Cuentan los sabios de la Guemará (Talmud), (en “Guitín” 56,1-2), que el Segundo Templo de Jerusalem fue destruido por causa de Kamtza y Bar – Kamtza. En aquellos días sobrevino el gran desastre, la ruina de Eretz Israel y el comienzo de un largo, largo exilio.
Los hechos se sucedieron de este modo: corrían los tiempos anteriores a la caída de Templo, cuando un judío de Eretz Israel mandó preparar un fastuoso banquete y encargó a un servidor que invitara a un amigo suyo, llamado Kamtza. El servidor no oyó bien, y en lugar de Kamtza invitó a otro judío de nombre Bar–Kamtza, que no siempre coincidía en sus opiniones con el anfitrión.
El invitado Bar-Kamtza llegó al banquete. Cuando el dueño de casa lo vio, le gritó indignado: ¿Qué haces aquí? Y hablando irónicamente de sí mismo como de un tercero dijo: ¿No ven que éste que ha venido es un enemigo de “aquel hombre”? Y a Bar-Kamtza le ordenó: ¡Vete ya!
Bar-Kamtza le rogó al dueño de la casa que le permitiera pagar por lo que comiera y bebiera con tal de no ser humillado y poder quedarse, dado que ya se había hecho presente. Pero no fue oído. Tampoco se le aceptó su propuesta de pagar todos los gastos del ágape. El anfitrión, en su empecinamiento, prefirió echarlo.
Y así, Bar-Kamtza, profundamente ofendido, decidió tomarse un desquite contra todos los judíos, considerando que entre los invitados se contaban eruditos, grandes maestros y personajes importantes, y todos ellos habían guardado silencio ante la humillación a que era sometido.
Furioso y lleno de ira por lo acontecido, Bar-Kamtza se dirigió al representante del emperador en Judea y le informó que los hebreos planeaban una revuelta, y la prueba de la insurrección que preparaban los judíos era que rechazarían el sacrificio que el emperador mandaría como ofrenda. Este envió un sacrificio a través de Bar-Kamtza, quien le produjo al mismo un defecto capaz de inhabilitarlo según la ley judía pero no según la ley romana. Los sabios se inclinaban a pasar por alto esta mácula y ofrecer el sacrificio a fin de no ofender a los romanos.
Un influyente sacerdote Zejaria ben Avkilus, sin embargo, se opuso vehementemente alegando que “la gente pensará que los animales con máculas pueden ser ofrecidos como sacrificio”. A una propuesta de poner fin a la vida de Bar-Kamtza para impedir que informe sobre esto al emperador, Zejaria ben Avkilus se opuso, argumentando que “la gente pensará que la pena por infligir una tacha a animales de sacrificio es la muerte”.
En síntesis: el resultado fue que Bar–Kamtza acusó al Pueblo Judío de preparar una rebelión contra el poder romano imperante. La denuncia provocó una invasión de fuerzas romanas, que terminaron destruyendo el país.
Está demás advertir que este trágico suceso no fue registrado sólo para que lamentemos lo ocurrido, sino para que nos impongamos profundas reflexiones sobre conductas humanas. El relato es lacónico, breve, pero cada uno de sus trazos contiene una profunda enseñanza de vida. Sin hablar de lo que nos advierte desde el inicio, a saber: que no todo suceso, de la índole que fuera, debería ser minimizado. Pero en cada detalle de esta narración anida un motivo psicológico mucho más profundo, que los sabios de la “Guemará” supieron destacar con gran maestría.
Intentaremos, en primer lugar, circunscribirnos a un aspecto. Está claro que el dueño de casa sentía hacia Bar-Kamtza un odio tan formidable, que la sola visión de su rostro lo puso fuera de sí. Podríamos imaginar, entonces, que Bar-Kamtza se había hecho acreedor a semejante odio por haberle faltado al dueño de casa en materia de dinero; o por haberlo despojado de sus bienes; o bien que lo había lastimado físicamente; u ofendido con mucho rigor; o avergonzado ante los demás: acciones todas muy dolorosas, que provocan un fuerte sentimiento de hostilidad.
Vemos sin embargo, pasando revista a la situación, que ninguno de los motivos expuestos se verificó. En primer lugar, no se puede hablar de perjuicio económico: si bien Bar-Kamtza estaba dispuesto a poner sobre la mesa del anfitrión una suma equivalente al costo de un gran banquete, antes habría intentado pagar una cantidad mucho mayor a fin de borrar las huellas de un mal manejo financiero.
Y si hubiera cometido en perjuicio del anfitrión un pecado moral grave, causándole pesar y vergüenza, lo lógico habría sido que, en vez de rogarle que no lo expulsara de su casa, hubiera empezado por ponerse de rodillas y pedirle perdón. Pero nada de eso sucedió.
