No había muchas cosas que tornaran atractiva la escuela para el joven Helmuth Groissman, el ambiente hostil por su condición de judío. Las amenazas de la pandilla de Konrad, los insultos y golpes en los recreos, las miradas despreciativas de otros muchachos, el gesto de repulsión de las jóvenes púberes y la permanente sensación de ser odiado, no eran compensados por su profundo amor al estudio y su amistad sincera con Gustavo, su amigo de siempre. Pese a las condiciones imperantes en la Alemania de preguerra, sus dotes naturales lo hacían ser el primero en cuanto examen se presentara, eso fue lo que permitió su permanencia en el instituto, pese al "numerus clausus" (número tope para judíos) y a los cada vez mayores decretos discriminatorios. Solía esperar a Gustavo en su casa para concurrir acompañado por su "protector", quien como algo natural lo consideraba "el amigo genio". No solo la coincidencia de ideas, sino también el hecho de ser Gustavo paciente del papá de Helmuth, provocaba cercanía entre ambos y una sincera amistad. Fue en ocasión de unos torneos deportivos tan en boga en esos momentos, cuando comisionaron a Gustavo como representante a una preselección y debió trasladarse a Francfort por una semana. Helmuth había decidido no concurrir al colegio, pero conciente de su necesidad de estudiar, venció sus temores y se encaminó por el camino conocido, que le pareció lleno de sombras y presagios. Al entrar al aula y percibiendo su soledad, fue abucheado por la pandilla de Konrad, quien con gesto de asqueado y al grito de "Jude Raus" (fuera judío), le lanzó al cuerpo su cortaplumas, no dio en el blanco, golpeando el pequeño cu-chillo contra el pizarrón. Hel-muth no supo como reaccionar, pero instintivamente lo tomó del suelo, justo cuando Konrad se lanzaba sobre él para recuperarlo o quizás para completar su fallido primer intento. Los jóvenes estaban forcejeando por el arma que Helmuth aún aferraba ciegamente, cuando Frau Richtter entró a la clase, no requirió ninguna explicación, el judío con el arma en la mano era de por sí bastante elocuente. Una vez trasladado a la dirección, se preguntó a otros compañeros sobre el suceso y a excepción del acusado, todos señalaron al "pobre Konrad" como víctima de la maldad judía. Por la tarde, el director Herr Franck hizo reunir a todos los grados en el patio central, también hizo concurrir al Dr. Groissman y Sra., para después comenzar un flamígero discurso inyectado de odio xenófobo y plagado con las consignas que el "nuevo orden" proclamaba, frente a un jovencito gimiente y avergonzado sin causa, que miraba con dolor y pena el rostro de sus padres. El epílogo de la diatriba fue la expulsión pública del causante del "daño moral" a tan prestigioso colegio. Así salió Helmuth con sus padres, caminando entre filas de niños y adolescentes que lo llenaban de oprobio y escupitajos. Sólo y recluido en su casa, esperó la visita de su amigo Gustavo, cada ruido del exterior le parecía que anunciaba su llegada, cada llamada telefónica le preanunciaba la voz amiga, sin embargo ésta no llegó nunca. Poco después supo que Gustavo había sido seleccionado, merced a sus dotes, como miembro de la juventud hitleriana y aceptado en la Werhmacht, donde lo aguardaba un futuro brillante bajo el águila bicéfala. El Dr. Groissman, mediante sus contactos y fortuna remanente, pudo escapar de la devastación, sus lauros profesionales le permitieron establecerse lejos de la hecatombe en este país sudamericano, donde pese a los traumas, todos pudieron reiniciar una nueva vida en paz. Muchos años después, el Dr. Helmuth Groissman, recorría con sus alumnos la sala del hospital, disfrutaba la docencia y el ejercicio de la medicina. De repente, se detuvo frente a una cama, vio frente a él un rostro mórbido, con las facciones desencajadas y los ojos vidriosos, consultó la ficha que estaba a los pies de la cama. No le llamó tanto la atención el diagnóstico de cirrosis terminal, como el nombre del paciente. Volvieron escenas de su lejano terruño, odio, vergüenza, sed de venganza; todo llega de golpe y en torbellino al enfrentar, después de tanto tiempo, nuevamente la odiada cara de Konrad. No hubo en él ánimo de proceder a acelerar el final de su lejano y odiado enemigo, de ello ya se encargaría la naturaleza. En uno de los momentos de lucidez del paciente, se acercó a su cama, se sentó a su lado y cuando se cruzaron sus miradas, le dijo con voz muy suave y profesional: "ich bin dain liber Helmuth" (yo soy tu amado Helmuth). Los ojos enfermos se clavaron en él, en el momento reconoció al pequeño judío de otrora, de su boca escapó una maldición pero no pudo hacer más que eso; imperturbable, el médico siguió sentado a la cabecera de la cama y cada vez que Konrad abría los ojos, encontraba los suyos acusadores. Así fue durante muchos