Se había estrenado hace más de una década en Buenos Aires, luego recorrió diversos sitios del mundo -Praga, Finlandia, Nueva York-. Aclamada siempre, en varias oportunidades galardonada, la obra teatral de Eduardo Rovner “Volvió una noche” retorna ahora (2005-2006) al escenario porteño, en el teatro “Andamio 90”.
Probablemente la clave de los sucesos artísticos teatrales no se centre en tan sólo conmover al espectador a través de un único aspecto, sino más bien afectarlo de múltiples maneras. Cuando esto ocurre, aquel que yace sentado expectante se ve envuelto, transportado a un otro mundo que se conecta con el propio, haciendo vibrar distintas dimensiones de su ser. Así, cuando la obra resuena en el propio cuerpo emocionándolo, produciendo risa o tal vez alguna lágrima, fascina la mirada absorta frente a las escenas que se suceden, y además ofrece la agudeza de la reflexión, la obra ya no es mero espectáculo, sino obra artística en tanto se entrelaza con el interior del espectador convocando sus emociones, el placer estético y la reflexión.
Tal vez un preciado signo de que se asiste a una gran obra, sea además del carácter general de la asiduidad de su público, una característica más particular, más sutil en su manifestación: al encenderse las luces, al retirarnos de la sala, y tal vez aún después, la obra continúa en sus efectos. Quizás nos haga recordar, o bien reflexionar, o simplemente nos mantenga dibujada en el cuerpo la emoción que nos ha suscitado. Tal es el caso de la obra que aquí nos convoca a escribir.
Del reconocimiento que oficialmente obtuvo podemos mencionar el Premio Casa de las Américas (1991), el Florencio de la Asociación de Críticos Uruguayos al mejor espectáculo en (1993), ARGENTORES de la Sociedad Argentina de Autores (1995). También ha sido galardonada en el Concurso de Teatro Rioplatense Alberto Candeau en Uruguay, nominada al Premio ACE de la Asociación de Cronistas del Espectáculo (1995) y al Premio María Guerrero, auspiciado por el Ministerio de Cultura de España (1995). Del modo en que hace vibrar las fibras subjetivas, dará cuenta cada espectador.
Creemos indudable que dicho vibrar ocurrirá ya que en“Volvió una noche” se da la potente amalgama de una temática humana tanto nodal como conflictiva, un texto que sabe combinar el humor con la reflexión inteligente, una puesta en escena que logra la magia de transportarnos, junto con una labor actoral de suma calidad expresiva. La conjunción es exquisita: estamos frente a una gran obra.
La obra “Volvió una noche” nos pone frente a un tópico crucial: la tensión entre las generaciones. ¿Qué relación tener con la tradición de nuestros padres? ¿Cómo se es fiel a las generaciones anteriores sin renunciar a los cambios propios del tiempo? ¿Cómo se logra el engarce entre el eslabón generacional del ayer y el del hoy, sobre todo cuando de aquello de lo que se trata es de sentimientos que generan contradicción?
Las palabras del autor, escritas en la solapa del programa que nos invita a tomar asiento y adentrarnos en la travesía teatral, sintetizan este punto central de la trama:
“La pieza trata, en última instancia, de la lucha entre los cambios que los individuos se proponen y el mantenimiento de las tradiciones que imponen las generaciones anteriores.”
Esta lucha, recorrida en clave de comedia, es encarnada principalmente en dos figuras emblemáticas: una madre y su hijo. Fanny Stern (Norma Pons) es una típica madre judía, que si bien hace ya diez años que ha partido del mundo terrenal, recibe todas las semanas las visitas de su hijo Manuel (Daniel Marcove) quien entre relatos de suculentos chismes de barrio, mantiene vivo en el más allá el sueño de su madre: él se ha convertido en renombrado cirujano y es concertista de música clásica. Pero todo se trastoca cuando se agrega un comentario no nimio para una ídishe mame: su hijo se va a casar.
Frente a la magnitud del acontecimiento, Fanny decide abandonar el mundo de los muertos y regresar al de los mortales para conocer a su futura nuera Dolly (Luciana Dulitzky). La verdad de lo que ocurre y de lo ocurrido desde su muerte se va develando lenta pero firmemente: Manuel es pedicuro, violinista de tango y va a casarse con una madre soltera católica.
El tono humorístico nos sacude en un arrebato de inevitable carcajada; los diálogos nos conducen hacia los senderos de la reflexión apoyada sobre el torbellino de sentimientos contradictorios que envuelven a ambos personajes: la madre siente la frustración de sus anhelos no cumplidos, el hijo siente el peso de haber elegido otro camino.
En torno a ellos se encuentran personajes tanto del mundo de los vivos, los amigos y la prometida de Manuel, como de los muertos, “los compañeros de tumba” que junto a Fanny nos relatan la manera de vivir después de la muerte, muestra de la imaginación e ingenio de la pluma de Rovner.