Cuando el dueño de casa vio a Bar-Kamtza delante de él, no le echó en cara ninguna acusación reprobable. Tampoco mencionó el más mínimo motivo para su evidente enemistad hacia el huésped. Si tomamos en consideración que en la comida participaban sabios y eruditos, podemos inferir que el dueño de casa no era, de ningún modo, un individuo de baja estofa. ¿Cuál sería, entonces, la causa de ese odio total?
Al llegar a este punto, he dejado caer una palabra que, en mi modesta opinión, es de mucho peso en cuanto a la raíz del odio: el calificativo “total”.
Examinemos como corresponde, qué dice el anfitrión anónimo cuando descubre en su casa a Bar-Kamtza: “...¿No ven que éste que ha venido es un enemigo de aquel hombre?” (De él mismo)... Tales frases se pronuncian en un tono sarcástico, helado; con dientes apretados y miradas punzantes; con una dureza que no permite avizorar ningún cambio. Es un odio total, sostenido, que no desaparece cuando se apartan sus presuntas causas; un odio independiente, ¡cuyo motivo es el odio mismo!
Si se tratara de una enemistad que deriva de causas determinadas, no importa cuán graves sean, habría lugar para regateos, arreglos, concesiones, reparaciones; aun para el perdón. En esos casos, la lógica y el sentimiento mantienen cierto dominio sobre el odio y pueden ejercer alguna influencia. Pero cuando se trata del odio por el odio mismo, las fuerzas de la razón y de las normas de conducta no pueden con él; por el contrario, son a su vez sometidas por un odio encastrado, inscripto en una pétrea estructura... de odio.
Un sentimiento semejante guarda en su interior la semilla de la ruina; habrá de conducir a ella, inexorablemente; es ya una porción degradada en la conciencia espiritual del ser, capaz de funcionar como detonante de una catastrófica explosión. Esto es lo que vemos en la trágica historia de Kamtza y Bar-Kamtza.
Un odio total de esas características, brota y se desarrolla en un medio “inocente” en apariencia: de disenso en las ideas, diferencias partidarias y también diversidad en materia religiosa. El crecimiento del odio se ve facilitado por el hecho de que su portador cree que él “piensa en serio”, de modo consecuente hasta el fin, para negar al oponente sin concesiones, sin hipocresías, “acorde con los preceptos”... Dado que su odio (presuntamente) no se halla ligado a intereses personales, opina él que debe ser sostenido en su totalidad.
Es casi seguro que un odio de naturaleza tan absoluta, era el que existía entre el anfitrión y Bar-Kamtza. Y así el relato coincide con los dichos de aquellos Sabios del Talmud, que atribuyeron la Caída del Segundo Templo a un episodio, en apariencia insignificante, de “odio vano”, gratuito, sin causa. Una hostilidad tan desaforada, que sólo puede ocultarse con el autoconvencimiento respecto a una ideología a ultranza, es un camino tendido hacia la perdición, hacia lo terrible.
La gran desgracia de un odio tal como lo vemos en “Kamtza y Bar-Kamtza”, es que por lo general se apoya y arraiga en convicciones acerca de permanencia en la verdad, consecuencia hasta el fin, fidelidad a la doctrina; sin querer advertir que esta actitud libera una corriente de maldad y de oculto egoísmo.
A esta fidelidad, a esta actitud “consecuente”, parece aferrarse el anfitrión en su aversión hacia Bar-Kamtza. Y tal vez por exhibir él una fundamentación positiva, los sabios presentes en el ágape no reaccionaron...
Pero en el relato, los Sabios nos enseñaron claramente cuán pernicioso termina siendo ese “odio vano” tan consecuente, pero tan totalmente humillante; ya que despierta en Bar-Kamtza un irresistible impulso hacia la venganza total, hacia una maldad ilimitada. Él no se conformó con la posibilidad de hacer desdichado al anfitrión, con vengarse en su familia o con una acción hostil contra los sabios presentes. Se vio presa de una maldad tan descomunal, que recuerda la de Hamán en el Libro de Ester. ¡Se propuso el exterminio de un pueblo y la ruina de un país!
¡Cuánto ha sufrido la Humanidad, y en especial el Pueblo Judío, como consecuencia de los odios absolutos y totales...!
Y no dejemos de reconocer que, lamentablemente, parte de esa plaga se ha instalado también entre algunos de nuestros hermanos. ¡Líbrennos la lucidez, la inteligencia y el sentido común de semejante desgracia!
A las puertas de un nuevo año, en momentos de profunda reflexión, sirva nuestra sabia tradición para iluminarnos y guiarnos hacia la justicia, el entendimiento y la convivencia en paz.
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