En la novela moderna, es decir desde la publicación de Madame Bovary a mediados del siglo 19, todos los grandes caracteres y a veces hasta las mismas situaciones, contienen elementos autobiográficos. La frase de Gustave Flaubert, “Madame Bovary c´est moi”, es cierta en el sentido de que la heroína es su otro yo más profundo, el que surge de los pliegues del inconsciente y es cierta también en el sentido más directo y sencillo: Flaubert ubicó la trama en el pueblo de su infancia y situó a sus personajes en un ambiente que era suyo.
Eso es lo que sucede en la gran mayoría de las ficciones escritas desde entonces y hasta hoy. Para muchos escritores es importante transmitir que lo que cuentan es real, pese a que tanto ellos como el lector saben perfectamente que se trata de una ficción. ¿A qué se debe entonces esa necesidad, siendo que en los cuentos infantiles, por ejemplo, en los cuales se han iniciado literariamente tanto el escritor como sus lectores, ello no sólo no se requiere sino que es incluso una carga innecesaria?
En efecto, en la literatura infantil es perfectamente válido que una princesa quede dormida por cien años, o que a través de un agujero en la tierra se acceda a otro mundo, que un animal e incluso un objeto inanimado hablen coherentemente y en fin: que suceda todo lo que la imaginación pergeñe y todo ello sin una explicación, como lo más natural del mundo. En la literatura infantil el mundo de la ficción pertenece a lo imaginario y lo imaginario pertenece a la fábula, lo fantástico, lo que existe sólo en ese mundo del cuento que es ficticio: concluido el cuento concluye la magia y se vuelve a un mundo real, donde esas cosas no suceden.
En la ficción “adulta”, por llamarla de alguna manera, se pretende que el mundo de la ficción es real (hay excepciones, como siempre, pero hablo de la mayoría). Para ello se esfuerza el escritor. Borges recomienda más de una vez ganar credibilidad trasladando la acción a un suburbio de alguna ciudad lejana aunque haya sido inspirada en Buenos Aires, o situarla a fines de siglo, sólo para ganar la credibilidad del lector. Sábato prepara un delirante descenso a los infiernos a través de la red cloacal de Buenos Aires y para eso crea un ambiente naturalista: el bar La Perla del Once, la cola del colectivo, la calle Cabildo, la iglesia circular de Belgrano. Todo para ganar credibilidad, para que el lector le crea que ha descendido al mundo de las tinieblas.
Hay escritores que prescinden de ese elemento y dejan al lector con la duda, sin saber si se trata de un cuento de hadas o de una realidad. En esos casos se puede obtener un mundo maravilloso en el estricto sentido del término, como lo es el realismo mágico de García Márquez, o un ambiente de pesadilla, como el que se crea en las ficciones de Kafka.
De la ficción a la realidad y viceversa
La ambientación real es necesaria cuando el escritor pretende decir su verdad a través de la ficción. Por lo general rodea a la ficción de elementos de la realidad, no sólo en el ambiente sino también de su propia vida: Madame Bovary es él. Pero a veces logra el mismo resultado haciendo exactamente lo contrario: rodea a la realidad de elementos de ficción. Sábato ha dado un ejemplo extremo de esto en “Abaddón el Exterminador”, donde el escritor aparece como uno de los protagonistas, conviviendo e interactuando con sus personajes de ficción. Los elementos autobiográficos son tan evidentes que “contagian” a los de ficción que se convierten así en más reales, si cabe la expresión.
Esta larga introducción era imprescindible para tratar sobre el libro de Amós Oz “Una historia de amor y oscuridad” que, debe decirse desde un comienzo, es una obra maestra, de las mejores que ha producido. Su resonado éxito mundial parece ser la confirmación de que cuanto más local – y por eso también más profunda – es una obra de arte, tanto más universal resulta. Si quieres describir el mundo, pinta tu aldea, había definido Tolstoi.
Se trata de una novela en la cual la trama es una etapa de su vida. Un escritor no necesita una trama, o ella suele ser de menor importancia. Lo que cuenta por lo general no es tan interesante en sí mismo, sino lo que dice: no lo que cuenta sino lo que dice. Una banal historia de amor puede ser un folletín en manos de María Corín Tellado, o Ana Karenina en manos de Tolstoi. Un asesinato puede ser un policial para uno y Crimen y Castigo para otro. Amós Oz demuestra en su novela “Una historia de amor y oscuridad”, que es de los grandes escritores que no necesitan una trama, sólo personajes y situaciones.
