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“Estampas porteñas de la Belle Époque argentina”
Por Moshé Korin
Bucear en la historia argentina y extraer sus postales resquebrajadas en sepia es una labor deliciosa. No sólo porque resulta interesante, sino porque las estampas subjetivas de los distintos tipos de personajes del pasado son por demás pintorescas.
Ya que dichas estampas son innumerables, debo circunscribirme. Hoy quisiera detenerme en algunos rasgos de un tipo porteño de las primeras décadas del 1900 y más específicamente en los de un ser porteño perteneciente a la oligarquía, aquellos llamados comúnmente “niños bien”.
Esos jóvenes a quienes la gran Tita Merello les cantara alguna vez:
“Niño bien, pretencioso y engrupido
que tenés berretín de figurar,
niño bien que llevás dos apellidos
y tenés de escritorio el Petit Bar..”
Nuestra historia pasada está poblada de este arquetipo sociocultural, hijo de los tiempos de la “Belle Époque” argentina. Me detendré en una de las anécdotas que tal vez puedan resultar de las más ilustrativas, porque pinta de cuerpo entero a este prototipo y porque pertenece a los años de juventud de quien fuera unos de nuestros presidentes: Marcelo Torcuato de Alvear.
Perteneciente a una riquísima familia patricia de terratenientes, sus amigos de infancia y juventud lo llamaban “Marcelito”.
Al comenzar el siglo XX rodaban en el país poco menos de trescientos automóviles. Marcelo Torcuato de Alvear (4/10/1868 – 23/3/1942) y su inseparable amigo de aventuras Aarón de Anchorena (“Aaroncito, el Gran Atila” para los amigos), fueron los protagonistas del primer duelo de autos disputado en la pista del hipódromo de Palermo. El vencedor fue Anchorena con un Benz a vapor.
Pocos meses después, Alvear se tomó su revancha con su Locomobile. Suele hablarse mucho sobre las cualidades del joven caballero Torcuato de Alvear para con sus amigos, se suele comentar que debido a ello ganaban turnándose en son de camaradería.
Poco tiempo después aquel mismo Aarón de Anchorena gastaría una fortuna trayendo desde Europa un globo aerostático, para ser el primero en hacer el cruce aéreo del Rio de la Plata. Lo acompañaba Marcelito Torcuato de Alvear, quien intercedió para que Aaroncito no le pegase al ingeniero francés traído especialmente para el evento, que se negaba a subir prediciendo que no iba a poder realizarse la proeza, debido a que el gas utilizado en la Argentina no podría generar suficiente fuerza para que el globo cumpliera su trayecto.
Anchorena le gritaba loco de ira, ya que lo único que le importaba era cumplir con su hazaña:
“- Francés de mierda, resultaste un cagón. Yo te contraté para que me acompañaras y no para que me jodas el vuelo. Si nos venimos abajo, te la aguantás carajo. Para eso te pagué, pedazo de imbécil.
- Bastardo de porquería, si fueras de mi misma condición social te liquidaba en el campo de honor, te retaba a duelo, pedazo de imbécil. ¡Qué me venís con los detalles del gas!”

Lamento el vocabulario citado, ocurre que sin él no se percibe en toda su dimensión la escena, sus protagonistas y los rasgos característicos de aquella subjetividad.
Imposible dominar semejante terquedad, finalmente el viaje lo hizo Anchorena, pero sin el ingeniero francés, acompañado por un operario desesperado por ganarse unos pesos y al llegar, después de una dificultosa travesía le dijo Aaroncito con tono triunfalista a su pobre compañero de travesía: “¡Siempre pensé y dije, que el ingeniero era un francés cagón!”.
El escenario de la Belle Époque argentina
Por esos comienzos del pasado siglo, la opulencia de Buenos Aires que deseaba reflejar a las grandes ciudades europeas que admiraba, hacía que se trajeran especialmente del otro lado del océano, a arquitectos que diseñaban esplendorosos edificios y residencias.
Eran los tiempos en los que se edificaron las deliciosas construcciones que hasta hoy pueblan diversos sitios porteños, entre ellos la Avenida Alvear y la calle Quintana.
Como signo distintivo de aquella dorada época, podríamos, por ejemplo, mencionar la inauguración el 25 de mayo de 1908, del majestuoso Teatro Colón que hasta el día de hoy se encuentra entre los cinco mejores teatros operísticos del mundo por su tamaño y por su impecable acústica.
Como prolongación de aquella Belle Époque argentina, se levantaba imponente la ciudad de Mar del Plata. “La feliz” era el lugar obligado de la elite argentina y de quienes venían del exterior a pasar veranos de esplendor y diversión, atardeceres con paseos por la Rambla y noches de Casino.
