Según relata Bernardo Kleiner en su interesante y documentado libro "Veinte años de movimiento estudiantil reformista" (Edi-torial Platina, Buenos Aires 1964), el 20 de junio de 1941, Día de la Bandera, justo dos días antes de la invasión hitleriana a la Unión Soviética, un grupo de estudiantes, acompañados por numerosos obreros, reclamó del consulado alemán en Córdoba, con oficinas en la Avenida Colón, que la bandera argentina flameara en sus balcones. Ante la negativa germana, los estudiantes organizaron varios actos relámpago. Cuando se aglomeró el pú-blico al grito de "abajo el nazismo, viva la bandera argentina", un dirigente de la Federación Universita-ria de Córdoba se encaramó al mástil. Y, ante la ex-pectativa general y la amenaza armada de los burócratas del consulado, el estudiante arrancó la bandera nazi haciéndola pedazos, en medio de la clamorosa ovación de los asistentes, quienes realizaron luego una combativa manifestación por las calles de la ciudad. "La Voz del Interior" de Córdoba y "La Nación" de Buenos Aires, diarios de derecha que entonces co-queteaban con las "potencias anticomunistas", no ocultaron su indignación por el "ingrato episodio". Y "El Pampero", rotativo nazi que estaba directamente financiado por el embajador alemán Von Thermann, rugió: "Fue-ron atacados consulados de países amigos". La Alemania nazi protestó entonces con una reclamación diplomática, presionando al gobierno de Ramón S. Castillo (de cuyas simpatías por el fascismo ya nos ocupamos en nuestra entrega anterior) para que intervenga la provincia mediterránea. El pe-riódico local "Córdoba" describió el episodio de este modo: "... el joven estudiante que había subido y que alcanzó un extremo de la bandera nazi, se colgó de ésta y sin soltarla saltó a la acera. El peso del cuerpo hizo que el asta de la bandera se quebrara cayendo todo al suelo, donde fue recogida por los manifestantes que en a-quel mismo momento la destrozaron...". Los pedazos de la bandera nazi fueron disputados por los asistentes al acto; obreros y estudiantes los guardaron como verdaderos trofeos de la lucha antifascista. Casi inmediatamente se desató una ola de antisemitismo feroz en todo el país. "Los usureros judíos y el marxismo internacional no nos van a impedir que la Argentina mantenga relaciones con aquellos países que están luchando bravamente contra el co-munismo apátrida", rezaba un volante profusamente distribuido por la Legión Nacionalista en la ciudad de Buenos Aires y que terminaba de este modo: "¡Viva la patria! Abajo el judaísmo y el comunismo, fuentes de miseria y esclavitud!". Resulta curioso que, pese a la masiva participación judía en los movimientos antifascistas, el joven que protagonizara aquella acción ante el consulado alemán en Córdoba no fuera judío sino de origen árabe. Se trataba de Fernando Nadra que, lue-go, sería encumbrado a la dirección del Partido Co-munista Argentino; y, aunque se trata ya de otra historia más reciente que merecería varios libros, en 1976 -ya de viejo- fue uno de los artífices del apoyo que el PC, diez años antes de la autocrítica desarrollada en su XVI Congreso, le brindara a la dictadura "cívico-militar" de Videla. Pero en el ´41 Nadra era un joven combativo de inequívocas posiciones an-tifascistas; y, a raíz de su arriesgada acción en Cór-doba, fue procesado y detenido junto a otros veinticuatro estudiantes reformistas "en virtud del estado de sitio" implantado en todo el país para "ahogar las crecientes manifestaciones del pueblo contra el fascismo y la guerra", de acuerdo al libro de Kleiner. En esos días fueron clausuradas tres escuelas judías de la Capital Federal "por no funcionar en las debidas condiciones higiénicas"; y, poco después, corrió la misma suerte, el Asilo de Huérfanos Israe-litas de Cabildo 3642. Los diarios ironizaron sobre la "mugre judía"; y la inefable "Clarinada" vomitó: "El ojo vigilante de nuestras autoridades sa-nitarias tiene a mal traer a los jacoibos que echan pestes y culebras a autoridades tan exigentes que quieren la limpieza en