días, el médico concurría diariamente a su guardia frente a la cama del moribundo, las enfermeras lo atribuían a su celo profesional y el paciente, en los momentos de lucidez, sentía la presencia acusadora del judío y repasaba toda su vida degradante y degradada. Helmuth, por su parte, no sabía bien a qué obedecía su actitud, pero un impulso lo hacía ir todos los días a la sala y se instalaba junto a la cama saludando "Gut morgn Kon-rad, ich bin dain liber Helmuth" (Buen día Konrad, yo soy tu amado Helmuth). Así fue hasta el final, uno frente al otro, cada uno con sus recuerdos y tormentos; el último día de Konrad, el enfermo que no recibía visitas exceptuando la del médico, estiró su mano implorante buscando la del galeno y éste, conciente del acto, retiró con asco el brazo, pero después de unos segundos, sabiendo de la soledad de todos los seres humanos ante la muerte, lo extendió nuevamente y así se fue Konrad de este mundo, con la mano del "judío" aferrada a la suya. Mucho después de estos hechos, el Doctor H. Groiss-man recibió una formal invitación del Instituto del que fuera expulsado 50 años atrás, para el homenaje que se haría a todas las personas aún vivas, que hubieran pasado por el "prestigioso" colegio. Obviamente, Helmuth descartó la concurrencia a dicho acto en ese lugar donde tanto había sufrido y llorado en su lejana adolescencia, la posibilidad de ver nuevamente a su "amigo Gustavo" le produjo un profundo dolor, pese a que hubiera querido saber algo más de él y de su destino militar. Una segunda nota enviada por el Instituto en cuestión, aclaraba que no solo se harían presentes los alumnos vivos de la promoción, sino que también habría un acto de desagravio a los alumnos judíos expulsados, de todos modos Helmuth descartó su concurrencia. Ante el comentario que hiciera sobre la invitación, su hijo mayor le preguntó qué había experimentado cuando fue expulsado frente a sus padres, Helmuth respondió que sintió que los había avergonzado y defraudado, pese a ser inocente; su hijo le dijo: "pues entonces concurre al acto de desagravio y mis abuelos te estarán viendo lavar tu "vergüenza inmerecida". Comienzan las ceremonias de evocación en el "prestigioso" colegio del viejo país, no hay figuras conocidas, excepto alguna anciana que retiene los nombres de "amados profesores" ó "buenos condiscípulos". Helmuth ya no busca a Gustavo, sabe que ha muerto después de graduarse con honores en la academia militar, de cualquier modo asiste expectante mientras el catedrático va nombrando a los alumnos del grado. Los que aún viven gritan ¡Presente! al oír sus nombres y el presentador hace una breve reseña de sus trayectorias, los que han fallecido o desaparecido, son motivo de un sentido epitafio acompañado con una mención de sus logros. Llega el nombre de Kon-rad, nadie responde, el presentante dice "desaparición en la guerra después de participar en acciones bélicas". Helmuth cierra los ojos recordando la mano en su mano y calla llorando, espera igual comentario con respecto a su ex amigo Gustavo a quien tanto amara y de pronto, llega su nombre. Nuevamente el silencio, pero es un silencio distinto al anterior, como si lo acompañara el respeto reverente de todos los concurrentes que repasan sus propias conciencias.¡Muerto! dice el orador y se explaya sobre el extinto: "Fue distinguido como alumno de la Academia Mi-litar y a poco de regresar de la misma, encabezó un atentado contra el Führer a quien consideraba nefasto para el país, fue capturado y fusilado, su carta final hecha llegar a sus hermanos, es un claro alegato contra el III Reich. La misma figura en el Museo de Guerra, como muestra de su dignidad ante la barbarie del resto". Acto se-guido, da a los presentes una copia del documento póstumo de Gustavo, tiemblan las ma-nos del anciano con el papel en la mano, a Helmuth se le cae una lágrima doliente cuando entre los párrafos finales de la misma lee "Anchuldig Helmuth" (perdóname Hel-muth). Ya todo lo demás carecía de valor frente a la magnitud de esta revelación, era como si la exaltación del sin sentido rigiese nuestras vidas, llenas de extrañas paradojas que nos pueden hacer vivir toda una vida amando u odiando a la persona, la idea o el concepto equivocado, sin posibilidad de redención o retorno. Así volvió el Dr. Helmuth Groissman a su hogar, más sabio, más ecléctico, pero más esperanzado en la especie humana de lo que había partido. No podemos saber y me-nos prejuzgar, solo podemos tratar de comprender y amar, porque es en lo único en lo que quizá no nos equivoquemos; Konrad, Gustavo, Helmuth, ninguno sabía qué parte le tocaría jugar en la vida, cada uno afrontó su destino como creyó que debía hacerlo, lo demás, lo demás no lo manejamos nosotros.. © LA VOZ y la opinión
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