No por nada Buenos Aires fue bautizada por aquel entonces, como “la ciudad que nunca duerme”, la vida nocturna que aquí se respiraba estaba hecha de numerosos cabarets, inundados de hermosísimas “bataclanas” que bailaban y cantaban el sensual y sugestivo tango arrabalero.
Los “niños bien”
Los cabarets eran los sitios predilectos para los “berretines” de los “niños bien”, quienes con su característica e inconfundible voz impostada, ordenaban cerrarlo para exclusivo disfrute de ellos y sus amigos. La única premisa de esas noches era el disfrute a todo lujo, sin privarse de nada; noches en las que los dueños de los cabarets toleraban cualquier exceso ya que si destrozaban algo de seguro iba a ser pagado y con creces.
Le resultará conocida al lector la expresión “tirar manteca al techo”, pero muy probablemente no le será tan familiar conocer los hechos que la originaron. Se debe tal creación a otro protagonista del grupo de los “niños bien” de aquella época: Martín Máximo Pablo de Álzaga Unzué (1901 – 15/11/1981), “Macoco” para los amigos.
Ocurrió que en un arranque de aburrimiento de Macoco en el salón privado del parisino restaurant Maxim´s, al ver una pintura que decoraba el techo del lugar y que se componía de la representación de unas valquirias (doncellas) de senos prominentes que sobresalían de sus escotes, Macoco puso manteca en su tenedor y organizó un torneo en el que resultaba ganador quien lograra ubicar en el techo los trozos de manteca justo sobre los senos allí pintados. Por supuesto, fue luego abonada la cuenta que incluía el adicional de limpieza y restauración del techo; pero esto no impidió que el torneo se tornase una rutina reiteradamente celebrada por los amigos.
Aún si no estaba presente en aquella noche en la que nació por un lado, el nuevo hobbie de los “señoritos bien”, y por otro, la frase que ilustraría para la posteridad aquella idiosincrasia, Marcelo Torcuato de Alvear, si bien más recatado, pertenecía a esta clase social, a sus usos y costumbres, era otro de los “dandys” argentinos.
Como hemos dicho, “Marcelito” era amigo de Aarón Anchorena (5/11/1877 – 24/2/1965) y muy cercano también de Martín Álzaga Unzué. Eran amigos de la infancia, hijos de familias amigas pertenecientes a la oligarquía argentina; pertenecientes ambos por destino heredado a esa Argentina chica, ese mundo argentino de unas pocas familias tradicionales que se relacionaban entre sí de modo casi endogámico.
Cuando Hipólito Yrigoyen designó a Alvear como su sucesor, Macoco se hallaba en “Coeur Volant” la residencia francesa de los Alvear. La sorpresiva noticia era inimaginable por el propio Marcelo, quien si bien muy querido por el caudillo Yrigoyen, no se hallaba tan enraizado en la política como para justificar tal decisión.
Si bien jamás se manifestaron explícitamente las razones de tal decisión y los códigos de aquella clase social dictaban que no se preguntan las causas, sino que meramente se aceptan los honores, se ha especulado que, pensando en su segundo mandato posterior, el caudillo deseaba dejar la presidencia a quien sabía que le sería leal y le devolvería luego el poder.
Toda vida, todo arquetipo histórico, todo ser humano tiene en su seno el inevitable padecer. Dicho sufrir debe intentar ser comprendido desde el propio marco que configura su modo de vivir, es por ello que más allá de lo superfluo y lo pintoresco que resulta aquel prototipo porteño, quisiera concluir estas estampas echando luz sobre la forma en la que el vacío existencial se hacía presente en ellos.
Aquel mismo excéntrico Macoco caminando una noche por París junto a un amigo periodista le confesó:
“- ¡Ah Pucho, vos no sabés cuánto te envidio, che!- (…)
-¿Usted, que tiene todo, envidiarme a mí, que soy un humilde periodista, un hombre pobre que vive al día? ¡No me tome el pelo, don Martín!
-Te lo digo en serio, viejo. ¿Sabés por qué te envidio?, porque vos no te aburrís; en cambio hay tantas veces que yo no sé qué hacer de mi vida.”
En artículos futuros me referiré a estos y a otros personajes de la “Belle Époque”, pues son pintorescos y nos describen toda una época.
No obstante, no quiero dejar de señalar en esta oportunidad, que las costumbres aquí reflejadas no respondían al común de la vida cotidiana de la mayoría de los argentinos.
La abundancia y la posición argentina en la economía mundial, eran fruto del modelo agroexportador, que solo representaba una cara de la moneda, cuyo reverso reflejaba la pobreza, el analfabetismo y la falta de horizontes para la mayoría.


Mayo 2011 - Iyar / Sivan 5771
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