Hay cierto tipo de ficciones que casi inmediatamente después de su publicación crean una especie de consenso en torno a su importancia, a su relevancia, a su capacidad de reflejar mejor que la realidad misma esa realidad compleja, complicada, esquiva e inasible como una anguila. Para graficar más claramente el tema, diremos que en la literatura argentina ello ha sucedido esporádicamente. Dos ejemplos son, el “Martín Fierro” de José Hernández y “Sobre Héroes y Tumbas” de Ernesto Sábato. Ambos fueron aclamados al momento de su publicación y parecían condensar una realidad no expresada explícitamente, pero sentida por gran parte de los lectores y ello independientemente de las posturas a favor o en contra de la problemática reflejada en el libro.
Exactamente eso es lo que ha sucedido con “La Vida Entera”, cuyo título hebreo original es “Ishá borajat mibesorá” - “Una Mujer Huye del Anuncio”. Una convergencia de talento, de circunstancia de tiempo y lugar, y de tragedia personal, hizo que en el momento mismo de su publicación esta novela pasara a formar parte del panteón de la literatura israelí, junto a “Ayer Anteayer” de Shmuel Yosef Agnón, “Los Días de Tziklag” de S. Yizhar, “Una historia de amor y oscuridad” de Amós Oz y algunos más. Esto no conforma un juicio de valor literario, sino precisamente extra literario, pero merece ser destacado y analizado, como trataremos de hacerlo más adelante.
Pasen señores, la acción está adentro
Grossman, quién nació en Jerusalem el 25 de enero de 1954 estudió filosofía y teatro en la Universoidad Hebrea. Trabajó como corresponsal y actor en la radio Kol-Israel, donde fue uno de los presentadores del programa infantil “Gato en el saco” (1970-1984). Su libro infantil “Duelo” , fue transmitido como un programa de esa emisora.
Comenzó escribiendo literatura para niños y jóvenes y su primera novela para adultos fue “La sonrisa del cordero” (1983).
Varias de sus novelas han sido llevadas al cine.
Vive en Mevaseret Tzión, en las afueras de Jerusalem y ha tenido tres hijos con su esposa Michal, psicóloga infantil: Jonathan, Ruth y el difunto Uri.
Él irrumpió a la literatura israelí moderna como Palas Atenea (diosa de las sabiduría) en la mitología griega, que surgió de la cabeza de Zeus con sus armas y su armadura. Desde sus primeros cuentos, publicados en la revista literaria “Simán Kriá” (signo de admiración), la prosa de Grossman apareció completa, formada, sin enfermedades de juventud, sin ostentaciones ni exageraciones, con un lenguaje rico y depurado, con gran cantidad de imágenes y metáforas pero sin llegar a abrumar: enriquece el texto e incluso logra explicar mejor y gráficamente los sentimientos, sin convertir la narración en poesía.
Todos los atributos de la prosa de Grossman convergen en esta novela en forma perfecta de forma, tiempo, lugar y contenido. Sin estridencias, esa prosa se situó en un lugar de privilegio en las letras hebreas modernas, haciendo literatura de introspección.
En la narrativa de Grossman en general, y muy particularmente en esta novela, hay muy poca acción de trama. Es muy poco lo que sucede fuera de los personajes, la acción transcurre dentro de ellos. Son los pensamientos, las culpas, los recuerdos, tal como cada uno de ellos los procesa desde su propio yo e internamente, los que dan cuerpo a toda la novela.
Incluso las acciones “reales” son generalmente recuerdos de acciones expresadas por los personajes, o incluso deseos de haber actuado, imaginaciones libres de lo que podría haber sido y no fue.
He aquí un ejemplo de los muchos que están diseminados por el libro. Ora dialoga en el hospital con Abram y ya le ha contado sobre su íntima amiga Ada que murió a los 14 años de edad en un accidente automovilístico. Abram ahora le acaba de contar que quiere escribir una obra “exclusivamente vocal, solo para voces”, y más precisamente, según aclara después, para catorce voces. El diálogo, interrumpido por descripciones, continúa y llega al siguiente pasaje. Préstese atención al desarrollo, casi canceroso del pensamiento libre.