Al inicio la tensión transita por los rieles de la oposición y desesperanza mutua de la madre y el hijo; luego, adviene el franco diálogo entre los tiempos, entre un ayer que deseaba un hoy distinto, y un presente que desea acuñar un camino propio. Los eslabones dialogan en una de las escenas cúspide de la obra. Dialogan para transformarse mutuamente, para encontrar el modo de engarzarse mutuamente. Entonces Manuel afirma la diferencia de sus deseos, la verdad de sus elecciones, y Fanny percibe la semejanza en la esencia más allá de lo aparente de la tradición: Dolly es una madre que al igual que ella crió sola a su hijo.
El autor Dijo alguna vez el autor, Eduardo Rovner:
“A mí me interesa el pequeño héroe, el cotidiano. En todas mis obras aparece el conflicto del hombre con los valores trascendentes que impone la cultura y que hacen que el hombre descuide sus afectos cercanos”
Dicho interés ha dado como fruto una incansable laboriosidad de la cual testimonian sus más de veinticinco obras publicadas en español en tres tomos por Editorial de la Flor, habiendo sido además impresas en editoriales y revistas internacionales. Así como un quehacer de larga data que va desde haber sido Director General y Artístico del Teatro Municipal General San Martín, Fundador y Vicepresidente de la Fundación “Carlos Somigliana” que dirige el Teatro del Pueblo, integrante representando al teatro del Consejo de Cultura de la Nación, a ser actualmente Director del Plan Estratégico de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, integrante del MATe (Moviemiento de apoyo al teatro), Profesor titular del “Taller de escritura dramática” y “Creatividad” en la Escuela Nacional de Arte Dramático y de la materia “Dramaturgia” en la Maestría en Teatro Argentino y Latinoamericano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Su formación ha sido polifacética. Se graduó como Ingeniero en Electrónica en la Universidad de Buenos Aires en 1969, ejerciendo la investigación en Electromedicina hasta 1976. Es también Psicólogo Social egresado de la Escuela de Psicología Social “Enrique Pichon Riviere” en 1978. Cursó seis años de violín en el Conservatorio Municipal de Música “Manuel de Falla”, y desarrolló su actividad musical hasta el año 1976. Sin duda, dicha heterogeneidad le ha brindado la amplitud de perspectivas sobre lo humano que se refleja en su escritura.
En su labor teatral como escritor, los galardones han coronado en más de una oportunidad su actividad. Entre ellos podemos mencionar el Premio Casa de las Américas, el Primero y Segundo premio Nacional de Dramaturgia, Premio ARGENTORES en tres oportunidades, Premio ACE, Teatro XXI, Florencio de Uruguay, Municipal de Buenos Aires y Estrella de Mar.
Dirección, puesta en escena y actuación: un enhebrado perfecto La dirección general y la puesta en escena de “Volvió una noche” están a cargo de Alejandro Samek. Junto con sus asistentes Silvina Rodriguez y Martina Correa, ha logrado desarrollar al máximo tanto la riqueza del texto de Rovner, como la capacidad actoral del elenco encabezado por la célebre Norma Pons y el talentosisimo Daniel Marcove (quien también es director teatral). Los dos se desempeñan con gran idoneidad, talento y convicción, junto a los demás actores de los cuales sería injusto hacer sobresalir alguno de ellos, ya que ofrecen una labor homogenea en cuanto a ductilidad y calidad expresiva en el género de la comedia. Ellos son: Elita Aizenberg (Perla), Victor Notaro (Salo), Mario Labarden (Jeremías), Martín Coria (Sargento Chirino), Luciana Dulitzky (Dolly), Daniel Goglino (Aníbal), Gustavo Bonfigli (Julio).
El eje temático del conflicto generacional en la presente obra es estéticamente expresado a través de la interconexión del mundo de los vivos y de los muertos. Tal vaivén es producido apuntalándose tanto en los actores como en la puesta en escena. Respecto de esta útlima cabe destacarse además de la escenografía -realizada por A&B Realizaciones escenográficas y diseñada por Stella Iglesias- que recrea frente a nuestros ojos el cotidiano espacio de un hogar, el uso de las puertas como pasaje de un mundo al otro, sumado a otro recurso pensado excelentemente e impecablemente utilizado por los actores: los telones que hacen a la vez de paredes, poseen invisibles aberturas por donde emergen los personajes del más allá, creando así un efecto que resalta el tono de realismo mágico que posee la obra.
Conjuntamente con la puesta en escena y las actuaciones, el logro de este realismo mágico se completa con el diseño de iluminación a cargo de Hector Calmet y Miguel Morales, y los operadores de luces -Varinia Anzorena, Esteban Lahuerta, Damián Lorenzo-, el vestuario de Stella Iglesias realizado por Susana Sanchez, la música y el diseño de sonido de Sergio Vainikoff, junto a los músicos intérpretes Javier Ruiz en guitarra y Viviana Guzmán en flauta. De este modo, tanto las actuaciones, como la puesta en escena, la música, la iluminación y el vestuario se entraman perfectamente creando una atmósfera onírica que envuelve, transporta y hace vibrar de múltiples maneras el interior del espectador.
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