to-das partes". Resultaba obvio que el tema de la "higiene" era una burda excusa para im-pedir el normal funcionamiento de las instituciones judías, visualizadas por el régimen imperante, inclusive en el ámbito parlamentario, como una "fuente de subversión comunista". Los dirigentes de la comunidad judía, una vez más, en lugar de enfrentar estas provocaciones con dignidad y denuncias, iniciaron una seguidilla de reuniones para cumplir con los "requisitos higiénicos" de las autoridades. "Clarinada" tomó co-nocimiento de esta movilización en tono de burla: "Los circuncisos acaban de deliberar en la calle Azcuénaga 280 para limpiar las instituciones judías. Pero la mona aunque se vista de seda, mona queda; y los judíos, roñosos por naturaleza, que nos han traído la roña desde Europa para infectar a la Argentina, jamás podrán lavar sus culpas milenarias. ¡Fuera con e-llos! Es hora de limpiar el país ensuciado por estos microbios malignos. En la reunión de la calle Azcué-naga designaron una ´co-misión especial´ integrada por jacoibos como Fave-lukes, Gauchaner, Jenik, Gerzenstein, Gercovich y Garfunkel. Pero la roña se limpia con higiene y no con más roña circuncisa". En aquella primera eta-pa de la guerra mundial, cuando parecía que el hitlerismo estaba triunfando y nadie podría pararlo, las fuerzas antisemitas en la Argentina, estimuladas por vastos sectores militares y eclesiásticos, fueron adquiriendo mayor soberbia. En el ámbito universitario, pe-se a las movilizaciones an-tifascistas y de izquierda, la vida de los judíos se hizo prácticamente insostenible. "La rebeca Beatriz Gogosch -puntualizó con satisfacción "Clarinada" a principios del ´42- está en mala situación. Es ayudante de farmacia en el Hospital Piñeyro, donde un grupo de estudiantes y practicantes bien inspirados tratan de impedir que en ese puesto de responsabilidad una vulgar judía tenga algo que ver con la vida de los que van a curarse allí. Los patriotas e idealistas muchachos no pretenden una cosa del otro mundo. Juzgan que ese puesto debería estar ocupado por un no judío, ya que existe un hospital judío donde la susodicha rebeca puede ir a hacer toda clase de experimentos. Por eso a toda alimaña judía que sienta allí su infecta planta le hacen la vida imposible, y tratan de ahuyentarla por otros medios, ya que el flit no los destruye. ¡Bravo por los muchachos del Piñey-ro, y que se inspiren en ellos todos los mentecatos, que en nombre de un mentido sentimiento de fraternidad dejan que el judío les ponga la bota encima!". La Iglesia, mientras tanto, envuelta en una psicosis anticomunista, no ocultaba su preocupación por el auge de las huelgas dirigidas por "elementos del co-munismo, en su mayoría de origen judío". Especial-mente le angustiaba la ma-duración de un frente popular que, integrado por radicales, socialistas y comunistas, pensaba presentarse a los comicios de 1943. La comisión que se formó en la Cámara de Diputados para investigar las actividades nazis en la Argentina (que estaba encabezada por Raúl Damonte Taborda y Enrique Dick-man y de la cual nos referiremos más extensamente en otras entregas) denunció el papel de los curas fascistas. La Iglesia, oficialmente, se cuidó bastante de asumir abiertas actitudes antisemitas, pero muchos de sus vo-ceros más destacados (por ejemplo, monseñor Gusta-vo J. Franceschi, director de la revista católica "Cri-terio", y particularmente el diario "El Pueblo", que era considerado poco menos que un órgano oficioso de la jerarquía eclesiástica) aludían a las "intrigas judías" cada vez que alguien, desde el Congreso o desde el pe-riodismo, acusaba a las instituciones representativas de la religión oficial como promotora del odio racial. En aquellos días, el padre Virgilio Filippo (que en 1946 sería diputado pe-ronista y, según Loris Za-natta, en su libro "Del Es-tado liberal a la nación católica", encarnaba a uno de "los más difundidos divulgadores anticomunistas y antisemitas") arremetía contra los judíos en sus charlas propaladas por LR8 Radio Cultura, acusándolos