En el comedor de la casa, los padres de Javier (en hebreo: Itzjak) estaban debatiendo un tema que ya los tenía ocupados desde hace varios meses: la continuidad escolar de su hijo. Amelia y Darío pertenecen a aquella clase de padres en peligro de extinción, que debate cada paso a tomar en la educación de sus hijos. Por un lado, no dejaban de tener en cuenta qué es lo que harían los compañeros de Javier, pues su intención no era aislarlo innecesariamente del grupo. Estudiaron, igualmente, las inclinaciones naturales de Javier por ciertas disciplinas que tienen que ver con lo técnico. No obstante, éstas no serían las únicas “variantes” en su determinación, pues a su parecer el resultado de lo que decidirían en este momento tendría consecuencias, posiblemente irreversibles, en el futuro de Javier. Sin dejarse estar, estos padres medían noche tras noche las posibles derivaciones que surgían de las distintas propuestas escolares y sociales que tenían ante sí.
No les quepa la menor duda. Todos, (o casi todos), los padres desean lo mejor para sus hijos. En ese sentido, Darío y Amelia no eran distintos a los demás. La cuestión que les costaba resolver era que lo que parecía ser “mejor” desde un ángulo, tenía sus serias carencias en otros aspectos vitales, y viceversa. En última instancia, entonces, lo que los confundía era una posible discordancia en sus prioridades. Considerándose padres judíos conscientes, les era vital que Javier creciera como judío, que fuese fiel a la observancia de los preceptos y que llevara su judaísmo con orgullo y entusiasmo. Por otro lado, en un mundo convulsionado con la oferta laboral menguando continuamente, querían, como todo padre responsable, que Javier estuviera educado y bien preparado para todas las eventualidades de un mercado profesional muy competitivo.
Su dificultad consistía en que la opción que los satisfacía desde el ángulo moral, no los convencía en otros aspectos. Si por otro lado elegían la alternativa que aparentaba ser académicamente superior, a su vez, dejaban flancos espirituales desprotegidos.
Darío conocía las consecuencias que había tenido la exposición de otros jóvenes mayores que Javier a una sociedad que les era adversa a su estilo religioso de vida. No les había sido fácil. Entendamos que nuestra sociedad no es muy condescendiente con los individuos que escapan a la norma de lo aceptado. Algunos de los mayores habían intentado “sobrevivir” con su condición singular, colocándose el Tefilín diariamente, absteniéndose de participar en fiestas y eventos que no compartían por sus convicciones, y hasta teniendo la osadía de portar su kipá públicamente siendo ellos los únicos que lo hacían en medio de cientos de alumnos... hasta que, lentamente, casi imperceptiblemente, su fuerza y su resistencia se desgastó y sucumbieron ante la presión mayoritaria para dejar de ser los “parias” de su división. Otros, al contrario, en la misma situación, no sólo que se mantuvieron firmes en sus tradiciones, sino que para existir y no ser absorbidos, se afirmaron y radicalizaron cada vez más en sus ideas tomando una distancia casi irreparable de sus compañeros con quienes mantenían, a lo sumo, una relación de fría cordialidad. Sin embargo, a lo largo de los cinco años de sus estudios secundarios, ninguno había permanecido indiferente frente a esta su situación.
Para proponerlo sintéticamente: ¿convenía exponer a Javier a los riesgos de un ambiente hostil a los escasos 13 años que tenía, o no? - “that is the question”. “Tarde o temprano” - se decían a si mismos - “uno tiene que salir de su burbuja y aventurarse hacia el exterior”. ¿Era el momento de arriesgarlo, o era aún prematuro? ¿Poseía Javier los antídotos necesarios para sostener y resistir ese aprieto social? ¿Gozaba Javier de la estabilidad emocional para tomar una distancia sana de los demás, filtrando lo que es aceptable y permitido de lo que no lo es? Y, ¿sabían qué hacer para apoyar a Javier en su soledad social? Y... si las cosas no siguieran el curso esperado, ¿sabrían qué y cómo modificar el curso de la historia para que Javier permaneciera leal a su tradición?
