Ya estamos inmersos todos los judíos en dos de los acontecimientos mayores que hacen a nuestra historia y creencia: Rosh Hashaná e Iom Kipur.
El primero marcará el inicio del año 57771 de nuestro pueblo, lo que por cierto no es poco, y el segundo, tal como sucede en las ocasiones así de apropiadas, nos vendrá de perillas para arreglar cuentas con Dios; quien nos prestará la debida atención y perdonará posteriormente si acaso ello fuese necesario y posible, en tanto no nos hayamos apartado demasiado durante el año en la observancia de sus sagrados preceptos. Aun así Rosh Hashaná, en razón de tratarse de un evento festivo, lo pasaremos livianamente y en estado de goce, por lo cual, fuera de lo que representa tradicionalmente, no hay demasiado para decir de él. No ocurre lo mismo con Iom Kipur, donde las cosas deben hacerse con la mayor seriedad por tratarse de un suceso asaz introspectivo, susceptible además de no pocas penitencias y devotas privaciones físicas, como lo es el tradicional y sufrido ayuno de estrella a estrella. Pero esta fecha tiene además un aditivo, nada desdeñable por cierto, para quienes la hemos conmemorado en mayor cuantía dada nuestra avanzada edad: por caso haber pecado más veces a causa de nuestra veteranía y haber sido consecuentemente absueltos en igual medida si tal perdón cabía, cosa de la que no pueden vanagloriarse los jóvenes que recién se inician en estos avatares de la vida judía. Pero además, nosotros, los viejos, tenemos una ventaja suplementaria: la posibilidad de poder repasar en detalle muchas de aquellas celebraciones, algo que nos permite ejercitar la mente y despertar nuestros adormilados sentimientos. Y lo digo yo que de observante tengo poco y nada, pero que aun así nunca he faltado al templo en tales ocasiones, de entre las cuales rescato de la memoria una, de especial significado, ocurrida hace algo más de medio siglo.
Concurrir al templo sí que tenía y sigue teniendo lo suyo para tamaños eventos y más en nuestra pequeña comunidad. Recuerdo por eso y en referencia a ellos, que ya por épocas de mi Bar Mitzvá y de antes aún yo era todo un agnóstico, herencia obtenida seguramente de mi padre que lo fue muchísimo antes que yo, quizá por haber andado leyendo a ácratas como el príncipe Kropotkin o a ideólogos archi libertarios como Mijail Bakunin. Con todo, mi viejo no era un individuo socialmente violento, sino, como lo graficara simpáticamente Joaquín Sabina, un "anarquista... que respetaba los semáforos". O, si acaso queremos decirlo de manera más moderna: "un anarquista... sumamente ligth". Y entre esos semáforos (metafóricos) que él respetaba sin tapujos, se encontraba, sin duda alguna, aquel ritual que significaba lo más sentido de nuestra tradición. Por eso es que me permitía (en aquellos tiempos los padres todavía permitían o prohibían sin que hubiese lugar a discusión alguna), quedar en casa o salir de farra con mis amigos en casi todas las festividades o inicios de Shabat, pero jamás faltar a la sinagoga para Iom Kipur. Y lo llamativo del caso es que yo, rebelde y todo como era, le obedecía sin chistar.
"Pinta tu aldea y pintarás el universo entero", aseguró alguien cuya identidad no recuerdo; lo que no debe ser tan verdad puesto que si el destino del universo hubiese estado ligado de algún modo con la forma de ser de mi aldea, de seguro que hoy ya no existiría. De cualquier modo en ella (en mi querida Bahía Blanca) pasé toda mi juventud, así como todos los Iom Kipur que se sucedieron durante la misma y por lo tanto no me queda otra alternativa más que referirme a ellos específicamente, destacando aquel que nos resultó tan singular y emotivo.
Nuestra ciudad era y sigue siendo una ciudad chica y por ende la colectividad judía también lo era y sigue siendo. Pero aún así y pese a estar situada en la remota Argentina, no dejaba por ello de tener muchísimas similitudes con el clásico "schtetl" de la Europa oriental, descrito hasta la exageración por la excelsa pluma (El violinista sobre el tejado, entre otros relatos) de Sholem Aleijem. Una Anatevka al uso nostro donde no faltaba el sujeto a nuestros ojos extremadamente rico, al que "astutamente" apodábamos Rotschild, y unos cuantos de buen pasar económico, parecidos al carnicero Leizer Wolf del cuento. Los y las demás por el contrario, éramos una majada de Tevies, Motls "Camzoil", Tzeitls o Ientes, que peleábamos rudamente para ganar nuestro pan de cada día. Así y todo, salvo el caso de nuestro Rotschild de entrecasa que compraba anualmente su "perdón" mediante suculentas donaciones a la sinagoga y por tal le estaba societariamente permitido permanecer el día más sagrado de la judeidad en su domicilio dedicándose a sus manejos particulares, todos los demás debíamos concurrir al oficio para obtenerlo. Y cuando digo todos, eran todos, incluido el escéptico de mi padre.