“Ora se quedó pensando: habrán catorce voces. Su madre le habría corregido de inmediato ese error gramatical antes incluso de que le hubiera dado tiempo … Y sin embargo, a pesar de todo, Ora tenía también una extraña sensación, como un cosquilleo en la barriga, exultante y vengativo, y era que Abram podría hasta a su madre. Porque si un día, por supuesto que por casualidad, llegaran a encontrarse con él, Abram sería capaz de encandilarla al instante. La rendiría a sus pies por completo, a pesar de su habrán catorce voces.
“Pero en voz alta dijo: ¿no será por Ada?”
“¿Cómo que por Ada? ”
“Porque te dije que tenía catorce años cuando…”
“¿Qué?”
“Las notas esas que has dicho, las catorce voces. ”
“Ah, un momento, ¿una por cada año? ”
“Podría ser. ”
“Te refieres a que... ¡espera!, que cada nota sería como…”
“Exactamente…”
“¿Cómo una despedida de cada uno de sus años? ”
“Algo parecido. ”
“Eso está muy bien. Es realmente… no lo había pensado. Una por cada año.
“Pero si has sido tú el que lo ha inventado, se rió Ora, tiene gracia que ahora te sorprenda”.
“Has sido tú, sonrió Abram, tú has descubierto mi invento. ”
“Me inspiras, le solía decir Ada en ocasiones con esa seriedad infantil y formal tan propia de ella. Y Ora se reía: ¿yo?, ¿Qué yo te inspiro? ¡Pero si soy un oso con cerebro de mosquito! Ada tenía entonces trece años, recordaba Ora, estaba solo a un año de su muerte, y ahora… [Continúa largamente en el recuerdo, vuelve al diálogo, ambas cosas se entrecruzan sin mezclarse]”.
David Grossman por cierto, se inserta de esa manera en una riquísima tradición de las letras hebreas modernas, que comienza con Yosef Jaim Brenner (“Mikan umikan” – “De ambos lados”), y se enaltece aun más con Uri Nissan Gnessin (“Etzel” – “Al lado”), dos escritores de la primera mitad del siglo veinte que anuncian esa prosa que vendrá más tarde, y de la cual Yizhar es su máximo exponente. Pero Grossman trae consigo dos elementos novedosos y enriquecedores que faltan en sus predecesores de la literatura de introspección: el flujo de pensamiento inaugurado por Proust (Francia, 1871-1922) y los procesos subconscientes explorados por Freud. (¿Será casual que estos dos indagadores del yo más oculto y profundo sean judíos?)
Ya en el comienzo del libro hace gala de la maestría con la cual maneja todos estos elementos y seguirá con ellos hasta el final. La novela está estructurada de manera que hay dos personajes que cargan con su peso, ya que es a través de ellos que veremos lo que sucede, esos personajes son Ora y Abram. Ella es también la protagonista, junto a un gran ausente, su hijo Ofer a quien ha llevado al punto de salida de su regimiento, para que participe de una acción militar que acaba de comenzar.
Esos personajes, Ora y Abram, aparecen al comienzo de la novela (y también Ilán, un presente-ausente que será finalmente el marido y ex-marido de Ora), pero mucho antes de la acción que describe la novela, cuando son jóvenes que apenas están escapando de la adolescencia, convalecientes de enfermedades infecciosas. Toda la acción y la interacción entre ellos, cargada de la tensión propia de la edad, es descripta a través de los ojos y los pensamientos de los protagonistas, en una suma de subjetividades.
Pero cada uno de esos personajes deja ir a su pensamiento libremente, a veces a lo que sucede en ese momento, a veces en el pasado y en relación a otros personajes que ahora no están. Esta mezcla de flujo de pensamiento al estilo de Marcel Proust (“En busca del tiempo perdido”) o con monólogos rotativos entre los protagonistas al estilo de William Faulkner (EE.UU. 1897-1962), podría terminar en una página laboriosa para el lector, exigido por un esfuerzo grande para obtener muy poco a cambio.
No en el caso de Grossman, y es ahí donde se manifiesta la maestría, la calidad de la escritura y la sensibilidad psicológica: el relato se torna apasionante y apasionado, como lo es para los protagonistas.