El conflicto de valores de estos padres no es nuevo ni poco frecuente. Es más bien un tema asiduo y reiterado al que se enfrentan padres y jóvenes de distintas edades. Y es tan viejo como la historia judía misma.
En Egipto, a su manera, nuestros abuelos se enfrentaron a la misma disyuntiva. La Hagadá (texto que se lee en la noche de Pesaj), habla de cómo nuestros antepasados se convirtieron en una nación en el propio Egipto. Consideremos que Egipto poseía una cultura muy fuerte y arraigada, codiciada y emulada por los demás pueblos de la época, y que la familia de Ia’acov contaba en total con el limitado número de setenta personas.
La incipiente estirpe de Ia’acov aún no poseía Mitzvot salvo la de la circuncisión. Sin embargo, los pocos miembros de aquella familia, “se convirtieron allí en una nación - nos enseña que los Bnei Israel se distinguieron - ‘sheahiú metzuianim sham’ - allí” (Hagadá de Pesaj).
No es fácil ser distinto. Especialmente cuando uno sospecha que no será aceptado como “igual” entre los demás. A muchos de los que sufren de una pobre auto-estima, les costará sostenerse y consolidar una identidad frente y en medio de una población de semejantes no tan semejantes.
Dado que habitamos en el Galut - exilio geográfico y espiritual, no podemos abstraernos de este permanente desafío de seguir siendo judíos al mismo tiempo que compartimos un país al cual queremos y defendemos, que nos recibió en momentos difíciles y al cual aportamos, cuyo destino, a veces feliz y en otras - angustiante, compartimos.
El enigma que estamos tratando no es un punto de conflicto para jóvenes exclusivamente. Los “grandes” estamos expuestos exactamente al mismo desafío, con la diferencia, que siendo mayores, nos cuesta modificar actitudes que ya están arraigadas en nosotros - para bien o para mal. Como adultos, habitualmente ya hemos creado un entorno social en el cual nos sentimos cómodos, la gente con quienes salimos, etc. Si nosotros también viviéramos en un ambiente adverso, sin duda que nos costaría muchísimo afirmar nuestra identidad. Más que seguro, entraríamos en la costumbre de aparentar de la misma manera que vivieron los judíos de España como “marranos”, cuando se los puso ante la alternativa de abandonar la península perdiendo todo lo que tenían o claudicar de sus creencias.
El versículo de Shir HaShirim (Cantar de los Cantares), que solemos leer en Pesaj, nos habla de las naciones que invitan infructuosamente a Israel a sumarse a sus filas y a sus estilos de vida: “Ma Dodej miDod, haiafá banashim... - ¿Qué tiene de especial tu amor (D”s) más que otros, bella entre las naciones, que estés dispuesta a resistir y aguantar tanto por El?” (Cap.5:9). “Shuvi, shuvi haShulamit... - Aléjate, aléjate de tu D”s, oh, nación cuya fe en El es perfecta, vuélvete, vuélvete, que te ofreceremos pertenecer a nuestra aristocracia”.
Pues, entonces, el problema no es nuevo. Cuando en Pesaj festejamos la “libertad”, nos referimos a algo mucho más profundo que simplemente el derecho a la autodeterminación que festejan otros pueblos en su Día de la independencia. Dado que no sabemos el entorno que le va a tocar vivir a nuestros hijos, es importante no perder la oportunidad de esta fiesta en que modificamos nuestra dieta de pan, reemplazándola por Matzá durante una semana, para tratar un tema por cierto muy espinoso. Y, ¿quién sabe? Tratemos de profundizar nuestro propio apego a aquella libertad, acercándonos a lo que sabemos que queremos ser, sin interferencias de lo que desde afuera nos intentan vender.
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