En treinta años de revolución, los dirigentes iraníes han conseguido dos cosas: un triste reguero de sangre; y un programa nuclear que está a punto de llevarles a ser una potencia con armamento atómico.
La comunidad internacional se indigna al escuchar que Irán comienza a enriquecer uranio en un grado que excede sus usos civiles. Ya se indignó cuando inició el proceso de centrifugado imprescindible para el material nuclear. O incluso antes, cuando Teherán reconoció sus planes de convertir el uranio natural en hexafluoruro de uranio, capaz de ser enriquecido.
La comunidad internacional no va a parar la bomba en Irán. Y ya es cuestión de meses, no de años, que los ayatolas la tengan. De hecho, la única cosa que se puede interponer entre nosotros y la bomba iraní se llama Israel. Desgraciadamente, todo el mundo ha aportado su granito para que Israel no pueda actuar o si lo hace sea solo y a un alto precio.
Los europeos no tenemos la voluntad ni contamos con las capacidades para actuar contra Irán. Los Estados Unidos tienen todo su arsenal disponible, pero han dado reiteradas pruebas de no saber hacer nada a pequeña escala. Lo suyo son las grandes guerras. Sólo Israel ha dado pruebas de saber hacer acciones limitadas.
De ahí que, aunque suene a paradoja, si de verdad se quiere evitar una nueva gran guerra en el Golfo, lo mejor sería que Israel actuara. Evitaría una amenaza existencial contra su suelo a la vez que libraría al mundo occidental de una pesadilla atómica incontrolable.
Ahora bien, deberíamos ser nosotros quienes se lo suplicásemos a los israelíes. Y quienes debiéramos estar dispuestos a pagar el precio justo. Además de ayudarles operacionalmente, reconocer que Israel es vital para nuestro bienestar; que el problema de Israel son sus vecinos, o que Israel es la única fuerza que garantiza la libertad religiosa en toda esa región.
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Diario ABC - España
12-02-10
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