una y otra vez de ser los "promotores del avance comunista en el mundo". Fue en medio de ese clima -y Zanatta lo subraya con particular énfasis- que el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Castillo, Enrique Ruiz Guiñazú, admirador de los regímenes fascistas, decidió ofrecer un banquete en honor del Episcopado ar-gentino, que participó en su totalidad. Ruiz Guiñazú (padre de la conocida periodista actual Magdalena Ruiz Guiñazú) había sido el encargado de mantener la "neutralidad" argentina, tan elogiada hoy por la historiografía nacionalista pero que en esencia, en aquella época, servía de perillas a las "potencias nacionales". A raíz de algunas versiones surgidas en esos momentos, había extremada inquietud en el clero argentino por la posibilidad de que el gobierno cambiara su posición "neutral" (cosa que, de haberse producido, según los curas, hubiera favorecido la "es-trategia comunista"), pero Guiñazú, en una prolongada reunión mantenida con el nuncio apostólico, tranquilizó a la Iglesia y prometió continuar con "el neutralismo y la política anticomunista". El banquete de referencia terminó por subrayar "la inmutable doctrina del Evangelio que rige los destinos del país", según lo expresado por el propio cardenal Co-pello, que en esos primeros tramos de la década del cuarenta también solía estimular a los factores antisemitas. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de la España de Franco, tenía necesidad de reafirmar en la Argentina, y a cada instante, la consigna de "Argentina católica". Y, por eso, obsesivamente, denunciaba permanentemente "la disolución que emanaba del judaísmo y del comunismo". Eso ocurría inclusive en oportunidad de episodios menores que la Iglesia magnificaba, a veces hasta el paroxismo. Por ejemplo, los legisladores de Catamarca, seguramente en el contexto de uno de esos habituales actos de corrupción protagonizados por los políticos argentinos a lo largo de la historia, votaron entre gallos y me-dianoche una ley que permitía la apertura de las casas de juego en la provincia. Los católicos, entonces, lanzaron una verdadera cruzada encabezada por monseñor Hanlon, acusando a los judíos, a los comunistas, y "a los males de la democracia" (sic) por la concreción de "semejante enormidad". La Iglesia, en aquellos días, apostaba a lo que se conocía como el "nacionalismo restaurador". Y, de acuerdo a Zanatta (que a mi juicio es uno de los investigadores más serios de las posiciones políticas de la Iglesia argentina), "muchos militantes católicos enarbolaron el nazismo como su propia bandera". Esto, por ejemplo, quedó claro el 1º de mayo de 1941, cuando muchos de ellos tomaron parte de una manifestación derechista, luciendo el distintivo de la Accion Católica y vivando a "Cristo Rey", Hitler y Rosas, según consta en las crónicas periodísticas de la época y en una interpelación parlamentaria. En esa oportunidad, las campanas de la iglesia de San Nicolás repicaron al paso de la marcha y el general Juan Bau-tista Molina (ferviente ad-mirador del nazismo y uno de los ideólogos de la banda paramilitar Alianza Liber-tadora Nacionalista que había sido fundada por Juan Queraltó en 1937) concurrió para brindarles su entusiasta apoyo. De más está decir que los manifestantes vocearon es-tribillos hostiles a los judíos y exigieron su muerte o, en el mejor de los casos, su deportación. Y, además, se distribuyeron octavillas con la reproducción del párrafo extraído de "El judío", original del cura Julio Mein-vielle y uno de los mas feroces antisemitas de todos los tiempos en la Argentina (fue el mentor de varios grupos nazis y, ya en la década del sesenta, se convirtió en el principal ideólogo de la Guardia Restauradora Nacionalista que, en febrero de 1964, asesinó en su casa de Azcuénaga y San Luis al joven judío Raúl Alterman). Ese párrafo del cura Meinvielle, distribuido en millares de hojas, decía así: "Los cristianos no de-ben trabar relaciones co-merciales, ni sociales, ni políticas con los judíos, casta perversa que hipócritamente ha de buscar