Iom Kipur, dura jornada ésta. Sin embargo jamás faltó el respeto al día santo, aun portando en nuestra mochila algunos pequeños hechos y detalles semi impíos, que sin embargo para nada llegaron a macular esa jornada de especial acercamiento al Creador. De cualquier modo y tomando ésto en cuenta, hubo un día en que sí pareció que todo habría de desmadrarse y fue el de ese Iom Kipur que tanto recuerdo. Porque ese año hubo un recambio total de la comisión de culto y los nuevos directivos debieron pagar cara su inexperiencia como tales. Sucedió, entre tantas carencias que teníamos, que por no contar con un "jazán" (cantor y oficiante religioso) fijo, hubo que contratarlo. Y se lo contrató, pero mal. Porque, como todos sabemos, las oraciones judías están escritas en idioma hebreo, aunque en la diáspora se lo "idisheó" (perdón por el neologismo) hasta deformarlo por completo. Para ejemplo sirva el universal "Amén", al que pasó a recitárselo "Umen", entre otras barbaridades cometidas durante el culto de marras. De cualquier modo, era fundamental que el jazán, por lo menos él, conociese mínimamente la lengua de la Torá. Y sucedió justamente al revés; porque para acentuar aquella jornada atípica, tanto él como los miembros de la comisión que lo contrataron, la ignoraban por completo. Razón por la cual sus posteriores yerros idiomáticos y brutales chirriadas musicales, fueron cuantiosos/as.
En general nuestros Iom Kipur eran bastante desordenados, por la gran cantidad de gente que convocaban. Y visto que nuestra estrecha sinagoga resultaba demasiado incómoda para albergar tanto público, había que habilitar el salón de fiestas comunitario (un ámbito de respetables dimensiones), para contenerlo.
Desde luego, la empresa tenía sus dificultades, porque a dicho salón devenido forzosamente en templo, había que adaptarlo para el magnifico evento, motivo por el cual, haciendo espaldas con la pared más larga, se instalaba una tarima con el Arón Hakodesh presidiéndola y desde la cual el oficiante, luego de tropezar invariablemente cuando se subía a ella, dirigía la ceremonia. A su costado derecho, como complemento indispensable, se disponía también una mesa cubierta con mantel blanco y algunas cuantas sillas, que serían ocupadas... por aquellos que podían pagarlas: nuestros Leizer Wolf antes mencionados, quienes se sentaban de cara a la concurrencia para no pasar desapercibidos y poder así presumir de su buena situación financiera. Y algo más atrás, en principio en ordenadas filas, había cantidad de asientos de la más variada composición (madera, hierro o plástico) para la gente del común. Y eso, visto lo humilde de nuestra comunidad, era todo.
Ese día, cuando entramos al salón, ya los viejos, más creyentes y expertos que el resto, habían ocupado las primeras filas de sillas, y también deambulaban por ese sector los "adelantados" de las familias más acomodadas económicamente, reservando los asientos preferenciales para éstas. Por lo cual el resto de la gente, esa que debió trabajar hasta última hora, hubo de sentarse allí donde encontró lugar. Los que llegaron más tarde, una gran cantidad de personas, dada la imprevisión y escasez de medios de la comisión debutante, tuvieron que permanecer de pie durante todo el oficio.
Como ustedes bien supondrán, entre tanto trajín, la primera estrella hacía un buen tiempo que resplandecía en el firmamento y la cosa venía con atraso; lo que no resultaba extraño para nosotros, porque jamás habíamos empezado ninguna ceremonia a horario. Pero al rato nomás, ya con el salón desbordando de creyentes y de los que no lo eran tanto, se inició el esperado oficio.