Efectivamente, si alguien cometiera la imprudencia tan común en algunos docentes de literatura de pedir que se resuma la trama de la novela, el desdichado alumno se vería frente a una misión realmente imposible: el libro no tiene trama, son episodios de la vida del autor siendo niño, más la historia de su familia, la de sus padres, la de Jerusalem en el antes y después de la independencia, reflexiones, conclusiones.
Algunos pasajes parecen estudios musicales, o miniaturas, o viñetas, que pueden estar o no estar en la compaginación final, como si el libro hubiera requerido un trabajo de selección para armar el todo. Ese todo es uno de los grandes logros del autor, en una obra tan ambiciosa y difícil como la que se propuso.
La empatía
Sólo un ingenuo total pretendería ver en esta novela una autobiografía: es una novela y debe ser leída como tal. El hecho de que tantos la vean como una especie de documento y la interpreten casi como un libro de historia, merece ser incluido entre los logros que el autor ha conseguido. Si alguien quiere creer que un niño de seis años elucubró en su mente la idea del infinito, de la relatividad del tamaño y del tiempo, imaginando que la pequeña piedra que tiene en su boca puede ser un mundo con seres muy pequeños, pero que él mismo puede estar habitando un mundo que entra en la boca de un gigante, está en su derecho. Yo prefiero ver la habilidad del autor para introducir reflexiones a través de la ingenua mirada de un niño que va descubriendo un mundo complicado.
Pero por cierto que la mejor parte de la novela se la llevan sus personajes: el niño, sus padres, sus tíos, sus abuelos, sus maestros. Es aquí donde Amós Oz revela una vez más su enorme capacidad de empatía, su exquisita generosidad para ver el mundo a través de una persona que no es él con certeza, precisión, honestidad.
Oz, nacido Klausner, es el hijo de un sobrino del famoso profesor Yosef Klausner, un erudito renacentista que se destacó en la historia del pueblo judío en la época del Segundo Templo, en la historia de la literatura hebrea moderna y en la difusión y actualización de la lengua hebrea. Allegado al movimiento sionista revisionista (nacionalista) de Jabotinsky, se contó entre los discípulos dilectos de Ajad Haam y fue delegado al Primer Congreso Sionista en Basilea (1897). De hecho, es el único que habiendo sido delegado al Primer Congreso vio con sus propios ojos la creación del Estado de Israel ya que falleció en 1958, y más aún: fue el candidato de la oposición de derecha a la presidencia del Estado frente a Jaim Weizman en 1949.
Por parte paterna, entonces, la erudición, de la cual su propio padre era un exponente: estudioso de literaturas comparadas, políglota, bibliotecario. Por parte materna provenía de una pudiente familia caída en desgracia de la ciudad de Rovno (hasta 1939, Polonia). Allí la belleza, la emoción, la sensibilidad. Si lo que quiere el lector es juntar detalles de cotilleo sobre el conocido suicidio de su madre, su tensa relación con su padre y su abandono de la casa para ir a un kibutz, la desilusión será total. Si lo que pretende es ir viendo una sociedad y un pueblo en momentos de cambios dramáticos a través de algunos de sus protagonistas no encumbrados sino “los del montón”, le espera una experiencia enriquecedora.
La capacidad de Amós Oz para describir experiencias de vida a través de ojos ajenos, se manifiesta en cada página de este libro. Veamos, por ejemplo, cómo logra describir la emoción de su tía por parte materna al llegar en barco a las costas de Tel Aviv, a fines de diciembre de 1938, “con sus filas y filas de casas cuadradas, blancas, completamente distintas a las casas de ciudad y a las casas de pueblo polacas y ucranianas, completamente distintas a Rovno, Varsovia y Trieste, pero muy parecidas a los cuadros que había en todas las aulas de {las escuelas} Tarbut”.
