nuestra única garantía.
En todas las generaciones, comenzando por Laván el arameo, los enemigos de la Torá y el judaísmo nos demostraron abiertamente, a menudo, su odio ancestral. Frecuentemente aparentaron ser nuestros mejores amigos, nos sonreían y hasta nos alababan. “Sal y aprende qué buscaba Laván el arameo.” Este nunca habló abiertamente en contra de nosotros sino que, por el contrario, proclamaba que: “Los hijos son mis hijos y las hijas - mis hijas.”” Pero nosotros conocemos la verdad: “Laván buscaba extirpar todo.” Y lo mismo aconteció en todas las generaciones.
Tomemos un ejemplo de los más recientes. Cuando surgió la “Haskalá” (=Iluminismo judío) - nos hizo un gran “favor”. Nos concedió un nombre que sonaba muy bien: “El pueblo del libro.” Con este título nos honró la literatura de la “Haskalá”.
¿No tendríamos, acaso, que alegrarnos? ¡Cuán satisfechos deberíamos estar con este título, que nos muestra como modelo de una cultura superior entre todas las naciones del orbe!
Pero ¡un momento! Reflexionemos, por un instante y veamos qué significa, en realidad este nuevo titulo honorífico. Enseguida caeremos en la cuenta de que en él acecha un grave peligro.
No nos engañemos. Nunca hemos sido un pueblo del libro. No somos un pueblo creador de literatura, sino el pueblo de la Torá, de la fe, un pueblo dedicado a D-s, nuestro Señor. Aquel gran día en que el Nombre, bendito sea, descendió sobre el monte Sinai para enseñarnos la Torá y sus preceptos, escuchamos también una advertencia: “Y hablarás de ellos, mas no palabras vanas.” Es por ello que nunca hemos sido un pueblo de hermosas creaciones literarias. Jamás nos hemos dedicado a crear obras literarias artísticas pues nos consagramos a la Torá de D-s.
“Un hombre viene del campo al anochecer, entra a la sinagoga. Si está habituado a leer - lee; si está habituado a estudiar - estudia, lee el Keriat Shema (recitación diaria de pasajes de la Torá que afirman la creencia judía en la Unidad de D-s y la lealtad de Su pueblo a la Voluntad Divina y a los mandamientos.) y recita las oraciones.” Esa era la premisa de cada judío, aún del más simple, hasta del labriego. Ni que hablar de los escogidos, cada uno de los cuales profundizaba en la Torá de D-s y tenía permanentemente de ella nueva fuerza vital según su capacidad y entendimiento. En fin, desde el preciso instante en que el pueblo judío escuchó el llamado de “toma este libro de la Torá” no supo más de ningún otro: “Moisés nos ordenó la Torá como heredado de Jacob.”
Desde que los “maskilim” (iluministas judíos) nos dieron este lindo nombre nuevo, “pueblo del libro” en lugar de “pueblo de la Torá”, comenzamos a rodar, espiritualmente, barranca abajo. Nos causa gran desazón la lectura de muchas obras que son consideradas parte integral de la literatura judía. Desde que nos convertimos en el “pueblo del libro”, nos acecha el peligro de dejar de ser lo que hemos sido siempre: “el pueblo de la Torá”.
En esta fiesta de entrega de la Torá es importante que tomemos todo esto muy en cuenta. Debemos cuidarnos a nosotros mismos y a nuestros propios hijos de los Lavanes actuales, deseosos de provocar confusión y desconcierto, y de suprimir los límites precisos y claros a fin de que dejemos de ser un pueblo de la Torá para convertirnos en un pueblo de libros profanos comunes y corrientes.
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