Los rezos preliminares fueron bastante problemáticos, porque se llevaron a cabo en medio de un ensordecedor cuchicheo, en razón que había muchos reencuentros y todo el mundo aprovechaba la oportunidad para saludarse y contarse sus cuitas. Por lo cual la persona encargada de imponer el orden no conseguía su objetivo, lo que a su vez repercutía en la perfomance del jazán que se confundía a cada rato y recibía reprimendas varias de los ancianos conocedores. Momento en que su ignorancia del hebreo también hizo lo suyo, ya que en lugar de pronunciar el fundamental "salajti" (perdoné) propio del Iom Kipur, él voceaba "shalajti" (envié) y que no tenía nada que ver con la oración que se decía. De cualquier modo, salvo los gerontes instruidos en esta ceremonia, el resto de los concurrentes no se fijaban en tales nimiedades. Al fin y al cabo y por costumbre nada más, la mayor parte concurría para escuchar el Kol Nidrei y tras ello ausentarse prontamente del recinto.
Y así llegó el momento de la esperada canción, a la que el jazán contratado estragó sin contemplaciones, en lugar de entonarla armoniosamente como hubiera debido. Y fue en ese preciso momento, cuando el cantor intentaba vocalizar lo más coherentemente que podía las hermosas notas del paradigmático himno, que empezaron a llegar también los Leizer Wolf antes mencionados. Quienes en lugar de guardar la necesaria compostura vista la solemnidad del trance, se entretenían en saludar desde su sitio preferencial a la concurrencia, para remarcar el para ellos importantísimo "aquí estoy" y el no menos trascendental "mírenme, que para eso he pagado". Actitud de la que no cejaron, pese a advertir que molestaban y mucho. Y fue de este modo, una vez terminado el Kol Nidrei y luego de rezar lo que le sigue, que concluyó esa noche de Iom Kipur, ceremonia que continuaría recién a la mañana siguiente.
Al otro día todo fue muy diferente. No concurrió tanto público como en la tarde anterior y el poco que había estaba compuesto exclusivamente por gente devota. Sus caras en estas circunstancias hablaban por si mismas y decían que habían pasado una noche difícil, debido a su natural contrición y también al agobiante ayuno, pese a lo cual seguían abocados tozudamente a lo que requiere el rito. Por supuesto que las damas que la jornada anterior habían ido a lucir sus mejores atuendos para competir con las demás estaban ausentes, así como sus remolones maridos, quienes seguramente, aprovechando que ese día ningún judío creyente o no trabajaba, habían quedado en casa durmiendo. Y la mañana por ende transcurrió en medio del recogimiento y el susurro de las oraciones debidas, sin la molesta interferencia de quienes concurren a los oficios sólo para hacer sociedad.
Así siguió hasta el mediodía, cuando una nueva marejada de gente volvió a superpoblar el salón, puesto que habría de rezarse el Izcor; oración a la que muchos concurrían no siempre con ganas, sino más que nada por público respeto a sus difuntos cercanos. Ceremonia ésta que siempre se retrasa al menos una hora a la prefijada y que pone de muy malhumor a los que acuden sólo para participar de ella. Pero así como el resto del ritual, Izcor también terminó y otra vez nos encontramos con el recinto semi vacío, en el cual sólo los muy religiosos seguían con los rezos de práctica. Hasta que se acercó el advenimiento de la nueva primera estrella, indicador de que concluía la fecha sagrada y retornó el tropel de gente para darle un merecido y multitudinario final. Un cierre que en nuestra pequeña kehilá, ya acabado el ceremonial religioso, sobrevino escuchando lo que nos tenía que decir nuestro presidente, conferencia que en esta ocasión no tuvo desperdicios, sobre todo por su colofón. Dijo en la ocasión el hombre, teniendo al oficiante detrás suyo: "Gracias por haber estado con nosotros, acompañándonos; y les prometo que el año próximo…, contrataremos un jazán de más categoría".
Y bien, así terminó aquel Iom Kipur. Pero a diferencia de tantos otros, en éste no primó tanto el perdón individual ni los pedidos de ventura. Ni hubo caras largas o jaquecas manifiestas como sucediera en anteriores oportunidades, sino que en todo el ámbito señoreaba una incontenible alegría y un espíritu muy especial. Y esto fue así porque ese año, que olvidé mencionar fue el de 1948, todos los judíos estuvimos seguros de haber recibido colectivamente el mejor regalo de Dios. Ya que desde el mes de mayo teníamos, después de permanecer huérfanos de suelo judío durante casi 2000 años, y siendo en el ínterin golpeados, perseguidos y ninguneados como nunca le ocurrió a pueblo alguno, nuestro propio país donde vivir absolutamente libres.
¡JATIMÁ TOVÁ PARA TODOS!
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