Esta técnica requiere sensibilidad: el autor relata los sucesos a través de la mirada de otro y, si bien por lo general ello no incluye una diferencia de idioma y de expresión, sí es fundamental una visión de la realidad a través de ese otro, que tiene vida propia y no es el escritor “stricto sensu” (sentido estricto/restringido). Grossman ha demostrado reiteradamente ser un especialista en esto y especialmente en brindar la voz de niño. En este caso proporciona la voz de mujer, de madre, de amante y el resultado es un logro.
La metáfora como novela
La acción de la novela se desarrolla durante un operativo militar que no se identifica y no hay necesidad de hacerlo: uno de tantos es uno como todos, y por eso es todos, porque es cualquiera. La angustia, que es el tema de la novela, se generaliza debido a ese operativo. Esa madre es muchas madres, es todas las madres, todas las mujeres israelíes son Ora.
Pero la novela comienza en otro tiempo, los protagonistas que ahora se reencuentran habían comenzado su andar en aquel hospital años antes: en 1967. Fuera del hospital se libraba la Guerra de los Seis Días, al cabo de la cual Israel no volvería a ser lo que había sido y los protagonistas tampoco. Esos jóvenes que salen del hospital no son los mismos que habían entrado a él. No sólo por aquel verso de Neruda –“Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”– sino porque lo vivido en esos días entre ellos mismos dejará huellas imborrables.
Algo similar le habrá sucedido al país como tal, a su sociedad como un todo.
Abram quedará marcado unos años después, en 1973, como consecuencia de lo vivido en la Guerra de Yom Kipur, durante la cual cayó prisionero. Las heridas del alma no cicatrizan y las duras vivencias lo convierten en otra persona.
A la sociedad israelí le sucedió lo mismo, sin caer prisionera de nadie más que de sí misma, a raíz de esa misma guerra. Toda la sociedad israelí pasó a ser post-traumática a raíz de esa guerra, con pérdida de confianza en sí misma, en sus fuerzas, en sus líderes.
De manera que el mismo relato – auténtico, convincente, real – propone más de una lectura: la lineal, que es la que le da fuerza y trata de personas de carne y hueso, y la subliminal, la subterránea, destinada a los lectores israelíes.
En general sorprende la “israelidad” de la novela de Grossman (como todas las otras suyas), en las situaciones, en los personajes, en el idioma, en los paisajes. Y sorprende precisamente porque no hay ninguna duda de que el libro, éste y los otros, llegan con enorme fuerza al lector no israelí y no hebreo.
De todas maneras, y en la parte que atañe a esos lectores sí israelíes, “a la tribu”, Grossman escribe una novela dentro de la novela, una metáfora que ellos la entienden como los iniciados de la tribu entienden el significado del tam-tam de la caja de resonancia, que carece de ese significado para los extraños. Dicho de otra manera: hay significados agregados que los entiende sólo el israelí.
El individuo frente al destino colectivo
En un proceso que se va asemejando al enloquecimiento, a la pérdida de la razón, Ora se convence de que Ofer habrá de morir en el operativo. Lo que comienza como una inquietud, como un presentimiento, se va convirtiendo ante los ojos del lector, que rastrea los pensamientos expuestos de Ora, en una certeza. El pasaje está hecho con maestría, porque tiene los debidos y medidos ribetes trágicos, sin los cuales podría ser una caricatura.
Grossman, a través de Ora, es consciente de la grotesca situación en la cual ella, la madre, está llevando a su propio hijo a lo que interiormente está convencida de que es su muerte. Lo lleva en un taxi conducido por el taxista de la familia, un árabe de Abu Gosh, en un alarde de la ironía de la cual es capaz el autor. Y las asociaciones son espantosas y mitológicas:
“Volvió a cerrar los ojos y oyó el rugido de aquel pulso que era como un pesado tambor, un sonido porfiado, turbio, abismal, una mezcla de ruidos de motores y pistones, y por debajo de todo eso batían los corazones y latían las venas en un sofocado silencio de pánico. Ora se dio la vuelta, miró la caravana de vehículos y la visión le pareció casi ceremonial, conmovedora, una gigantesca procesión, abigarrada y, a su manera, llena de vida: padres, hermanos, novias, y hasta abuelos y abuelas, llevaban a sus seres queridos a las rebajas de temporada, que es lo mismo que decir a la operación militar de turno, pensó Ora, al saldo de restos, y es que en cada coche había un muchacho joven que iba a ser ofrecido como las primicias de los primeros frutos, un carnaval de primavera con una víctima humana, ¿y tú qué?, se recriminó a sí misma, mira lo linda y ordenadamente que llevas a tu hijo, tu casi-único hijo, al que amas, con Ismael llevándolos en taxi y todo”.