nuestra ruina. Los judíos deben vivir separados de los cristianos, porque así se lo ordenan a ellos sus leyes, y además, porque son in-fecciosos para los demás pueblos. Si los demás pueblos rechazan estas precauciones, tienen que atenerse a las consecuencias, o sea a ser lacayos y parias de esa raza". El diario "El Pueblo" festejó "el éxito" (sic) de la marcha y, muy poco después, pese a que la Iglesia oficialmente trató de tomar distancias del lenguaje ul-traderechista, el Episcopado consintió que se desarrollaran en el seno de la Iglesia "cursos" dedicados al libro "Concepción católica de la política" del propio Meinvielle, que había sido escrito poco después de producida la invasión hitlerista a Polonia. Durante largos años, subraya Zanatta, "el fascismo encarnó la realización del Estado católico y antiliberal para los católicos argentinos". Las guerras de Etiopía y España no hicieron más que acrecentar el prestigio del régimen de Mussolini frente a los ojos de buena parte de la feligresía católica y, ante la aparición de algunas figuras de la Iglesia que criticaban a los gobiernos del Eje (por ejemplo, monseñor Miguel de Andrea, que había apoyado en enero de 1919 la represión antisemita de la Semana Trágica, pero que después produjo un giro "liberal"), las fuerzas hegemónicas de la Iglesia argentina se apresuraron en 1942 a tranquilizar al embajador del Duce, porque, adujeron, la corriente "autoritaria (sic) y ortodoxa", "la-tina e hispánica", en otras palabras la corriente pro fascista, era por lejos mayoritaria y contaba con el apoyo de los obispos. De todos modos en Roma no ocultaron su preocupación por la aparición de grupos antifascistas en el seno de la Iglesia. Preocu-pación que aumentó cuando en junio de 1942 causó revuelo en Buenos Aires la aparición de una revista democrática llamada "Or-den cristiano". "El Pueblo", que un prelado influyente como monseñor Buteler había calificado como un diario que "goza de la más estricta confianza del Episcopado argentino", desaconsejó abiertamente la lectura de "Orden cristiano". Y el cardenal Santiago Luis Copello, que fue uno de los jerarcas de la Iglesia más consustanciados con posiciones de ultraderecha, prohibió lisa y llanamente su lectura. En cambio instó a brindarle apoyo a las publicaciones nacionalistas. El beneplácito del catolicismo oficial con el régimen de Mussolini era a principios de la década del cuarenta, abierto y evidente. La revista "Sol y luna", por ejemplo, que hasta poseía un "censor eclesiástico", adhirió sin medias tintas al fascismo; y su director, Juan Carlos Goyeneche (que en 1955 apoyara decididamente el golpe contra Perón, como lo apoyaron muchos de los sectores de ultraderecha que acompañaron a Lonardi) llegó en 1942, integrando una delegación católica que viajó a Europa, a ser recibido por Franco, Ribentropp y el propio Mussolini. La Iglesia oficial legitimó entonces a los muchos Goyeneches del campo ca-tólico. Y, como lo documenta Loris Zanatta en el citado libro, el catolicismo "hizo propia la estrategia de la colaboración con los movimientos fascistas". Los diarios "El Pueblo" de Buenos Aires y "Los Prin-cipios" de Córdoba recibían subvenciones de la em-bajada italiana; y otro tanto ocurría con "Crisol", diario católico nacionalista que fue elogiado por la embajada italiana porque "combate enérgicamente al judaísmo y la influencia anglo- americana en la Argen-tina". "Los Principios" llegó a publicar semanalmente desde 1935 y hasta bien entrada la Segunda Guerra Mundial, una página entera dedicada a los "logros de la Italia fascista" preparada por el consulado italiano en Córdoba. Según AMAE (Archivo del Ministero degli Esteri italiano), Telexpreso N° 21118-983, publicado en Buenos Aires el 19 de mayo de 1939, "los diplomáticos italianos, dada la buena imagen que ´Los Princi-pios´ brinda del gobierno del Duce, han resuelto au-mentarle las sumas que se le destinan, ya que se trata de un periódico que es leído por aproximadamente 10.000 personas, entre las que se destacan los párrocos que en las