Menem lo hizo. En su decadencia inexorable, transformó una derrota inevitable en un suicidio político. En su momento de gloria, convirtió a uno de los movimientos populares más importantes de Amé-rica Latina en una sucursal del neoliberalismo. Su caí-da actual es equivalente al vaciamiento de las banderas históricas del peronismo que implementó desde 1989. Cuando olfateo con acierto que se caía el Muro de Berlín, fue de los primeros que corrió a recoger las piedras para entregárselas co-mo ofrenda a los nuevos dueños excluyentes del planeta. Luego haría lo mismo con el patrimonio de generaciones de argentinos. Una derrota gigantesca fue presentada a la sociedad como un éxito sin precedentes. Y hay que reconocerlo: Me-nem lo hizo. La desocupación y la exclusión de vastos sectores sociales quedaron sepultadas bajo la frivolidad de la época. Los nuevos ricos exteriorizaban su riqueza con la impudicia de los paradigmas levantados: a un poderoso se le aceptaba y se le perdonaba todo. El pobre era - es un fracasado, culpable de su propio destino. De ninguna manera una víctima. El mercado distribuye -se sostenía- e-quitativamente los recursos por lo que hay que reducir el Estado al tamaño de facilitarle los negocios a los po-derosos y levantarle el bra-zo a los triunfadores. La sa-lud, la seguridad, la educación, las riquezas naturales son negocios de los cuales debe ser desplazado el Es-tado. A base de la venta del patrimonio y el endeudamiento desorbitado se mantuvo la convertibilidad, se acentúo el consumo, se subsidió la importación y se arrasó con la industria. Se propagó la peregrina idea que un país es un mero mercado, la vida, un shopping. El acceso al celular y el cable justificaban el alquiler, la venta, la concesión y el endeudamiento del país. Todo era un mero presente y los electrodomésticos en cuotas se pagarían eternamente hipotecando definitivamente el futuro. La mo-dernidad se confundía con las góndolas rebosantes de productos importados. Mia-mi era la meca de la clase media y Paris presenciaba la fiesta de los argentinos ricos. Menem lo hizo con la aquiescencia de la mayoría de los argentinos que lo plebiscitaron en 1995 con el 51,8% de los votos, cuando la desocupación llegaba al 18%. Menem lo hizo porque representa lo peor de cada uno de nosotros. El culto al vivo, la picardía de mentir para conseguir los objetivos, la justicia amañada como un mecanismo para convalidar la ley del más fuerte, las leyes de concesión y remate obtenidas con ordenanzas sentados en las bancas. Todo lo nuestro era inservible y se estaba dispuesto a pagar para que grupos concentrados se quedaran con todo. El menemismo fue, en síntesis, la política económica de la dictadura genocida con urnas y libertad, a los cuales le agregó sus valores culturales en lo que brillaban la falta de escrúpulos y el principio inalterable que el fin justifica los medios. Política y negociados pasaron a ser sinónimos. La teoría del derrame sólo fluía pródigamente hacia los beneficiados poderosos y hacia los beneficiadores. Suicidas extraños, AMIA, Embajada de Israel, explosión de Río Tercero, accidente - homicidio de Carlos Junior, tráfico de armas, enriquecimientos obscenos de él y sus funcionarios, y un interminable listado de negociados. Menem lo hizo con el apoyo mayoritario de la población sobornada de distintas formas canjeando presente por futuro. De aquellas ignominias, de aquellas ficciones se ha amasado el hambre, la exclusión, la devastación económica, la emigración y la pobreza del 60 % de los argentinos. Ésta realidad insultante está en cada metro cuadrado de la asolada geografía nacional. Carlos Menem realizó una verdadera hazaña pa-sando de su prisión de lujo a ganar las elecciones en primera vuelta con un 24,45 %, pero por una esmirriada diferencia. Era una victoria pírrica que garantizaba la derrota. El riojano no percibió que la sociedad repudiaba en él, en forma excluyente, la complicidad mayoritaria fraguada entre el engaño y el autoengaño. Viejo, lento de reflejos, autista, sumergido en el microclima de un entorno potenciado en su mediocridad, disfrutaba del diario oficialista que le redactaban. Se empezaba a escribir el patético final del imbatible. Cuando el 27 de abril, la victoria parcial adelantó la derrota definitiva, Menem entró en un laberinto sin salida para un triunfador que se vanagloriaba de serlo. Su viejo amigo y adversario tenaz, Eduardo Duhalde adelantaba su ocaso. Pero Menem prefirió suicidarse bajándose del ballottage, antes que ser matado en las urnas por una diferencia catastrófica. Eli-gió el peor camino. Sus viejos aliados se agolpaban an-te su derrotado en primera vuelta. Observaba, estupefacto, el fruto excelso de los valores menemistas: el triunfador siempre tiene ra-zón. El derrotado solo puede ser objeto de vituperio. Con un procedimiento perverso y sinuoso, muy lejos del vuelo de águila que pregonaba, extendió la presentación de su renuncia hasta el ridículo. El que se enorgullecía de ser de quebracho y algarrobo fue derrotado por las encuestas y no por las urnas, después de ser mayoría en la primera vuelta. Es como si un militar pierde un desfile, después de haber ganado una batalla. Prefirió matarse ante que ser derrotado. El personaje, en su caída definitiva, fue fiel a si mismo hasta el final. Predicó la violencia, amenazó con el retorno de los montoneros, con llenar las calles con Fuerzas Militares, mientras hacía llamamientos a la conciliación. Salió de la historia por la puerta de servicio, destilando un odio similar al que provocó. En eso también: Menem lo hizo. Lo que en sus días de gloria eran picardías celebradas, en el ocaso fueron patéticas miserabilidades. Su renuncia a presentarse a las elecciones que le eran enormemente desfavorables, la presentó como un renunciamiento. Trató de compararse con Evita, que renunció a un triunfo. Me-nem lo hizo para eludir un estrepitoso fracaso. El 13 de mayo intentó un remedo del 17 de octubre, pero convocó menos gente que un partido entre Villa Dálmine y Colegiales. Tal vez, si el riojano hubiera leído a Carlos Marx en lugar de las obras completas de Sócra-tes, se habría enterado que: "La historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa". Nadie sintetizó con más precisión su trayectoria y sus actitudes postreras que su vencido del 27 de abril, el proclamado Presidente Né-stor Kirchner: "Primero les robó a los argentinos el derecho a trabajar, luego el derecho a comer, el derecho a estudiar, el derecho a la esperanza. Ahora vino por el último de los derechos que quedaba en pie, votar... ahora los argentinos conocen su último rostro, el de la cobardía y sufren su último gesto: el de la huida. ...El retiro de la fórmula es absolutamente funcional a los intereses de grupos y sectores de poder económico que se beneficiaron con sus privilegios inadmisibles durante la década pasada, al amparo de un modelo de especulación financiera y subordinación política". Carlos Menem es un cadáver político, si la Argentina no es un territorio definitivamente surrealista, donde la resurrección suele ser un milagro permanente. Es una condena posiblemente más dura que la cárcel que tenía destinada, si la justicia hubiese existido. Mucho más difícil, será enterrar los valores políticos y culturales del menemismo. Eso seguro no lo podrá hacer Menem. Sería bueno que la realidad pudiera acuñar el slogan: La sociedad lo hizo.. Por Hugo Presman. Fte.: Servicio de Prensa
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