Primero la asociación con las primicias ordenadas en la ley mosaica y después el ominoso recuerdo del sacrificio de Isaac, para lo cual utiliza las mismas palabras que en Génesis 22, (“Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac”), y no deja lugar a dudas.
Dado que la imagen que la persigue es la de los oficiales que llegan para darle la noticia, los ve en su imaginación llegando, golpeando la puerta, ve sus rostros, sus ademanes y sus gestos, Ora decide ausentarse, no estar ahí para recibir la noticia. Su razonamiento no es el de una simple negadora, es otra cosa.
Así como los latinoamericanos desarrollaron el realismo mágico, Grossman a través de Ora (pero no solamente: ya en novelas anteriores aparece este elemento) propone lo que podría llamarse el pensamiento mágico. Es esa actitud que caracteriza a los niños, según la cual la realidad depende de mí y puedo cambiarla si lo deseo mucho, si “hago fuerza”, si le pido a Dios, si digo unas palabras claves, si toco esa piedra, si me porto bien.
Aclaremos: no se trata de esa ingenuidad. Es más bien la idea filosófica según la cual lo que no está en mi conocimiento no existe, no hay manera de demostrar la existencia de algo que el sujeto desconoce. Nadie puede probar la existencia del objeto, en este caso la muerte de Ofer, prescindiendo del sujeto. Ora se va para despistar ya no sólo a los que vendrían a anunciar, sino al propio ángel de la muerte.
Detrás de este pensamiento mágico, que el lector percibe como ingenuo, está la cruel realidad: la impotencia del individuo frente a las poderosas fuerzas del colectivo, del Estado, del Gobierno, de la poderosa maquinaria que, como en las tragedias griegas, se sabe que van a conducir a la muerte, el coro lo anuncia, pero es imposible escapar al destino prefijado. La actitud de Ora es un desesperado intento por torcer ese destino que ella ve con claridad. Todas las madres israelíes son o fueron Ora en determinado momento de la vida de sus hijos.
Ora se va con Abram y se mantiene en movimiento en lo que sería el paseo que debería haber hecho con Ofer, tal como planeaban. Si se quiere, Ora abarca con su movimiento el territorio de Israel, vive en el presente y a través de Abram vuelve al pasado, al de ellos y al de Israel, el de la Guerra de Yom Kipur. De alguna manera, las fronteras de tiempo y lugar impuestas por el papel quedan superadas, ahora la metáfora es mucho mayor.
No es la única vez que Grossman utiliza el movimiento como parte integral de la actividad de sus protagonistas, lo ha hecho muchas veces antes y lo vuelve a hacer en la novela que escribió después de ésta. El desplazamiento es un motivo recurrente en él.
Ficción y realidad
En una postdata de la novela, Grossman revela que comenzó a escribirla medio año antes de que su hijo Uri fuera reclutado para el servicio militar. Uri estaba involucrado en la trama, tenía inclinaciones literarias. Cuenta Grossman que cuando volvía de franco se interesaba por los progresos del manuscrito: ¿Qué les hiciste esta semana?, le solía preguntar.
Como se sabe, Uri participó de la que se denominó: Segunda Guerra del Líbano, integrando una división de blindados. Dos días antes de que concluyera esa guerra que el propio Grossman había considerado necesaria y justificada, en una conferencia de prensa compartida con Amós Oz y A. B. Yehoshúa clamó para que se pusiera fin a las acciones porque los objetivos se habían logrado y la prolongación ya no daría beneficios a nadie. La guerra continuó, sin embargo, dos días más y en ese último día murió Uri en su tanque junto con otros tres de sus camaradas.
Escribe Grossman: “Tras los siete días del duelo volví al libro, que ya estaba escrito en su mayor parte. Lo que más cambió fue la caja de resonancia de la realidad en la que fue revisada la versión definitiva”. Eso por parte del autor. Por parte del lector, cambió también su forma de leerlo.
Sin lugar a dudas, podríamos afirmar de David Grossman, es una voz singular, que representa al colectivo.
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