comunidades rurales son muy escuchados". De todos modos el diario católico más difundido en esa época era "El Pueblo", donde Mussolini fue objeto de numerosos panegíricos. Porque era "el genio" que había "transformado el conflicto en armonía", considerando a-demás que el fascismo había sido "el artífice de una de las legislaciones más perfectas del mundo". El antisemitismo católico se expresó continuamente en aquellos años, sobre todo en sus numerosos órganos de difusión. En 1942 visitó la Argentina el escritor judío Waldo Frank. Muchos católicos lo acogieron con insultos, "Clari-nada" le dedicó páginas enteras de diatribas y, además, fue objeto de un duro ataque físico. Algunos cristianos reaccionaron porque se sintieron incómodos con la agresión, pero inclusive en esa reacción no pudieron desprenderse de sus viejos prejuicios. Por ejemplo, monseñor Gustavo J. Franceschi, director de la revista "Criterio" y una suerte de intelectual muy respetado por la Iglesia, dijo que no estaba de acuerdo con los métodos utilizados para enfrentar a Frank. "Para repudiar a los hebreos hay que acudir a otros argumentos", pontificó. De esta manera, la Iglesia admitió oficialmente que existían razones para "repudiarlos" y estas razones eran las mismas que hacían "repudiables" a los socialistas, comunistas y hasta los liberales y protestantes. No siendo católicos, y por ende no reconociendo en la catolicidad el fundamento de la identidad na-cional, "ellos" eran "naturalmente" enemigos. Zanatta, en su excepcional trabajo, acentúa que el caso de los judíos se agravó por el hecho de representar un elemento de heterogeneidad confesional que turbaba el monopolio católico. Muchos de los colaboradores de "El Pue-blo" definieron a las sinagogas como "antros anticristianos" y, en el propio seno de la Iglesia, fueron ocupando posiciones de liderazgo y jerarquía muchos de los sacerdotes que no ocultaban su virulento antisemitismo. Un ejemplo sintomático. En octubre de 1938, la "Unión de católicos amigos de Israel" (entidad minoritaria que trataba de diferenciarse de la Iglesia oficial) le solicitó a la dirección de la Acción Católica (que en aquellos años era una institución de enorme poder y gravitación) permiso para reunirse en sus locales. La Acción Católica respondió modificando sus reglamentos, de modo tal de reservar únicamente para sus afiliados directos el uso de sus instalaciones. En esos mismos días, el "Comité contra el racismo y el antisemitismo" invitó a la Acción Católica a colaborar en la preparación de una jornada de fraternidad entre las razas. Sus dirigentes se negaron categóricamente, sosteniendo que "la Acción Católica Argenti-na, por sus estatutos, no puede intervenir en actos de esa naturaleza".
Y, como colofón, por hoy, esta "joyita" publicada por "Clarinada" a principios de 1942: "Para el traidor de Francia, De Gaulle, para todos los colosos con pies de barro, para todo el cipayaje que turba a las naciones que lo soportan y toleran, para los milicianos, caftens y usureros que amedrentan y empuercan a la Argentina, para Sta-lin, Kaganovich y compinches, Hitler es un adefesio y un constante peligro. Pero para la Iglesia y los hombres de voluntad bue-na, el cristianismo de Hi-tler y sus cruzados y las obras del Führer no representan peligro alguno, porque nada tienen que temer de ellos. Tampoco le temen los hindúes y todos los pobres de este mundo, porque en él presienten la esforzada garantía para tiempos mejores. En tiempos pasados, Felipe II y Napoleón atrajeron el odio inglés y el judaico. Hoy es Hitler, y su Alemania y los demás pueblos que dividen con ellos las tareas sobrehumanas de prepararnos un mundo me-jor; e Inglaterra, que an-tes ganó siempre la última batalla, deberá esta vez morder el polvo de la derrota, porque Dios ha desatado contra ella todo el furor de su ira secular; el cáliz de iniquidad desborda ya. Hitler es el más grande genio que la tierra ha producido y los judíos deicidas serán arrasados por la historia"..
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