Y sigue describiendo Amós Oz en su novela autobiográfica “Una historia de amor y oscuridad”:
“No puedo describir la alegría que de repente me inundó la garganta, de pronto sólo quería gritar y cantar, ¡es mío!, ¡todo esto es mío! ¡De verdad es mío! Es extraño, nunca antes, ni en nuestra casa, ni en nuestro jardín de árboles frutales, ni en el molino de harina [de su padre], jamás tuve una sensación tan fuerte de completa pertenencia, la alegría de la posesión, ¿entiendes a lo que me refiero? Nunca en la vida, ni antes de esa mañana ni después, sentí una alegría así: por fin aquí estaría mi casa, por fin aquí podría correr las cortinas, olvidarme de los vecinos y hacer lo que quisiera. Aquí no tendría que ser educada, no tendría que avergonzarme de nadie, no tendría que preocuparme por lo que pensaran o dijeran de nosotros los campesinos, ni por lo que los intelectuales sintieran hacia nosotros, ni tendría que esforzarme por causar buena impresión a los gentiles. … ¡Ésa fue la sensación que me embargó cerca de las siete de la mañana, ante una ciudad donde nunca había estado, ante una tierra que ni siquiera había pisado, ante unas extrañas casas blancas distintas a las que había visto siempre! A lo mejor no eres capaz de comprenderlo. Te parece un poco ridículo, un poco estúpido, ¿verdad?”
Lo natural sería que ese hombre nacido en Israel poco antes de su independencia, curtido en campos de agricultura y de batalla, criado entre judíos sin complejos, fuera efectivamente “incapaz de comprenderlo”. La capacidad de Amós Oz de hacer esa descripción en primera persona, como si fuera de su propia tía, es uno de los elementos que lo constituyen en un gran escritor. La emoción es verdadera, es genuina, y no importa si quien la expone es un personaje real o de ficción.
La historia y el yo
Junto a esas caracterizaciones de personas y la correspondiente empatía, se viven momentos desde una óptica muy personal: la independencia, la guerra de liberación, hitos en la historia vistos desde la óptica del niño. La noche del 29 de noviembre de 1947, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó con mayoría de dos tercios la partición de Palestina, es decir la creación de un Estado Judío y otro árabe, hay una desbordante alegría que el niño observa, describe y agrega:
“Pero cuando vagábamos por allí, la noche del 29 de noviembre de 1947, yo montado en los hombros de mi padre, entre círculos de gente que bailaba dichosa, él me dijo, no como pidiéndomelo sino como sabiendo y afianzando su opinión con clavos: Observa, hijo mío, observa bien, hijo, por favor, observa con siete ojos todo esto, porque esta noche, hijo, no la olvidarás mientras vivas, y de esta noche les hablarás a tus hijos, a tus nietos y a tus biznietos mucho tiempo después de que nosotros ya no estemos aquí”.
Esa perspectiva histórica que el padre trata de inculcarle al hijo es importante, pero constituye sólo un aspecto, cerebral, del acontecimiento. El escritor relata que ya muy tarde, “a una hora a la que jamás se le permitía a un niño”, se metió en la cama a oscuras y al cabo de un tiempo su padre entró también vestido a la cama.
“Después me contó en voz baja … lo que le hicieron a él y a su hermano David los vándalos de Odesa, y lo que le hicieron los jóvenes no judíos en el instituto polaco de Vilna, donde también las chicas participaban, y que al día siguiente, cuando llegó su padre, el abuelo Alexander, al colegio para protestar por la ofensa recibida, los canallas no le devolvieron los pantalones rasgados sino que también se lanzaron sobre su padre, sobre el abuelo, ante sus ojos, lo tiraron al suelo y le quitaron los pantalones en medio del patio del colegio…”
“…Y todavía con voz de oscuridad, todavía con la mano en mis cabellos (pues no estaba acostumbrado a acariciar), mi padre me dijo bajo la manta al amanecer, al despuntar el día 30 de noviembre de 1947: ‘Seguramente a ti también te molestarán más de una vez esos canallas en la calle o en la escuela. Y tal vez te molesten precisamente porque aún puedes ser algo parecido a mí. Pero desde ahora, desde el momento que tengamos un estado, nadie te molestará sólo porque eres judío y porque los judíos son así y asá. Eso no. Jamás. Desde esta noche eso se ha acabado aquí. Se ha acabado para siempre’.
“Entonces alargué la mano adormecida para tocarle la cara, por debajo de su amplia frente, y de pronto en lugar de las gafas mis dedos encontraron lágrimas. Jamás en mi vida, ni antes ni después, ni siquiera cuando murió mi madre, había visto llorar a mi padre. Y de hecho tampoco esa noche lo vi: la habitación estaba a oscuras. Sólo mi mano izquierda lo vio”.
Esa es otra de las características de este libro singular: la exposición sutil de emociones contenidas, casi reprimidas, ante sucesos de enorme envergadura histórica. En la historia personal del protagonista, el niño Amós Klausner, y en la historia del pueblo y del país al que pertenece.
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